Compartimos homilía completa de Monseñor Edmundo Valenzuela, Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción, de hoy miércoles 6 de diciembre, en el noveno día del Novenario en honor a Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé.
Homilía
Jesús llama a los jóvenes a ser fermentos de la cultura del perdón y de la reconciliación.
- Queridos jóvenes
El trienio de la juventud, “abrazados a Cristo Jesús”, en su segundo año resuena con fuerza la misma palabra perenne y jovial de Cristo Jesús, muerto y resucitado, glorioso y triunfante sobre el pecado y la muerte diciéndoles: “permanezcan en mi como yo permanezco en ustedes”. Él es el amigo de los jóvenes. No le tengan miedo. Ya comenzaron a experimentar su amistad liberadora. Ahora, sigan en la senda de la fidelidad “permanezcan en su amistad”, hasta que Él vuelva al fin de los tiempos, glorioso para entregar su Reino en manos de su Padre.
Jesús es la presencia visible de la misericordia de Dios (Misericordiae Vultus,1-3). En él, en su Cruz, en su muerte y resurrección, su Padre manifiesta todo su amor hacia la humanidad, hacia nosotros, hacia cada uno. En la parábola del hijo pródigo comprendemos cómo actúa hacia el hijo que arrepentido regresa a la casa del padre…Los textos del Nuevo Testamento y la doctrina cristiana afirman enfáticamente: Jesucristo vencedor de la muerte, signo de todo mal, ya nos adquirió la conversión de nuestros pecados, perdonándonos, reconciliándonos con su Padre.
El Catecismo de la Iglesia se refiere a la conversión que implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, expresada y realizada litúrgicamente en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. (N° 1440). Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del “ministerio de la reconciliación” (2Co 5, 18)” (N° 1442). Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia (N° 1444).
En el Padre nuestro Jesús nos evoca la necesidad del perdón. Dios nos perdona pero debemos perdonar a quienes nos hacen daño y ofensa. Sólo el cristianismo es la religión del perdón y que ha cultivado durante los siglos la herencia y la cultura del amor, el perdón y la reconciliación. Hoy, ustedes jóvenes, con sus familias cristianas, son herederos de esta cultura, tan necesaria para nuestro tiempo…
- A la escucha de la Palabra de Dios
Hemos escuchado la profecía de Isaías (Is 25, 6-10ª): El Señor Dios “destruirá para siempre a la Muerte. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros; devolverá la honra a su pueblo, y a toda la tierra”. Qué consuelo tiene el pueblo de Israel, y con él, nosotros. Enjugar nuestras lágrimas… devolver la honra a su pueblo… a nosotros anclados en la corrupción, en la violencia, en el mal. Es maravillosa la obra de la libertad divina, de su misericordia que sana nuestras maldades y opresiones. En su Hijo Jesús, el rostro visible de la misericordia del Dios invisible, se realiza históricamente esta profecía de Isaías.
En el Evangelio (Mt 25, 29-37): Jesús alimentó a la multitud hambrienta.
El hambre es el signo más claro de todo lo que necesita el hombre para vivir: no sólo de pan vive el hombre! Como siempre, somos hambrientos de justicia y de paz, de verdad y de amor. Sólo Cristo Jesús con el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, para el perdón de los pecados, multiplica el pan de vida para hacer frente al cúmulo de violencia, mentira, hipocresía, abusos sexuales, abortos, rupturas de matrimonios, robos, atropello a la ecología y a la ecología humana con las nuevas esclavitudes como la ideología de género, la drogadicción y la caterva de la cultura de la muerte…
- El perdón y la reconciliación son frutos de la amistad con Jesús
Jesús les llama hoy, queridos jóvenes a ser fermento de la cultura del perdón y la reconciliación y a ser sus discípulos misioneros llenos de verdad y de amor. Al partir de la misericordia de Dios manifestada en su Hijo y el Espíritu Santo entendemos mejor la realidad de la salvación, de la gracia que vence al pecado. Cada joven, cada familia, cada comunidad humana experimenta en sí estas dos realidades, la gracia de Dios y la tragedia del mal.
En su crecimiento humano y ético el joven y cada cristiano, se encuentra con la culpabilidad en cuanto forma de desintegración de las relaciones humanas y del mundo humano. Cada uno es responsable de su propia acción, y de aquella acción que va en contra de la realización auténtica de lo humano. Esta culpabilidad se relaciona con la libertad y la obligación. El pecado pone de manifiesto la libertad del sujeto, al haber elegido un camino de auto destrucción, y al tener que cargar con sus consecuencias… Es la obligación de hacer el bien y de evitar el mal.
El resultado es la desintegración de las relaciones humanas. Ha habido “ofensa” al otro ser humano, en la ruptura de relaciones interpersonales; hubo una “no-realización” en la edificación individual y comunitaria; se ha llegado a una “frustración” destacando los efectos del pecado en clave psicológica; se ha llegado a una “alienación” ante el miedo de no ser uno mismo y de no dejar que los demás lo sean. El pecado resulta ser una negación de la dignidad propia humana, ya que, en relación a la realidad, el hombre y la mujer no se construyen, se alienan…se destruyen a sí mismo.
¿Cómo superar esta triste realidad del mal y del pecado? El evangelio de Jesús y los escritos del Nuevo Testamento, hablan de conversión, perdón y reconciliación. La realidad del pecado, del mal es una constante en nuestras vidas. Esta realidad de odio, rencores, violencias, esclavitudes se han institucionalizado en la “estructura de pecado”. En nuestro país cuánta corrupción acumulada, heredada por egoísmos y estrechez de miras, cuántos cálculos políticos errados y decisiones económicas imprudentes. Cuántas tragedias y sufrimientos hemos tenido en nuestra historia nacional. El pecado se ha estructurado en el país como algo ya ineludible la pobreza extrema de un significativo porcentaje de la población, con todas sus consecuencias sociales y morales, como el atropello a la verdad y la justicia…Aún no hemos alcanzado la vigencia de la dignidad personal, estamos aún lejos de los beneficios sociales. El logro del bien común es una meta a alcanzar. Basta leer con atención los periódicos y observar los noticieros en las TV. No es el caso de detallar lo que todo el mundo sabe.
Pero sí, el caso es de anunciar la Buena Nueva. Jesús les llama a ustedes jóvenes y sus familias, a sanar las heridas, a recomponer el tejido social roto, a devolver la verdad y la justicia, junto con el amor cristiano, exigente en la conversión para el perdón y la reconciliación. Es toda una tarea preciosa que ustedes, con la Iglesia, tienen por delante! Para un país más reconciliado mediante el diálogo y la cultura del encuentro es preciso el mayor bienestar económico, social, cultural, espiritual de todos los habitantes del Paraguay.
¿Qué significa todo esto? ¿De dónde procede esta estructura social del pecado? Raíz de los males que nos aquejan tiene directa relación con Dios y en su ley que ordena el bien y prohíbe el mal. Redescubramos el carácter ético-moral de las personas y de las instituciones. La estructura del pecado procede del uso de la libertad personal. Es la persona quien decide hacer el bien o hacer el mal…Somos seres éticos. Escapamos de la moral y de la Ley de Dios cuando libremente elegimos hacer el mal, al que llamamos pecado, por la ruptura de relaciones con Dios, con los hermanos y con la naturaleza.
Necesitamos la buena nueva para proclamar la voluntad de Dios tres veces santo, su plan sobre los hombres, su justicia, su misericordia. El “Dios redentor del hombre”, Señor y dador de vida” nos exige actitudes precisas que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Es lo que solemos llamar la segunda tabla de la Ley de los diez mandamientos. Cuando no se cumplen estos, se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en la sociedad obstáculos que van más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de nuestro pueblo, en especial a los pobres, indígenas, campesinos, a las poblaciones enteras de suburbios o de asentamientos, a los jóvenes de la calle y a aquellos jóvenes, que tristemente ni estudian ni trabajan.
Estas situaciones dolorosas, consecuencia del pecado, no los tomemos como obstáculos sino como desafíos, oportunidades para el desarrollo integral personal, institucional y nacional. Usemos correctamente la libertad. “Cristo nos liberó del pecado para la libertad”, dice San Pablo a los Gálatas…
Ante el mandato divino: “amarás al Señor y al prójimo como a ti mismo”, el joven comprende mejor la dimensión religiosa del pecado. El carácter trágico e incomprensible que comporta el mal se lo hace descubrir la conciencia moral de la fe. Como dice el Salmo 50 “contra ti, contra ti sólo pequé”. Esta confesión no es sólo juicio condenatorio, sino al mismo tiempo “invocación”.
La confesión del pecado es el comienzo de la restauración, es la ruptura con el remordimiento estéril anclado en el pasado, es el anticipo de la alegría y de la reconciliación por la fuerza de Cristo presente en su Iglesia.
Ahora bien, si la conversión, la reconciliación y el perdón son elementos constitutivos del mismo ser cristiano y estos se expresan de forma única y privilegiada en el sacramento de la reconciliación penitencial, la Iglesia está llamada por el mandato de Jesús a cuidar la necesaria integración en la vida cristiana.
La cultura del perdón y de la reconciliación, pues, se celebra en la penitencia como sacramento que parte de la vida, celebra la vida y renueva la vida. El evangelio es siempre una meta incumplida porque siempre estamos en deuda con lo que implican la fe, la esperanza y el amor. A esto podemos llamarlo la cultura de la penitencia, una virtud que se convierte en sacramento de la penitencia al haber una ruptura con el ideal, una ruptura con la comunidad eclesial y con Dios.
Este sacramento de la penitencia tiene un hondo enraizamiento antropológico, existencial y social en cuanto que viene a responder a la necesidad que el hombre siente de recuperar el ideal perdido, de reafirmar aquellos valores que dan sentido a su vida, de reconstruir su propia historia personal en una nueva relación con la historia de los demás. Frente a la irresponsabilidad culpable se proclama la verdad en la responsabilidad; frente a la injusticia, se expresa el compromiso consecuente con la justicia. Frente a la división y el odio, se regenera la unidad en el amor. Frente a la soledad y al aislamiento individual, se reafirma la fraternidad y la solidaridad. Frente a la esclavitud del pecado y la dependencia, se apuesta por la libertad de los hijos de Dios. Frente a la violencia y la discordia, se renuevan la paz consigo mismo, con Dios y con los demás.
- ¿Cuáles son los elementos esenciales del proceso penitencial?
Sus elementos internos son: 1) la conciencia de pecado, como una negación del amor, como una relación de ruptura con Dios, con la Iglesia, con los hermanos, que exige conversión y reconciliación. 2) la conversión sincera, entendida como un alejamiento del pecado, como una reorientación de la vida, como una renovación en el amor y como una afirmación de nuestras relaciones con Dios, con la Iglesia y con los hermanos. 3) la manifestación externa de nuestra conversión en obras y en signos ante la comunidad, de manera que, encontrando su plena realización humana y cristiana, sea también para la comunidad signo visible de nuestro arrepentimiento y certificación personal de la reconciliación. 4) la intervención de la comunidad de la Iglesia, que nos ayuda, anima y acoge con su ejemplo, su oración, su palabra y su perdón, expresado no sólo a nivel del Cuerpo entero, sino también al de la comunidad local y particular, y principalmente a través de la intervención del ministro. 5) la reconciliación que Dios nos concede por la mediación pascual de Cristo y la fuerza del Espíritu, en y a través de la reconciliación con la Iglesia, como garantía y prenda visible del don invisible de gracia. 6) El compromiso o propósito de luchar contra el pecado y el mal personal y comunitario, como medio para superar el dinamismo del mal, como testimonio ético de una autenticidad de conversión, como quehacer permanente de nuestra vida cristiana.
¿Y cómo se realiza la penitencia sacramental en cada persona?
Su dimensión personal se realiza mediante: A) la conversión como cambio radical que reorienta su vida hacia un futuro nuevo de amor en sus relaciones con Dios y con los hombres. B) la confesión, en la expresión de la propia verdad, asumiendo su responsabilidad y ejerciendo en el sacramento el sacerdocio común de los fieles. Es necesario siempre que se da un pecado real y subjetivamente grave. La Iglesia reconoce la autenticidad de la conversión cuando el propio pecador manifiesta su situación de pecado y su deseo de cambiar de vida, reparando con justicia lo que haya podido realizar injustamente. C) la satisfacción: unidos a la pasión de Cristo, se repara de algún modo, el mal causado y sus consecuencias. Es la prueba de que no huimos de nuestras responsabilidades y de la lucha contra el mal. “conviértanse y den frutos de penitencia” (Lc 3,8).
- Conclusión
Queridos jóvenes: En esta peregrinación que hacemos a nuestra Inmaculada Virgen de Caacupé, repetimos muchas veces en el rezo del santo rosario: “Reina y Madre de misericordia”. Por su Hijo Jesús hemos sido reconciliados con su Padre Dios y con la humanidad. Ella les eduque a comprender y a vivir que la fe cristiana es una buena noticia porque nos enseña a amar, y del amor surge el perdón y la reconciliación, como sus hijos y como hermanos entre nosotros todos los paraguayos.
En este tiempo de adviento y de esperanza, Jesús debe nacer nuevamente en sus corazones experimentando la alegría del perdón y la reconciliación. Así a su vez, ustedes jóvenes y todo el pueblo cristiano, al rezar el Padre nuestro, sean protagonistas de la cultura del perdón y de la reconciliación.
Les invito a rezar juntos la famosa oración por la paz de San Francisco de Asís:
“Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.
Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe.
Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, es perdonando, como se es perdonado, es muriendo como se resucita a la vida eterna”.
Amén.
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