Hermanas y hermanos en el Señor:
En este domingo de ramos, iniciamos la recordación y vivencia de la semana mayor de nuestra fe: la pasión, muerte y Resurrección de Jesús, acontecimiento con el cual Dios cumple su promesa de la salvación para su pueblo, con el sacrificio de su propio Hijo, cuya obediencia y amor incondicional al Padre, nos rescató para siempre del poder de la muerte.
Con la celebración de hoy comenzamos el itinerario espiritual de la Semana Santa. Una vez más, se nos convoca en torno a la realidad central de nuestra fe: el MISTERIO PASCUAL, es decir, el “PASO” confiado de Jesús hacia el Padre a través del dolor y la muerte.
Este es el kerigma, el corazón de nuestra fe. La Iglesia existe para proclamar esta Buena Noticia, “para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2,10-11).
¡Bendito el que viene en Nombre del Señor! Salgamos al encuentro de Cristo y pongamos en su camino nuestra vida como palmas de olivo que se ofrecen para ser solidarios con su misión redentora, sabiendo que eso conlleva el camino del calvario. “Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz.” (Flp 2,6-8).
¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas causa el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la ambición de dinero, que nadie puede llevárselo consigo en el féretro, despojan a los demás y se despojan de dignidad a sí mismos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación; Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. (cfr. Francisco, homilía 2013).
El Papa Francisco define la cruz como “la Cátedra de Dios”, es decir, nos enseña la pedagogía de la cruz y el estilo de Dios. Necesitamos aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Desde esa cátedra el Maestro y Señor de Dolores, nos imparte lecciones de humildad, de perdón, “perdónales porque no saben lo que hacen”. Me conmueves, Señor, verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, me conmueve tus afrentas y tu muerte.
Juan Pablo II hablaba del Evangelio del sufrimiento, ciertamente del sufrimiento de Cristo, pero, junto con Él, el sufrimiento propio. Movidos por tu crucifixión salvadora, nos adherimos plenamente a tu Evangelio de ofrecimiento extremo. Todo te ofrezco Señor, es la expresión de amor de nuestra beata Chiquitunga. Todo entera y sin reserva, como cantan las carmelitas, haz que me llegue a subir, para estar contigo siempre, aunque me cueste “morir”.
Hay momentos en la vida en el que nos llega el cansancio ante la lucha por el bien. Estamos a punto de rendirnos y entregarnos al mejor postor, tirar la toalla cediendo ante la extorsión, la presión o el miedo. De rodillas en oración imploramos, nos dejes caer en la tentación. Que no nos acobarden el dolor, las caídas y las dificultades de la vida: son camino de purificación y sanación. Que no renunciemos a la verdad liberadora, que no nos desanimen las arrugas de nuestras traiciones y negaciones, la enfermedad, los nudos y enredos de las pruebas cotidianas, las desgracias naturales, las llagas sociales de guerras, enfrentamientos y discordias que supuran sufrimientos. Peregrinemos en la Esperanza que salva, luchemos para instaurar el Reino de Cristo, a pesar del sofocante mal que nos rodea. Por encima del mal y del pecado, está el amor de Dios en Cristo Jesús. Él no nos deja solos en la orfandad de la existencia humana.
Está en nosotros cómo queremos entrar en la historia de la Pasión. Como el Cireneo que se acerca a Jesús con sus hombros solidarios, para llevar con él el peso de la cruz; como las mujeres que lloran, como el centurión que se golpea el pecho, como María madre de la Esperanza, silenciosa en lágrimas al lado de la cruz; o entramos en la pasión con el que traiciona y se traiciona, Judas, que le pone precio a la verdad. Como Pedro dubitativo, avergonzado de su maestro, y luego remordido de arrepentimiento. Pilatos lavándose las manos y secándose con toallas de injusticias. La turba, barra brava de alabanzas y vociferaciones. Entramos como aquéllos que “miraron de lejos”, cómo iban a terminar las cosas, espectadores pasivos del ruedo de injusticias. Donde esta nuestra mirada está nuestro corazón. Si la mirada es impávida e indiferente ante las injusticias, de la pasión, sufrimiento y muerte de los que padecen vulneraciones en sus derechos ciudadanos, sus dignidades oprimidas, sus clamores ninguneados es por el corazón endurecido, como sucede, ante el grito de nuestros hermanos indígenas del Chaco, Alto Paraguay a raíz de las lluvias e inundaciones. Hay clamores de ser auxiliados adecuadamente, a pesar de los esfuerzos realizados, en esta emergencia que se posterga oficializarla, para ser socorridos por políticas públicas integrales y sustentables. ¿nos empatizamos con los que sufren, los últimos, que padecen los calvarios y cunetas ancestrales de nuestras comunidades campesinas e indígenas olvidadas?
Despojémonos de nuestras falsas seguridades que arrugan el corazón. Que nuestras miradas sean de misericordia y condolencias con los que arrastran cruces muy pesadas. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusco cambio, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón. Dónde estamos. Con quien estamos. Por quien estamos.
Que los ramos bendecidos que llevamos, no lo tengamos solamente como reliquias, sino como ramos verdes que nos abren el corazón a la esperanza de que el Señor es el único Señor, y que habría de resucitar como lo ha anunciado. Ramos verdes de esperanza que la Vida ha vencido y vencerá siempre a la muerte. Ramos que llevamos como expresión de nuestro compromiso a despertarnos de nuestras apatías espirituales para velar en oración, despertarnos de nuestras comodidades, indiferencias, debilidades y cobardías para entregarnos y rendirnos a los pies de Aquel que quiere reinar en nuestras vidas, en nuestras familias.
En esta Eucaristía sintámonos Iglesia reunida en torno a Cristo que “sube a Jerusalén”: “subamos también nosotros con él”. Aclamémosle como Rey pacífico; acojámosle, a El que nos llega en nombre del Señor; recibámosle como Pan de Vida partido y entregado por nosotros. Y alentados por esta prenda de victoria, mantengámonos en estos días despiertos y atentos, esperando el gran acontecimiento de la Resurrección, en la madrugada de Pascua.
Asunción, 13 de abril de 2025.
+ Adalberto Card. Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano de Asunción
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