El Padre Misericordioso

Lc 15,1-3.11-32

Jesús, como el buen maestro, en formato parábola, nos transmite una enseñanza muy humana y divina, y nos enseña a través de comparaciones. En algunos portales en las redes, para  accesar con seguridad, se debe demostrar que no somos un robot. Es para evitar robo de datos muy común en la era digital. Con una serie de pruebas y acertijos nos examinan para demostrar que realmente somos humanos. En este era y siempre, la prueba que somos humanos es nuestra condición de pecadores. No somos robots, o máquinas insensibles. Pecado significa en fondo, tropiezos, caídas que llevan a cunetas de engaños,  de errores. Estamos en  cuerdas flojas que nos alejan del sentido de la vida humana, o menos nos llevan a la vida sin sentido, como el hijo pródigo, que derrocha su vida presente dilapidando bienes y talentos, para amontonar un pecado sobre otro, y comprometer su destino. Todos somos pecadores. En Jesús nace la esperanza, su misericordia nos permite accesar en su perdón teniendo la clave: un corazón contrito y arrepentido. En la parábola se explica  “Padre he pecado contra el cielo y contra ti”, el arduo y feliz regreso del hijo, para afinar el corazón y sintonizar con el verdadero sentido del existir. Para anclarse en la misericordia. Es la historia de un peregrino de esperanza, que encuentra el jubileo de su redención.

Convertirse de caminos torcidos, como fue para este hijo, para retomar el camino seguro. Como cuando se está desorientado, y por fin después de muchas vueltas ver una luz de esperanza. «El proceso de la conversión y de la penitencia es explicado maravillosamente por Jesús esta parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro del relato es en realidad  “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): se describe la tentación de una libertad ilusoria, del hijo, del abandono de la casa paterna; la miseria extrema en la que el encuentra tras haber derrochado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de los desperdicios que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino de retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del camino de conversión.

Las mejores vestiduras, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia.

La parábola se detiene en otro personaje: el hijo mayor que se siente ofendido por los gestos del padre. El egoísmo le hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 6).

Hay corazones ciegos y con cegueras espirituales, los pródigos, los que derrochan los bienes, para usurpar a los demás. Los que siempre buscan tajadas más jugosas y grandes. Se alejan de la compasión y despojan a otros sin compasiones ni contemplaciones. Extractivistas, que siguen modelos de explotación de recursos naturales, los extraen del suelo, la tierra lo que les reditúa en bienes personales o empresariales,  y los que explotan como el tuku karu, que muerden y se alimentan de los pocos recursos de los indigentes, para usurpar onerosas ganancias personales y familiares. 

Corazones obtusos, cerrados, que usan y tiran, y en fondo también viven desorientados y de espalda a los bienes de su entorno y comunidad. Su religión es tener, el placer del poder, y poderes que le dan placeres. Tienes sus santos de maquillajes, y sus oraciones para que les salga bien los delitos que cometen o cometerán. Pródigos hijos y derrochadores de los bienes comunitarios para nutrir los suyos, con trampas y componendas, fabricando corrupciones, alejados del bien común. 

Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: « El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario ». El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de « considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente ». (DSI132)

Es necesario que todos los programas sociales, culturales, educativos, familiares, estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano. El Señor nos llama en esta cuaresma al primado de la caridad, y a la consciencia comunitaria de convergencias sociales cooperativas. Donde la conversión de corazones, nos llama a ser pródigos de misericordia.

30 marzo, año jubilar 2025

 

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción