UNGIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO PARA ANUNCIAR LA BUENA NOTICIA A LOS POBRES
Queridos hermanos en el sacerdocio:
Hoy recordamos con júbilo y gratitud el llamado al sacerdocio y la unción que hemos recibido un día para ser “Ministros” del Señor. El profeta Isaías nos dice: Ustedes serán llamados «Sacerdotes del Señor», se les dirá «Ministros de nuestro Dios.», porque el Señor nos ha ungido. Dios nos ha llamado a cada uno por nuestros nombres y nos consagró sacerdotes para hacernos colaboradores e instrumentos privilegiados de su plan salvífico. “Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre.” (Ap 1,5b-6).
¿Para qué nos llama y nos envía Dios? ¿Cuál es la misión que nos encomienda?: llevar la buena noticia a los pobres, vendar los corazones heridos, proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros y proclamar un año de gracia del Señor.
Cuando Jesús leyó este pasaje del profeta Isaías dijo: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír.” Él es el Ungido por excelencia, y nosotros hemos sido ungidos por él y con él para continuar su misión, aquí y ahora. ¡Qué grande es el amor y la misericordia de Dios para con nosotros, indignos y pecadores, llamados y ungidos para formar parte del Reino sacerdotal del Padre!
En vísperas de la conmemoración de la Pasión del Señor recordemos que su reino no es de este mundo y que su trono es la cruz. Dios nos ha llamado a ser sacerdotes de un reinado marcado por el privilegio del servicio a los pobres y excluidos, a los pequeños y necesitados, a los oprimidos y a los que padecen injusticias. Ser sacerdote fiel de este reino conlleva, necesariamente, seguir las huellas del Maestro que, por fidelidad a la Voluntad del Padre, se humilló, se anonadó, se despojó de su condición divina, se hizo semejante a los hombres, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. (cfr. Flp 2,7-8).
Dice el Señor: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. (Mt 16,24).
Hoy Jesús nos confirma que nuestra misión es llegar con la alegría del Evangelio a las “periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.” (Bergoglio, 2013). Es una misión profética que no podemos eludir, porque somos ungidos de Dios. Es una misión que no está exenta de incomprensiones y, no pocas veces, de sufrimiento y dolor. Pero, como dice San Pablo: “¡todo lo puedo en Cristo que me fortalece!… hicieron bien en participar conmigo en mi tribulación.” (Flp 4,13-15).
En el año jubilar de la esperanza, más que nunca nuestro pueblo necesita que seamos “peregrinos de esperanza” y caminemos con la gente que necesita la Buena Noticia, porque está agobiada y oprimida por tantos males que nos rodean. Los sacerdotes sentimos y vivimos en carne propia los dolores de tantas familias golpeadas y disgregadas por las necesidades básicas insatisfechas y por la emigración; de jóvenes sin oportunidades de estudio, de empleo digno, y que se vuelven presas fáciles de las drogas, de los grupos delincuenciales, y terminan poblando las cárceles del país; de mujeres maltratadas y asesinadas, de niños huérfanos y abandonados; de los que han perdido toda esperanza y el sentido de la vida.
Las periferias existenciales que nos rodean nos ayudan a comprender por qué el Espíritu Santo está sobre nosotros y nos ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres, para proclamar la liberación de los cautivos, cautivos en la desesperanza, dar vista a los ciegos, enceguecidos en vórtices, torbellinos de falsos caminos; hemos sido ungidos para ser signo de esperanza y trabajar para que cada cristiano y cada comunidad cristiana, cuyo cuidado pastoral se nos encarga, sean instrumentos de la Voluntad del Dios para la liberación y promoción de los pobres. Ese es el proyecto del Padre (cfr. Evangelii Gaudium, 187).
Hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de la corrupción, de la codicia, de la indiferencia… el poder de la gracia se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada (crf. Francisco, homilía, 2013).
Nos inspira el ejemplo del siervo de Dios, el P. Julio César Duarte Ortellado, nacido un jueves santo (el 12 de abril de 1906 a las 3 de la tarde), que vivió su sacerdocio llevando el poder y la eficacia redentora de su unción a las periferias, con gestos muy personales de atención a los pobres, pero también con proyectos sociales a favor de la promoción humana integral de las familias y comunidades de su jurisdicción parroquial.
El P. Julio César fue ordenado sacerdote por el Papa San Pío X en 1929, el día de Cristo Rey. En cuanto a su ordenación, Julio César refería: “No puedo explicar la emoción que yo he sentido. Todo fue demasiado grande y hondo… Recuerdo cuando yo era chiquito y me ponía el sobretodo viejo de papá para celebrar la misa y confesar… ¡Que cosa mi Dios! ¡Todo ha sido verdad, realidad y belleza! ¡Demos gracias a Dios que me ha hecho llegar hasta este día!”
Invito a cada uno a repasar aquel gran día de su ordenación sacerdotal y hacer suyas las palabras del P. Julio César. Estoy seguro que todavía se enciende la emoción en nosotros al recordar el gran acontecimiento de ese día en que el Espíritu Santo se posó sobre nosotros y nos ungió, por medio del obispo, para integrar el Reino Sacerdotal de Dios.
Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir: “Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre”. El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos frágiles, en virtud del Sacramento podemos hablar con su “yo”: in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Pero hablar y obrar con su “yo”, no será solamente en las celebraciones sacramentales. (II Corintios 5:20) Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!. A los sacerdotes embajadores de Cristo, mensajeros y portadores de la buena noticia, se nos súplica, de ser hacedores de vinculos de reconciliación con Dios y los hermanos. El presbiterio y la comunidad en la primera casa experimental donde cimentar, construir, levantar, fortalecer y reparar los quiebres con la conciliación y reconciliación entre hermanos y con el Señor. La caridad comienza por casa. El sacerdote es ministro de reconciliación, “embajador entre cadenas”, como dice San Pablo (Efesios 6,20) encadenado a la verdad a pesar de nuestras propias debilidades, para recomponer lo suelto y desvinculado. Para calzarnos siempre, celosos valientes custodios del Evangelio de la paz (Ef,6,15). No romper eslabones, más bien re atar vínculos sueltos.
Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas.
La misa crismal es un signo de la Iglesia-comunión. En este día queremos reverdecer nuestra consagración en comunión, del obispo con su clero y del clero con su obispo. Es una oportunidad también para pedirles a cada uno de ustedes, queridos hermanos sacerdotes, que recemos unos por otros, por mí, así como yo rezo por cada uno de ustedes. Les ruego su comprensión y perdón porque, quizás, no haya podido estar más cerca para acompañarlos en sus necesidades personales y pastorales, por las acciones u omisiones que pudieron haberles causado algún dolor. Pe ñemboé che rehe che añembo’e haicha pende rehe.
Queremos ser una Iglesia sinodal, peregrina de esperanza para la vida plena de nuestro pueblo en Jesucristo. A la luz de la Palabra que la liturgia nos entrega hoy, nuestra reciente Carta Pastoral adquiere todavía mayor relevancia: nuestra misión es llevar la Buena Noticia a los pobres y proclamar un año de gracia del Señor.
Les invito a traducir las propuestas pastorales y líneas de acción contenidas en la Carta Pastoral en programas y proyectos concretos en sus parroquias y en todos los ámbitos pastorales que animan la vida de la Iglesia en la arquidiócesis de Asunción.
Dice el Señor: “Vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10b). Jesús reafirma hoy el sentido de nuestra unción, de nuestra consagración sacerdotal, que es llevar a Buena Noticia a los pobres y proclamar la liberación de los cautivos; por consiguiente, la prioridad de la Iglesia es la defensa y promoción de la dignidad humana y su vida plena en Jesucristo.
Invoquemos todos los días y en todo momento al Espíritu Santo, para que se cumpla en nosotros lo que profetizó Isaías, que alcanzó su plenitud en Jesús y se prolonga hoy en que cada uno de nosotros, sacerdotes, ungidos para formar parte del Reino sacerdotal del Padre.
Pedimos la intercesión de nuestros santos: San Roque González de Santa Cruz, sacerdote, quien fue párroco de esta Catedral Metropolitana; y de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, Chiquitunga, quien se ofreció al Señor “como una pequeña víctima por los sacerdotes…” Que María, Madre de los sacerdotes, nos acompañe en nuestro peregrinar jubilar y nos ayude a ser fieles a nuestra consagración y a nuestra misión.
Asunción, 17 de abril de 2025.
+ Adalberto Cardenal Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano
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