Hermanas y hermanos en Cristo:

En este viernes de dolores, como Iglesia en la Arquidiócesis de Asunción peregrinamos por el camino del calvario, meditando los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor.

A medida que se acerca su pasión, Jesús habla cada vez más abiertamente de su condición de Hijo de Dios: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).

Recordamos en este viernes, anterior al Viernes Santo, los dolores de la Virgen a lo largo de su vida. El anciano Simeón profetizó y le dijo a María, en la presentación de Jesús en el templo: «A tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El Evangelio recoge varios momentos de dolor en la vida de la Virgen: esta profecía del anciano, la huida a Egipto para salvar la vida de su hijo, los tres días de angustia cuando el niño se quedó en Jerusalén… Pero, por encima de todo, se encuentran los instantes que rodearon la muerte de Jesús: el encuentro con él, en el camino al Calvario, la crucifixión, su descendimiento de la cruz y su entierro.

Cada estación de la vía dolorosa nos ha ido mostrando cómo Jesús vivió la injusticia, la fragilidad, la impotencia y caída del inocente aplastado por la crueldad y ambición de los poderosos, la experiencia de la desnudez y de la sed; la sensación de traición, abandono e ingratitud de tantos a quienes solo pasó haciendo el bien y, ante todo, el dolor de su Madre, que permaneció fiel al pie de la cruz, donde nos fue entregada como nuestra madre y madre de la Iglesia.

Para nosotros, es un ejemplo la actitud de María frente a los dolores. Ella, viendo el sacrificio supremo de su hijo amado, sin entender plenamente, una vez más, los misterios que encierra el plan salvífico de Dios, sin embargo, mantuvo la fe en las promesas del Padre y estuvo al pie de la cruz con plena confianza en la Resurrección.

A la luz de la meditación del vía crucis, podemos comprender que la pasión y muerte de Jesús sigue en la vida de nuestro pueblo, de nuestra nación.

Jesús fue condenado en un juicio amañado, donde no importaron ni la forma, ni el fondo, del proceso. Tampoco se tuvo en cuenta si hubo méritos y argumentos para condenarlo a muerte. La sentencia ya estaba preparada de antemano por los poderosos. No importaba que fuera inocente. Le condenó su lucha por la verdad, por la justicia, por confrontar la hipocresía de los poderosos.

Frente a esto podemos preguntarnos: ¿Cuál es la situación de la justicia en nuestro país? ¿Se sigue condenando inocentes como Jesús y se libera a los criminales como Barrabás? ¿Siguen dictándose sentencias preparadas de antemano por los poderosos, en la oscuridad de la noche?

Pensamos en Jesús, que cae bajo el peso de la cruz varias veces, débil e indefenso, avasallado en sus derechos. ¿No está sucediendo lo mismo en nuestros días, por ejemplo, con “la mafia de los pagarés”, que evidencia una orquestación de los poderosos para despojar de sus escasos recursos a los más débiles de la sociedad y que terminan aplastados por una deuda que ya cancelaron?

Hemos visto en las noticias a una madre llorar por la pérdida de un hijo por negligencia médica, espada mortal atravesada en otras madres y familias. Este duelo se agrava por la frustración de sentir que el sistema de salud, que debería ofrecer protección y cuidado, ha fallado.

Cada recuerdo se mezcla con preguntas de “¿por qué?”, y la tristeza se entrelaza con la rabia y la búsqueda de justicia.

El llanto de esta madre no es sólo por la pérdida de la vida de su hijo, sino también por los sueños y momentos que nunca podrán compartirse. Su historia es un llamado urgente a la sociedad para reconocer el dolor de quienes sufren por negligencia y para trabajar en un sistema que priorice la vida y la seguridad integral de las personas.

Ya al pie de la cruz, Jesús es despojado de sus vestiduras. Lo dejan desnudo. Crucificado siente sed y le dan vinagre. Miremos la situación de los más débiles y desprotegidos de nuestra sociedad: los pueblos indígenas que, a pesar de tener la protección de la Constitución Nacional, del Estatuto de los Pueblos Indígenas, de convenios internacionales ratificados por el Estado paraguayo, son despojados de sus tierras ancestrales y asentamientos, inundados por las aguas en emergencias postergadas,  se los desnuda y ahoga en su espacio vital y no pocas veces con procedimientos amañados y actitudes indolentes.

Junto con Jesús, los pobres de nuestro pueblo gritan: “tengo sed”. Hay sed de justicia, de mayor equidad, de igualdad ante la ley, de protección social, de políticas de bien común que favorezcan oportunidades para el desarrollo humano integral.

Todo mal y padecimiento de los más pobres, de los más pequeños, de los excluidos y descartados de nuestra sociedad nos interpelan en nuestro seguimiento de Cristo. Él nos dijo: “les aseguro que cuando lo hicieron por uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40).

Los padecimientos, las injusticias, el despojo, la desnudez, todo sufrimiento de los pobres, es el padecimiento de Jesús mismo. Y nuestra salvación o condena, depende de nuestra conversión auténtica en que reconozcamos al Señor en el hermano.

Ningún poder mundano: cargos, prestigio, dinero servirán frente a Dios en el día del juicio. Solo el amor será tenido en cuenta.

La Virgen, en su canto del Magníficat, glorifica el poder del Señor, que “derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes” (Lc 1,52). Dios se fijó en su humildad para que, de ahora en adelante, todas las generaciones la llamen bienaventurada. “Humildad es mirarnos como somos: con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza”.

Este viernes de dolores nos prepara para vivir, con actitud cristiana, el gran misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, razón de nuestra esperanza.

Dentro de unos días, en el Triduo Pascual, Jesús entregará su propia vida como nadie puede hacerlo, porque solo él tiene poder sobre ella. “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo” (Jn 10,18). Jesús es el mismo hoy; sigue llenando nuestra vida de gestos que revelan la cercanía de Dios. A la Virgen le podemos pedir que, con humildad, seamos capaces de reconocer los signos de su Hijo.

Jesús sufrirá, pero por amor a Dios y la humanidad. Vienen horas terribles, sin embargo, estarán llenas de misericordia y plenas en gracia. Aguardemos con esperanza, la Madre Dolorosa estará a nuestro lado. Ella nos recordará en todo momento que después de la tiniebla, la luz se abrirá paso para siempre.

Invocamos a nuestra Señora de los Dolores, para que nos ayude a una conversión sincera de nuestro corazón y que pongamos todos nuestros dolores e intenciones al pie de la cruz, con la firme esperanza en la Resurrección.

Asunción, 11 de abril de 2025.

 

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción