La celebración dominical de la eucaristía está en el centro de la vida de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.2177). Nosotros cristianos vamos a misa el domingo para encontrar al Señor resucitado, o mejor, para dejarnos encontrar por Él, escuchar su palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia, es decir, en su Cuerpo místico viviente en el mundo. Sin Cristo estamos condenados a estar dominados por el cansancio de lo cotidiano, con sus preocupaciones y por el miedo al mañana. El encuentro dominical con el Señor nos da la fuerza para vivir el hoy con confianza y coraje y para ir adelante con esperanza. Por eso, nosotros cristianos vamos a encontrar al Señor el domingo en la celebración eucarística. (Papa Francisco, Audiencia general del 13 de diciembre de 2017)

Podríamos decir con el Papa Francisco, el domingo, es domingo de la Esperanza, Día del Señor para renovar nuestra profesión de fe, renovar y ordenar  nuestras aspiraciones de anhelar y vivir las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Domingo para renovarnos interiormente, participando en el encuentro con los hermanos, en la mesa del Banquete Eucarístico  y en la mesa del la comida servida del Cuerpo y Sangre del Señor, de la comida que El nos sirve para transformarnos en servidores de la comunidad, de nuestras familias, de los pequeños y últimos, servidores de la concordia, del perdón, servidores de la reconciliación; hoy es fiesta dominguera del descanso, la oración y comunión.  El domingo de  Resurrección es día de la alegría y de renovación de nuestra confianza en Quien nos afianza en el camino de la vida.

Del libro del profeta Jeremías: 17, 5-8: Esto dice el Señor: Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo (caraguatá, planta de hojas largas, espinosas, aunque las frutas redondeadas, amarillas y su cáscara es brillante pero su sabor es ácido) en la estepa, tierra seca,  que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en la acidez de desierto,  en una tierra salobre e inhabitable. Los que confían en el hombre y se apartan de Dios vivirán disgustados y salobres, ácidos y secos. Hoy se escucha mucho de personas, que tienen y dicen tener su personal de confianza, que crean en su entorno cargos de confianza. El es de mi confianza, apuestan todo por la confiable lealtad de su entorno, y que no siempre son leales ni de confianza como esperan. Los confianzudos son defraudados, pero también están los que no confían en nadie, sospechan de todos  y esperan que se les confíe a ellos. Los desconfiados crónicos. A los confianzudos y desconfiados nos dice la escritura, de poner primero siempre y antes que nada y nadie, solamente  a Dios  como merecedor de nuestra total confianza, el  único que no defrauda y no traiciona. Confianza en El que también nos inspira y alienta a tener confianza en unos y otros, para crecer en la confianza mutua, de unos y otros, para evitar desconfianzas y discordias de unos contra otros. La comunidad de permanentes desconfianzas y sospechas mata el amor recíproco.

Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces;

Para ser plantado, es necesaria una tierra bañada por las aguas, pues de otro modo se secaría; y por eso dice: que está plantado a las corrientes de las aguas, es decir, junto a las corrientes de las gracias: “El que cree en mí… de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7). Y quien tenga sus raíces junto a esta agua fructificará haciendo buenas obras; y esto es lo que sigue: el cual dará su fruto. “Pero el fruto del espíritu es caridad, alegría, paz, y paciencia, generosidad, bondad, fidelidad”, (Gal 5). (…) Y no se seca. Por el contrario, se conserva. Ciertos árboles se conservan en su substancia, pero no en sus hojas, pero otros se conservan también en sus hojas: así también los justos, (…) no serán abandonados por Dios ni siquiera en las obras más pequeñas y exteriores. “Pero los justos germinarán como una hoja verde” (Pr 11)

El Ev. de Lc. 6,17, de la bienaventuranzas, nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o en el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1723).

Jesús declara bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos, a los perseguidos; y  amonesta (reta) a los ricos, saciados, que ríen y son aclamados por la gente. La razón de esta bienaventuranza, contradictoria, demuestra  que Dios está cerca de los que sufren e interviene para liberarlos de su esclavitud; Jesús lo ve, ya ve la bienaventuranza más allá de la realidad negativa. Y lo mismo, el “¡ay de ustedes!”, dirigido a quienes hoy se divierten, les sirve para despertarlos” del peligroso engaño del egoísmo y abrirlos a la lógica del amor, mientras estén a tiempo de hacerlo. (Papa Francisco)

La página del Evangelio de hoy nos invita, a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. (Papa Francisco)

Queridos hermanos y hermanas, este es el camino de la santidad, y es el mismo camino de la felicidad. Es el camino que ha recorrido Jesús, es más, es Él mismo se hizo camino: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser mansos, confiados y confiables, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia.

Así han hecho los santos, que nos han precedido en la patria celestial. Decía Ma. Felicia de Jesús Sacramentado (Chiquitunga): Que mi vocación principalísima como criatura humana, sea alabarte, más y más, por siempre. Abrazarme con esa llama inextinguible de su caridad y allí dejarme llevar.

Los Santos nos acompañan en nuestra peregrinación terrena, nos animan peregrinar en la esperanza. Que su intercesión nos ayude a caminar en la vía de Jesús, y obtener la bienaventuranza. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos. (1 Cor. 15,12)

 

Adalberto Card. Martínez Flores

16 febrero del 2025