SANTA MISA
HOMILÍA
DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES Y FIESTA DE LA ENCARNACIÓN
IGLESIA LA ENCARNACIÓN
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy celebramos el Domingo Mundial de las Misiones, y en nuestra comunidad coincide con la fiesta patronal de la Encarnación, ese misterio inmenso en el que Dios tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna (Jn 3,16).
En el seno purísimo de la Virgen María, el Verbo eterno se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14): el amor invisible de Dios se hizo visible, se volvió cercanía y ternura. El amor encarnado vive entre nosotros, continúa actuando en la historia y se manifiesta en los gestos de misericordia, justicia y servicio de quienes viven el Evangelio con fidelidad.
Como dice san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder; pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38). El diablo, cuyo nombre significa divisor, dispersa y desintegra: rompe la comunión entre Dios y el ser humano, siembra miedo, odio, injusticia y desprecio.
Si todos los seres humanos formamos parte del mismo cuerpo social, de la gran familia de Dios en la tierra, toda violencia, todo desprecio, toda exclusión es un fratricidio, una herida no solamente en el mundo, sino en el cuerpo social, en el corazón mismo de la humanidad.
Jesús vino a romper las cadenas que esclavizan al corazón humano: el egoísmo, el miedo, el pecado y toda forma de opresión que degrada la dignidad del hombre. Su palabra y sus gestos liberaron al ser humano de todo lo que lo aparta del amor del Padre.
Con sus manos abiertas y llagadas, ofreció perdón y esperanza, mostrando que solo el amor vence al mal y restaura en nosotros la imagen de Dios. Como proclama el Salmo 120 (121): “El Señor es quien protege y libera, quien cuida la vida de su pueblo y guarda nuestras entradas y salidas, ahora y por siempre.” Esa certeza del amor providente de Dios sostiene nuestra fe y nos impulsa a anunciar su consuelo y su fidelidad en medio del mundo.
Hoy la Iglesia universal se alegra con la canonización de siete nuevos santos, hombres y mujeres que, en contextos y culturas diversas, hicieron de su vida una respuesta al amor de Dios y una opción por los pobres. Llevaron la Buena Noticia en medio de dificultades, persecuciones y limitaciones, pero con un corazón encendido de esperanza.
El hilo conductor de sus vidas fue el mismo que une a todos los santos: el amor encarnado de Cristo, que se hace servicio, compasión y entrega. Nos enseñan que la santidad no es un privilegio, sino una vocación abierta a todos los bautizados, y que la misión comienza cuando el amor vence el miedo y se transforma en servicio.
La beata María Felicia de Jesús Sacramentado (“Chiquitunga”) vivió en Paraguay esa misma pasión por el Evangelio. Desde su compromiso como adolescente, joven militante de la Acción Católica y luego como religiosa carmelita descalza, hizo de su vida un acto misionero de amor y servicio.
Ella decía: “Hay que fermentar el mundo con el espíritu de Cristo”, y con esa convicción puso sus manos en el arado del sembrador, viviendo el Evangelio en cada sonrisa, en cada servicio y en cada oración ofrecida por los demás.
Su vida fue como un brote de fragancia del amor de Cristo que ha inundado el Paraguay y el mundo, testimonio de que la misión florece también en lo pequeño, en lo cotidiano y en lo oculto.
En este día recordamos también a Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), patrona universal de las misiones, quien, desde el silencio del Carmelo, comprendió que la oración y el amor son el corazón de toda misión.
Ella ofrecía cada sacrificio, cada silencio y cada acto de humildad como semilla misionera, convencida de que la fecundidad del Evangelio nace de la unión con Cristo.
Por eso, su espiritualidad sigue inspirando a miles de evangelizadores que sirven en las periferias del mundo, sostenidos por la oración silenciosa de tantos hermanos.
La misión de la Iglesia se alimenta de la oración. Antes de hablar de Dios a los hombres, el misionero habla de los hombres a Dios. De esa oración constante nace la fuerza para sembrar la Buena Noticia y no desanimarse ante las dificultades.
La primera lectura nos ofrece la imagen de Moisés con las manos en alto, sostenido por Aarón y Jur, mientras el pueblo combate contra los amalecitas. Mientras Moisés mantiene los brazos levantados, Israel vence; cuando los baja, el enemigo domina.
Esta escena nos enseña que la oración sostiene la lucha del pueblo de Dios, que la intercesión de los justos mantiene en pie a la comunidad, y que cuando oramos unos por otros, la esperanza se renueva y la fe no decae.
El Evangelio de hoy (Lc 18,1-8) nos presenta la parábola del juez injusto y la viuda insistente. Una mujer sencilla, sin poder ni influencias, persevera hasta obtener justicia.
Jesús nos enseña que Dios no es como ese juez, porque Él escucha el clamor de sus hijos día y noche y hace justicia sin tardar.
También hoy encontramos jueces injustos, decisiones torcidas, corrupciones y engaños, balanzas de Astrea que se inclinan hacia intereses personales o de poder.
Pero la oración insistente, como la de aquella mujer, toca el corazón humano y puede moverlo hacia la conversión, modelándolo según la justicia, la verdad y la misericordia de Dios.
Así, la oración no solo cambia las circunstancias, sino que transforma los corazones y devuelve la esperanza a los pueblos. Jesús termina el Evangelio con una pregunta que nos interpela profundamente: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”
Esa pregunta nos invita a mantener viva la fe, a no cansarnos de orar y a confiar en la fuerza de la oración que transforma el mundo.
La oración sostiene la misión, nos mantiene unidos a Dios y nos hace perseverar cuando el cansancio o la indiferencia amenazan con apagar el ardor misionero. Por eso, la misión no se lleva a solas, sino en comunión, con la oración del pueblo y el apoyo de quienes colaboran.
Hoy recordamos también que la misión se sostiene con el corazón y con las manos: con la oración y con la ayuda concreta.
En este Domingo Mundial de las Misiones, la Iglesia realiza una colecta universal para sostener a los misioneros que sirven en las periferias geográficas y existenciales del mundo, y también en las zonas más necesitadas de nuestro propio país.
Cada ofrenda, por pequeña que sea, es una semilla de amor que se multiplica en vida, esperanza y evangelización.
Finalmente, invitamos a todos a orar con alegría por nuestros misioneros y misioneras, tanto en Paraguay como fuera del país. Que el Señor los fortalezca en su entrega, los sostenga en las pruebas y les conceda siempre la dicha de sembrar la buena semilla del Reino en las periferias geográficas y existenciales del mundo. También nosotros, desde nuestra oración y solidaridad, somos parte de esa gran siembra del Evangelio. Amén
Oración a la Virgen de la Encarnación
Virgen de la Encarnación, Madre del Verbo hecho carne, tú que creíste en la Palabra de Dios y la acogiste con humilde disponibilidad, enséñanos también a escuchar y cumplir su voluntad.
Tú que ofreciste tu vida al servicio del plan de Dios y diste al mundo al Salvador, haznos discípulos y misioneros de tu Hijo, testigos alegres de su amor en medio de los pueblos.
Sostén a quienes anuncian el Evangelio en los caminos del mundo, fortalece a los que siembran la paz y la justicia, y abre nuestros corazones para que, como tú, sepamos decir cada día: “Hágase en mí según tu palabra.”
A ti confiamos nuestra Iglesia, nuestras familias, nuestros jóvenes y nuestros misioneros. Haz que en nosotros el amor de Cristo se encarne en obras de fe, esperanza y caridad.
Asunción, octubre de 2025
+ Adalberto Card. Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano
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