SANTA MISA
HOMILÍA
Cuarto día del Novenario
Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé
1. Queridos hermanos obispos, presbíteros, diáconos, religiosas, religiosos, y fieles todos en el
Señor: ¡La paz y la gracia de Cristo esté con ustedes! Con profunda alegría nos reunimos hoy en
el contexto de este Año Jubilar, un tiempo de gracia que nos llama a renovar nuestra fe y a
comprometernos de forma más radical con el Evangelio. Como todos los años nos reunimos aquí
en esta Basílica, Casa de Nuestra Madre, “Tupasy Caacupe” signo vivo de la fe sencilla y fuerte
del pueblo paraguayo, donde tantas generaciones han venido a presentar sus luchas, gozos y
esperanzas. En este novenario de reflexión, el Espíritu Santo nos impulsa a contemplar un pilar
esencial para la vida de nuestra nación: el Bien Común. A la luz de las palabras de Jesús, “Denles
ustedes de comer” (Mt 14,16), reconocemos que el Señor nos invita a hacernos responsables de
la vida de los demás, especialmente de los más frágiles. En este horizonte, el tema que hoy
corresponde meditar es la construcción de la fraternidad, con la perícopa bíblica – ámense los
unos a los otros- actitud indispensable para tejer una sociedad reconciliada, justa y solidaria, y
para renovar la misión de la Iglesia en Paraguay.
2. El Bien Común, piedra angular de la Doctrina Social de la Iglesia, no es una idea abstracta ni
un principio meramente jurídico. Es la expresión concreta de la preocupación de la Iglesia por el
bienestar integral de las personas y de la sociedad en su conjunto. Exige que centremos nuestra
mirada en la dignidad inherente de cada persona, buscando construir una sociedad justa,
solidaria y orientada hacia el bien de todos, sin exclusiones. El Papa Benedicto XVI, en Caritas
in veritate n. 7, nos recuerda con profunda claridad que «se ama al prójimo tanto más eficazmente
cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales». El
amor cristiano, encarnado en estructuras sociales justas, se convierte así en camino de
transformación y de auténtico progreso humano.
3. Para que este Bien Común florezca en Paraguay, es indispensable construir la fraternidad.
Nuestra fe nos enseña que el amor mutuo no es opcional, el amor recíproco y comunitario es la
marca inconfundible de los seguidores de Cristo y el fundamento de la misión. La misión solo es
posible donde hay comunión; sin el amor mutuo, la Iglesia no puede anunciar con eficacia el
Evangelio. Allí donde no hay auténtica comunión de amor, la misión se debilita y pierde
credibilidad. La Sagrada Escritura nos muestra, en el fratricidio cometido por Caín, cómo la
negación del hermano destruye la convivencia y oscurece la relación con Dios. Toda forma de
fratricidio, sea física, moral o social, atenta contra el bien que nos sostiene y que nos permite
invocar a Dios como “Abba”, Padre, porque somos sus hijos y, por tanto, hermanos entre nosotros.
4. Mirando a la Iglesia primitiva, como nos relatan los Hechos de los Apóstoles, vemos un modelo:
la comunidad vivía en profunda conexión y unidad (koinonía). Compartían todo lo que tenían,
distribuyéndolo según las necesidades de cada uno. Esta comunión no era solamente espiritual,
sino social y práctica. El resultado de esa unidad y generosidad era una profunda alegría,
ganándose el favor de la sociedad. Esta experiencia de la Iglesia primitiva se traduce hoy en la
solidaridad como consecuencia de la comunión.
5. ¿Cómo podemos construir la fraternidad entre nosotros, miembros del clero: obispos,
presbíteros y diáconos? La fraternidad constituye uno de los tesoros más preciosos del ministerio
ordenado. Los seres humanos necesitamos vínculos profundos fomentar amistades profundas
para tener un sano desarrollo, y también nosotros, como sacerdotes o consagrados, estamos
llamados a cultivar relaciones auténticas en la vocación de vida a la que el Señor nos ha confiado.
6. La Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis recuerda que la formación continua del
clérigo debe favorecer un “clima fraterno” que sostenga su madurez humana y espiritual, y
subraya que el presbítero está llamado a vivir la caridad pastoral en comunión con sus hermanos
(cf. RFIS 88). Fomentar una relación fraterna en la vida sacerdotal y consagrada es un desafío
constante, porque no basta con estar rodeados de personas; se trata de cultivar relaciones
auténticas, basadas en la confianza, el respeto y el acompañamiento mutuo. La Ratio
Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis recuerda que “el crecimiento humano, en su madurez
afectiva y relacional, es condición indispensable para el ejercicio responsable del ministerio”
(RFIS, n. 69-70).
7. ¿Cómo cooperar para que la fraternidad en el Paraguay sea una realidad? Mirar nuestro
país en su conjunto nos invita a reconocer y nombrar aquellas realidades que contradicen la
fraternidad. No podemos permanecer indiferentes ante la pobreza extrema, el hacinamiento en las
penitenciarías, los indígenas que deambulan las calles y piden limosnas en los semáforos, la
violencia en sus distintas facetas, los abusos de poder, de conciencia y de menores. El narcotráfico,
la trata de personas, las divisiones y polarizaciones que fragmentan nuestro tejido social. Son
realidades que nos duelen y nos llaman a acciones concretas. Ante esta realidad creo que son
importantes la actitud de la conversión, el espíritu de servicio, el diálogo social y la sinodalidad.
8. La conversión. El sacerdote está llamado a anunciar el evangelio y a levantar su voz frente a
estas situaciones, pero su contribución más profunda consiste en ir a la raíz: transformar los
corazones de quienes provocan el mal. Aunque la realidad a veces parezca dominar por la
injusticia, los profetas nos recuerdan que Dios actúa en la historia, obrando para salvar y liberar
al hombre hasta lo más profundo de su ser. La tarea del ministro consiste en acompañar a las
personas hacia esa conversión, ofreciendo un testimonio creíble de la justicia y la misericordia de
Dios, y sosteniendo con esperanza al pueblo frente a las dificultades. La Iglesia necesita de
pastores que traten bien a todos, especialmente a los pobres. La sociedad necesita de autoridades
honestas que trabajen por el bien de todos. Estos requieren conversión. Como decía la Madre
Teresa: “Si quieres cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo primero”. El mundo no necesita
únicamente personas que señalen defectos o problemas, sino hombres y mujeres cuya vida esté
transformada por la misericordia de Dios.
9. El servicio. El pueblo al que servimos no espera de sus sacerdotes perfección, sino cercanía.
Servir significa caminar con ellos, reír con ellos, llorar con ellos. A veces ellos te llevarán a Dios;
otras veces tú los llevarás a Él. Como pastor, no vas delante para dominar ni detrás para observar,
sino en medio, como hermano, como padre, como amigo del alma y no te olvides nunca que: Un
sacerdote que no escucha, no podrá hablar al corazón. Un sacerdote que no se arrodilla, no podrá
levantar a los caídos. El sacerdote no debe esperar detrás de las puertas de un templo. Cristo
camina. El sacerdote también debe caminar hacia los alejados, heridos, rotos, los olvidados y
abandonados. El Papa León lo expresó con claridad: “Como Jesús, las personas que el Padre
pone en su camino son de carne y hueso. A ellas conságrense, sin separarse, sin aislarse, sin
convertir el don recibido en una especie de privilegio.” Y el Papa Francisco lo ha recordado
muchas veces: la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión y encierra al pastor en sí mismo.
La cima del amor sacerdotal se manifiesta en la entrega de la vida, en la disponibilidad a no poner
límites a la donación cotidiana. Todo cristiano —y de modo particular el sacerdote— está llamado
a ser pan partido y sangre derramada por amor, para que otros tengan vida en abundancia.
10. El Diálogo Social: En la encíclica “Fratelli Tutti”, el diálogo social es un elemento esencial
para construir la fraternidad y la amistad social. Se define como un proceso que implica la
capacidad de respetar los puntos de vista de los demás, aceptar la posibilidad de que contengan
convicciones o intereses legítimos, y buscar soluciones creativas para el bien común, superando
divisiones y polarización. Es la vía para lograr una reconciliación y construir un mundo más
justo, humano y pacífico, reconociendo que todos somos hermanos y hermanas,
independientemente de nuestras diferencias. Jajotopa, ñañomongueta, ñañopytyvo jajapo hagua
ipora vaéra en el barrio, en el vecindario, en las iglesias
11. La Sinodalidad. En el seno de la Iglesia, sinodalidad significa construir la comunión.
Implica que todos tenemos la misma dignidad de hijos de Dios y caminamos unidos; para cultivar
y fortalecer la comunión. Es reconocer que todos, sin excepción, compartimos la misma dignidad
de hijos e hijas de Dios y que, por tanto, estamos llamados a caminar juntos, escuchándonos
mutuamente y discerniendo en comunidad la voluntad del Señor. Vivir la sinodalidad es aprender
a hacer espacio al otro, a valorar su palabra y su experiencia de fe. Es permitir que el Espíritu
Santo hable a través de la diversidad de carismas y vocaciones, construyendo así una Iglesia donde
cada uno se sienta parte activa del Cuerpo de Cristo. Pero esta actitud no se limita a la vida eclesial.
La sinodalidad también inspira nuestra presencia en la sociedad: nos impulsa a promover una
cultura del encuentro, del diálogo y de la corresponsabilidad; a derribar muros de indiferencia y
construir puentes de solidaridad. Cuando cristianos y comunidades viven esa lógica del “caminar
juntos”, se convierten en un signo luminoso para el mundo.
12. Hermanos y hermanas, el Paraguay es de todos y todos estamos llamados a cooperar para
que haya condiciones que dignifiquen a la persona. Este enfoque integral se basa en el
compromiso por construir una sociedad justa y solidaria. Si el amor no tiene límites y si la amistad
con Cristo nos lleva a la entrega, entonces podemos tener la certeza de que nuestra tarea de buscar
un fruto que perdure es posible. Nos encomendamos a la Virgen de los Milagros de Caacupe. Ella,
como buena Madre, nos cuide en el camino y nos regale la gracia de la fraternidad. Amigos
sacerdotes al regresar a sus respectivas comunidades sean misioneros del amor, del perdón y la
esperanza. Tengamos presente que, al recibir el Cuerpo de Cristo, los cristianos nos hacemos uno
con Él y, por extensión, con todos los demás, lo que nos impulsa a vivir en solidaridad y servicio para el bienestar de la comunidad.
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