LA CONVERSIÓN A CRISTO, ESPERANZA PARA LAS FAMILIAS

Hermanas y hermanos en Cristo,

Querida familia:

Las lecturas de este domingo nos hablan de familia, porque estamos celebrando la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, en el contexto de la apertura del Jubileo de la Esperanza, que marcará profundamente la vida de la Iglesia durante todo el año 2025 y, deseamos vivamente, produzca abundantes frutos de conversión.

La revelación nos habla de Dios como Padre, de Jesucristo como Hijo único de Dios y de los cristianos como hijos adoptivos de Dios. Los rasgos más hermosos y plenos del padre y de la madre: su amor generoso, desinteresado, su capacidad de donación, su fecundidad, su dedicación a los hijos, su deseo ardiente de que crezcan sanos y sean felices, éstos y otros rasgos resaltan en Dios. Igualmente brillan en el Hijo de Dios el cariño y la obediencia filial, el agradecimiento, el querer y buscar lo que le agrada al Padre, la intimidad y la absoluta confianza con el Padre. El cristiano es hijo en el Hijo, y por eso, el Padre sólo reconoce como hijos aquellos que han encarnado los mismos rasgos filiales de Jesucristo, su Hijo. San Juan ante esta realidad de la familia divina exclama: «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (Segunda lectura).

La fiesta de la familia de Nazaret se sitúa en el contexto de la Navidad, de la encarnación del Hijo de Dios, del hacerse carne la Palabra eterna de Dios que viene a habitar entre nosotros. La encarnación quiere decir que Jesús, nacido de la Virgen María, casada con José, adopta el proceso normal de cualquier criatura de su tiempo. Y quiere decir también que nace y crece en el seno de una familia en la que irá avanzando en edad, en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres.

Son muchos años los que Jesús pasa en Nazaret, ocultos a los ojos del mundo, pero muy presentes ante el Padre. Lo que Jesús vivirá y proclamará en los breves años de su vida «pública» se ha ido gestando y madurando en la vida oculta de la familia y el pueblo de Nazaret. De la experiencia humana de la vida de Jesús, familia, trabajo, oración, educación, amistades, celebraciones, se nutren sus enseñanzas plasmadas en los evangelios y que nos llegan tan profundamente en el corazón, porque son experiencias y vivencias que a nosotros también nos toca vivir en el día a día de nuestra existencia.

Así también ocurre con nuestras familias y lo que somos cada uno de nosotros. Podemos encontrar en el estilo de Jesús y de la familia de Nazaret una inspiración para renovar y mejorar nuestra convivencia: afirmar el valor gozoso y positivo de la vida familiar como lugar del amor incondicional, como ámbito del respeto y la libertad, la exigencia y la responsabilidad.

Jesús crecía «en estatura». Como nosotros. Para ello basta que pasen los años de desarrollo dentro de unas condiciones mínimas de subsistencia. Para muchos millones de niños estas condiciones mínimas no se dan, y tienen que pagar con su muerte prematura los egoísmos inconfesables de la humanidad; egoísmo al que todos contribuimos en mayor o menor medida. Queremos que en el mundo haya justicia, pan para todos. ¿Es posible la justicia sin compartir, sin solidaridad, sin fraternidad, para que llegue a todos el alimento suficiente y los bienes indispensables para una vida digna? 

Jesús crecía «en gracia»; crecía en el amor y el amor hacia dentro, hacia el Padre, y el amor hacia afuera, hacia el prójimo. Nosotros encontramos muchas dificultades para el desarrollo del amor dentro de nosotros mismos y en el ambiente que nos rodea. Cada una de nuestras familias debería ser un lugar de crecimiento. Lo mismo cada una de nuestras comunidades. Nunca termina este crecimiento en el amor, que es diálogo, solidaridad, perdón, ayuda mutua.

Normalmente, el hijo aprende lo que la familia vive. No se puede dar lo que no se tiene.  Ser padres es contagiar, día a día, en la convivencia cotidiana, lo que se valora, lo que se vive. En la familia no sólo se heredan los rasgos físicos. Se hereda también los rasgos espirituales. La familia es el lugar privilegiado para la educación en la justicia y en el amor, en la libertad y en la verdad, en la paz. La familia es el lugar único y privilegiado para defender, promover y transmitir la vida. Desde hace algunos años, también en Paraguay existen preocupantes disminuciones de la natalidad y la vida misma por nacer cada más amenazada y desprotegida. 

En el Decreto de Convocatoria al Jubileo Ordinario 2025 “la esperanza no defrauda” el Papa Francisco nos dice (n.9): La apertura a la vida con una maternidad y paternidad responsables es el proyecto que el Creador ha inscrito en el corazón y en el cuerpo de los hombres y las mujeres, una misión que el Señor confía a los esposos y a su amor. Es urgente que, además del compromiso legislativo de los estados, haya un apoyo convencido por parte de las comunidades creyentes y de la comunidad civil tanto en su conjunto como en cada uno de sus miembros, porque el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de su amor, da una perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza. Los hijos son la esperanzadora primavera de la Iglesia.

(Documento final del Sínodo 2024-35) El seno de la familia, que con el Concilio «podría llamarse Iglesia doméstica» (LG 11), donde se experimenta la riqueza de las relaciones entre personas unidas en su diversidad de carácter, edad y función. Por eso las familias son un lugar privilegiado para aprender y experimentar las prácticas esenciales de una Iglesia sinodal. A pesar de las fracturas y el sufrimiento que experimentan las familias, siguen siendo lugares donde aprendemos a intercambiar el don del amor, la confianza, el perdón, la reconciliación y la comprensión.

Sin familias cohesionadas y virtuosas, no podemos esperar una iglesia y sociedad cohesionada y virtuosa. Por eso, es necesario insistir en que se dé cumplimiento al mandato constitucional de que, siendo el fundamento de la sociedad, la familia debe ser promovida y protegida integralmente. (Cfr. Constitución Nacional, Art. 49).

Este mandato constitucional debe traducirse en políticas públicas, fruto del diálogo y el consenso social, que favorezcan la cohesión familiar con oportunidades para una vida digna y plena. Que velen por la protección social desde las familias. En primer lugar, una protección integral a la vida en todas sus etapas, desde la concepción; el acceso universal y gratuito a la salud; oportunidades de educación de calidad que formen personas con valores, virtudes y capacidades para su desarrollo humano integral; generación de empleo formal y condiciones para el emprendedurismo; políticas de acceso a viviendas dignas y saneamiento…en definitiva, políticas públicas que hagan posible que las personas y las familias tengan oportunidades de ser feliz en su propia tierra, ya sea en la ciudad, ya sea en el campo.

La migración es un derecho, pero no puede ser el resultado de situaciones forzadas como la expulsión del campo a la ciudad o la emigración al extranjero porque aquí en nuestro país no tienen las condiciones ni las oportunidades para el arraigo. La migración forzada en muchos casos desestructura la familia y es causa de separaciones y rupturas, con gran dolor para sus miembros, sobre todo para los hijos. Por otro lado los migrantes siendo siguen parte de la familia de la nación con sus derechos y obligaciones. No deberían ser considerados ciudadanos excluidos.

Es necesario también tomar muy en serio la salud mental, como política pública. Crecen los casos de violencia intrafamiliar que, muchas veces, terminan en feminicidios, en suicidios, que aumentan suicidios cada vez más de niños y jóvenes, en drogodependencias, en abandono y descarte de los más débiles, como los ancianos y discapacitados, en tratas y desapariciones de personas. 

Decíamos que el jubileo de la esperanza que hoy iniciamos debe ser una oportunidad para una profunda conversión del corazón. Volver a un encuentro personal con Cristo, que no puede dejar las cosas como están, porque el encuentro con la persona de Cristo implica un nuevo horizonte de vida que le da una orientación decisiva, como expresaba Benedicto XVI.

La Iglesia sirve al amor, «del que Dios nos colma y que nosotros debemos comunicar a los demás», a través de tres actividades básicas: la proclamación del evangelio, la celebración de los sacramentos y el servicio de la caridad. El amor, la caridad cristiana, es inseparable de la justicia.

Con el lema: “Peregrinos de Esperanza”, el Jubileo que iniciamos formalmente hoy en la arquidiócesis con esta peregrinación, espera que sea una oportunidad para el año 2025 que comenzamos, para reavivar la esperanza, renovarse espiritual y moralmente, y convertirnos más profundamente.

Encomendamos estas intenciones a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, modelo de esperanza, fe y caridad.

 

Asunción, 29 de diciembre de 2024.

 

+ Adalberto Card. Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción