LA SANTIDAD ES POSIBLE Y NECESARIA

Hermanas y hermanos en el Señor:

Venimos en peregrinación a Ybycuí cada 4 de julio para recordar el nacimiento a la vida eterna del Siervo de Dios, P. Julio César Duarte Ortellado. Peregrinación que lo hacemos con todos los obispos, el clero, religiosos, religiosas y fieles laicos del Paraguay. Nuestro espíritu se llena de alegría, no solo porque nos envuelve el bellísimo paisaje de esta comarca, sino también porque se nutre del testimonio y la aureola de santidad que se respira ante su tumba, que guarda sus preciosas reliquias.

Las lecturas que nos propone la liturgia hablan de la confianza en el poder de Dios, en su infinita misericordia, que no abandona al hombre justo y no abandona a su Iglesia en medio de la tempestad, aunque parezca dormido o permanezca en silencio.

La misericordia de Dios salva. Lo escuchamos en el pasaje del libro del Génesis, en el salmo y, sobre todo. en el evangelio. En todos los casos, el justo invoca a Dios, pidiendo salvación; primero Lot, que dice: tu siervo ha gozado de tu protección y me has tratado con gran misericordia, conservándome la vida… permíteme que me refugie para salvar mi vida. En ese mismo sentido se manifiesta el salmista: no me castigues…sálvame y ten piedad de mí. En tanto que los discípulos imploran a Jesús: Señor, sálvanos, que nos hundimos.

La tempestad es para Mateo un símbolo de las dificultades con las que se encuentra el discípulo y la misma Iglesia. Ésta es la razón por la que Mateo ha situado este relato inmediatamente después de dos breves escenas en las que Jesús revela a sus discípulos con toda claridad cuáles son las exigencias del seguimiento (Mt 8,18-22). Seguir a Jesús supone afrontar una existencia insegura y llena de adversidades, y los discípulos pierden confianza. Cuando el miedo se hace irresistible, los discípulos, asustados, despiertan a Jesús (Mt 8,25). Se dirigen a él con un grito: «Señor, sálvanos, que perecemos». La invocación «Señor» señala la fe de los que hablan. El grito de «sálvanos» es una petición de ayuda de esa Iglesia que se ve enfrentada con la prueba. Con esta expresión, que todo creyente puede repetir en cualquier momento de su vida, se inicia un diálogo de Jesús con sus seguidores.

Lo propio del discípulo debe ser la fe, la confianza y la valentía de fiarse del poder de Dios que está por encima de la bravura del mar. Así este milagro afirma que Dios está presente, particularmente en y a través de Jesús, con todo su poder de victoria sobre la muerte y los peligros mortales. Es la convicción profunda que deben tener los discípulos de Jesús y la Iglesia misma.

A través de esta narración, Mateo enseña a los discípulos de todos los tiempos que seguir a Jesús no es una empresa fácil. Habrá tormentas en la Iglesia y no se sentirá la fuerza del Señor porque aparenta estar dormido, pero, sin embargo, él está esperando nuestro grito; nuestra fe sabrá despertarle.

El misterio de la llamada divina nos invita a dejarnos guiar por un amor puro, absoluto, total, para el que nada es demasiado exigente; un amor que no se detiene ni siquiera ante las incomprensiones; más aún, que se refuerza y se vuelve más profundo precisamente en las dificultades.

La santidad tiene que ver con hombres y mujeres de fe que han sabido expresar en su vida el amor a Dios y el amor al prójimo. Personas como nosotros, con sus virtudes y sus debilidades, pero que vivieron según el espíritu de las bienaventuranzas.

Una de esas personas ha sido el Siervo de Dios, P. Julio César Duarte Ortellado, cuyo aniversario de nacimiento a la vida eterna recordamos hoy. En efecto, en la madrugada del 4 de julio de 1943, el P. Duarte Ortellado fue llamado a la Casa del Padre Celestial. Pasaron 80 años de aquel día, pero su presencia trasciende el espacio y el tiempo para darnos el ejemplo de que la santidad no solo es posible, sino que es necesario que todo cristiano, por el bautismo recibido, se esfuercen por ser santos. La Iglesia y la sociedad necesitan vidas ejemplares, testimonios de vida santa, de los discípulos de Cristo. Todos estamos llamados a la vocación de la santidad.

La vida y las obras del P. Julio César nos muestran el camino del discípulo que da testimonio de su fe con obras, con una fe operante, traducida en caridad, solidaridad, fraternidad, para la promoción de los más necesitados.

San Juan de la Cruz expresó: en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados por el amor. Jesús se identifica con los pobres: tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, preso, sin casa y fuiste solidario, fraterno, caritativo conmigo y luchaste por mis derechos… Si hemos actuado conforme al espíritu de las bienaventuranzas, Como el P. Julio César, el día del Juicio Final el Señor nos dirá: vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo… porque cada vez que fueron caritativos y solidarios con los pobres y necesitados, con algunos de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron (cfr. Mt 25,31-46).

Hoy, como en tiempos del P. Julio César, Jesucristo nos sigue interpelando en los pobres, en los vulnerables, en los necesitados.

¿Qué haría hoy el P. Duarte Ortellado? Es una pregunta muy pertinente, porque de eso se trata la vida de los santos. Son vidas ejemplares a través de quienes podemos ver que la santidad es posible para nuestra propia vida como cristianos, como discípulos de Cristo.

Me permito compartir un escrito que nos puede ayudar a responder esta pregunta. (Autores: Lorenzo Torres/Hno. J. Miguel Villaverde, SSP).

En los momentos más duros, Dios suscita hombres y mujeres de bien, cuya vida y mensaje traspasan las barreras del tiempo. La santidad de Dios en sus servidores, nos impulsa a la reflexión, a tratar de imaginar lo que harían hoy, ya que ellos respondieron con generosidad al llamado en su tiempo, en su contexto, en el lugar donde Dios los quería, allí mismo.

Así se presenta ante nosotros la figura del Siervo de Dios, Padre Julio César Duarte Ortellado, sacerdote e hijo de nuestras tierras paraguayas. El Pa’i Julio César fue un hombre virtuoso, tanto en su dimensión humana como en su ministerio sacerdotal y su apostolado entre su pueblo. En la dimensión humana, este hombre de Dios tenía un carácter firme, modesto, prudente, paciente, optimista y patriota.

En su ministerio sacerdotal, estaba favorecido por la gracia divina con un temperamento profundamente místico, amor y devoción a la eucaristía y profunda veneración a la Santísima Virgen María. Decía a su amada madre: “De nada me servirá ser sabio y predicar bien y ser aplaudido por la gente, si no soy santo. El sacerdote, madre mía, es y debe ser otro Cristo”.

Así, viviendo completamente su humanidad y ministerialidad, ejerció su apostolado consciente de las necesidades de su tiempo en un momento en que había que comprometerse fuertemente para hacer resurgir la Patria desde los escombros. En su gran generosidad, lo vemos confesando, visitando enfermos, llevando adelante numerosas iniciativas en favor de la promoción humana y religiosa de su sociedad. Así, lo vemos también al frente de la construcción del hospital de Ybycuí, plasmando en ello una fuerte dedicación a los enfermos, entre los que supo reconocer el rostro de Cristo sufriente.

En un contexto como el actual, sin duda necesitamos de hombres de Dios como el Pa’i Julio, con la mirada fija en Cristo, amar como Él, ayudar como Él, dar como Él y servir como Él. El Siervo de Dios comprendió y vivió a cabalidad las bienaventuranzas del Señor, las que vivió radicalmente como hombre, como paraguayo, como sacerdote según el corazón de Cristo.

En una carta escrita -el 13 de julio de 1927- desde Roma a su papá, hace esta declaración: “Lo poco que tengo será para mis hermanos. Partiré mi pan, cortaré mi ropa, más aún, moriré de hambre y me quedaré sin manta, si ellos se encuentran en la miseria. Pero, sobre todo, les daré el alma, les daré la vida, la vida que no muere”.

Partiendo de su ejemplo, preguntémonos nosotros: ¿Qué haría el Pa’i Julio en este tiempo y ante los desafíos de la Iglesia y del país?

Es una pregunta abierta que nos interpela a todos y que necesitamos discernir y asumir como Iglesia. El proceso sinodal y el modo de ser Iglesia sinodal que nos propone el Papa Francisco se constituyen en una valiosa oportunidad para que, en nuestras comunidades cristianas, desde todos los ámbitos de nuestra evangelización, procuremos responder a esta pregunta y que la respuesta se traduzca en actitudes y acciones que nos permitan una renovación eclesial, la conversión pastoral, para ser una Iglesia en salida misionera hacia las periferias y que nuestra fe nos lleve a cambiar nuestros corazones, para ser instrumentos válidos del Reino de Dios, siendo sal, luz y fermento para la transformación social conforme a los valores del Evangelio.

Una respuesta que podemos adelantar es que, sin dudas, el P. Julio César Duarte Ortellado impulsaría hoy una pastoral de conjunto en la parroquia que, además del empeño por la vida de oración, por la catequesis, por la liturgia y los sacramentos, ponga manos a la obra para organizar la caridad en las comunidades de la parroquia, con una pastoral social bien estructurada, para servir mejor a la atención y promoción humana integral de los pobres; para él, la caridad no sería una tarea secundaria porque, como hombre eucarístico, sentía la necesidad, la exigencia, de salir al encuentro del prójimo y trabajar por su dignidad, por su bienestar y por su felicidad.

Que esta celebración eucarística nos motive a seguir preguntándonos: ¿Qué haría hoy el Siervo de Dios P. Julio César Ortellado? Encontraremos múltiples facetas de su vida personal y sacerdotal que nos inspiren y nos muevan a encontrar respuestas para una mayor fidelidad al Evangelio y al proyecto del Padre para nuestras propias vidas.

Que así sea.

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Asunción

Presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya