La fiesta de la Transfiguración recuerda el episodio en que Jesús vivió una experiencia muy profunda del sentido de su misión y unos discípulos fueron testigos. Vieron, con sus ojos, que está “conectado con Dios…”
Los textos de hoy justamente dicen: un “hijo de hombre”, en libro de Daniel, recibe “autoridad, poder y reino”; el salmo 96, un salmo del Reino, exalta la gloria del Señor y de su rey en la tierra; la segunda carta de Pedro recuerda la experiencia de los discípulos, así como cuenta el evangelista Marcos, la gloria de Dios está en la vida humana, humilde, sufriente del compañero y amigo Jesús.
El año jubilar fundamenta nuestra esperanza en la gloria de Dios, la resurrección de Jesús, la promesa del Reino. Nosotros nos agarramos a esas promesas que son más profundas que un optimismo natural, que las lógicas del desarrollo o las promesas de las ideologías políticas. Nuestra fe nos dice que Jesús resucitó, que está sentado a la derecha del Padre, que está con nosotros hasta el final de los tiempos, que nos da su Espíritu para vivir como él, del mismo amor, de la misma esperanza. Como dice Pedro: “Él recibió honor y gloria de parte de Dios el Padre cuando desde la majestuosa gloria se le dirigió aquella voz que dijo: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él». Nosotros mismos oímos esa voz que vino del cielo cuando estábamos con él en el monte santo.”
Quiero deshacer una posible trampa aquí. Alegrarnos por la “entrada en la gloria” nos pasa a nosotros también. Así celebramos la investidura de las autoridades civiles. El 15 de agosto, celebramos la asunción o el aniversario de la asunción del gobierno nacional y de muchas autoridades locales y departamentales. Recientemente, nos alegramos por los nuevos obispos ordenados. Hay algo en nosotros que se conmueve por ello. La misma profesión de fe entiende la exaltación de Jesús como que se reviste de un papel de intercesor, de Defensor, de “autoridad a nuestro favor”. A nuestras autoridades, aunque sea por un tiempito, también los vemos así, y esperamos que algo nos va a tocar.
La trampa está en esta “entrega” del pueblo en una confianza ingenua: jareko ñane mburuvicha guasu jajeko haguä hese. En la economía también: nos entregamos a un mercado que fabrica élites económicas, corremos para hacer parte del grupos de ricos de los cuales se espera un “derrame”, que “algo nos toque”. Y así es: mucha gente pone su esperanza en autoridades competentes, generosas, serviciales, solidarias… No debemos perder esta figura del buen servidor pero no es exactamente ésta la esperanza que nos da la “entrada en gloria” de Jesús.
Pedro exclama que lo vieron, ellos, con sus ojos y caminaron con él, sobre los mismos caminos. Toda la vida los discípulos fueron tentados en ver a Jesús como un líder político que iba a distribuir poder. Pero la sorpresa que expresa es “¿¡cómo puede ser que tanta santidad, hermosura, grandeza… esté viviendo entre nosotros!?” Y, sobre todo, nosotros creemos que esta unción la recibe todo bautizado y bautizada. Que así el Padre ve a su Hijo y a todos sus hijas e hijos adoptivos.
La gloria de Jesús no perpetua una lógica de dependencia de nuevas autoridades: derrama toda la autoridad sobre el pueblo santo. Cuando Jesús murió, “entregó el Espíritu”. Es esto que nos hace redescubrir el Sínodo: todos y todas, por el bautismo, estamos revestidos de la dignidad sacerdotal, profética y real.
Por supuesto no todos tenemos los mismos talentos, carismas y ministerios. Pero los ministerios no están ordenados para que “dependamos” de una manera enfermiza de la autoridad de otros. “Sométanse unos a otros” (Ef 5,21). Lo hacemos libremente, alegremente, no para refugiarnos, no para esconder nuestros talentos, responsabilidad, protagonismo y dignidad, sino para levantarnos juntos, vivir plenamente nuestra dignidad de hijos e hijas de Dios, liberados de todas las esclavitudes.
Les leo dos números de Fratelli Tutti:
168: El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o “goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales. No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Por una parte, es imperiosa una política económica activa orientada a «promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial» (cit. Laudato Sí), para que sea posible acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos. La especulación financiera con la ganancia fácil como fin fundamental sigue causando estragos. Por otra parte, «sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado» (cit Benedicto XVI, DCE.
167. La tarea educativa, el desarrollo de hábitos solidarios, la capacidad de pensar la vida humana más integralmente, la hondura espiritual, hacen falta para dar calidad a las relaciones humanas, de tal modo que sea la misma sociedad la que reaccione ante sus inequidades, sus desviaciones, los abusos de los poderes económicos, tecnológicos, políticos o mediáticos.
Esto es el milagro o el misterio de la Transfiguración: como dice el salmo (85,9) “la gloria habitará nuestra tierra”. Está promesa se cumplió. Está en Jesús y Jesús comparte su unción con nosotros. La gloria está en nosotros, entre nosotros. Ésta es nuestra esperanza. Nos empuja a construir relaciones de confianza, de igualdad, de servicio. La gloria no es un derrame desde arriba, de las autoridades, de las fuerzas económicas, de los “entendidos”, es un misterio que se desvela, entre nosotros, con mucha escucha, mucho respeto, mucha humildad.
Consecuencias prácticas de esto: deberíamos dar más fuerza y vigor a nuestras organizaciones (gremios, asociaciones, comités, coordinadoras y, digamos también Iglesias) lo que supone más participación activa en ellas. No lo hacemos para correr detrás del poder de unos líderes sino, en espíritu de servicio, para mostrar la dignidad y la belleza de toda la creación. No puede ser que nuestra participación sea una entrega servil a autoridades pidiendo favores. Hemos recibido la unción del sacerdocio “común” de Cristo, es para cuidar del bien común de la creación, la convivencia social, y la vida en Iglesia. Las autoridades no son dueñas del bien común, y nosotros somos mucho más que “seguidores” y “consumidores”.
Ésta es nuestra esperanza. Puede ser que muchas veces no sea muy visible. Puede ser aparezca muy ingenua. Pero no defrauda. “La gloria habita nuestra tierra”. Creemos en esto. Como María.
Mons. Pierre Jubinville
Presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya
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