Los laicos llamados a ser constructores de la paz y de la justicia social
Un cordial saludo a la gran familia militar y policial aquí reunida en esta Catedral Metropolitana para celebrar la Eucaristía, en el sexto día del novenario en honor de Nuestra Señora Santa María de la Asunción, al tiempo de agradecer al Señor Cardenal por esta cordial invitación.
En la primera lectura, en la Carta de Santiago (3,13-18), se expone la clásica oposición entre las dos sabidurías: Aquella limitada a un horizonte humano, que se presenta autorreferencial; y la que viene de lo “Alto”, procedente de Dios; que se basa en la Palabra de Dios; en los criterios del Evangelio. Santiago, que pone el acento en el “hacer” y en el “actuar”, porque la realidad supera a las ideas, nos invita a dar vida a las formulaciones con el fin de que la verdadera sabiduría sea el principio de acción de cada día, en las relaciones cotidianas. Por eso, distingue —de modo contrastante— las características de “los dos tipos de sabiduría”.
En primer lugar, la “sabiduría de abajo”, de origen humano o “sabiduría de la tierra”. Esta se fundamenta en el propio genio humano y, con claridad afirma Santiago, que esta sabiduría tiene su génesis “en el demonio” (Sant 3,15). Por esta razón, genera envidia y ambición que se manifiestan en la rivalidad, en el rencor, en el antagonismo y en la codicia. Todas estas actitudes negativas causan “inestabilidad” y “muchas cosas malas” (Sant 3,16). Entonces se caracteriza como una sabiduría cerrada en sí misma, inmanente, imposibilitada para suscitar la paz. Ella solo puede ser factor de discordia y de luchas estériles por que no considera la alteridad.
En segundo lugar, delinea las notas de la sabiduría de “arriba”, la que viene de Dios, la cual se identifica por la “modestia” y tiene por notas a la “compostura” y la “templanza”. Es una sabiduría que conduce a la sobriedad y a la austeridad; ella genera humildad y sencillez; está en la base de la honradez, de la rectitud y de la decencia. La conducta de quien es sabio —según esta sabiduría “de arriba”— está impregnada de “nobleza”, “franqueza”, “sinceridad” y “veracidad”. Así, quien ha asumido los postulados de Dios se muestra “pacífico” y “sereno”, “capaz de comprender a los demás y de aceptarlos”. El sabio según estos parámetros es indulgente, paciente e imparcial; y, al mismo tiempo, “íntegro”; actúa según los principios de la “justicia” y de la honestidad.
Al concluir su discurso sobre la “verdadera sabiduría”, Santiago afirma: “Fruto de la justicia sembrada en la paz por quienes construyen la paz”; o, dicho de otro modo: “Quienes construyen la paz siembran en paz frutos de justicia” (cf. BJ-Sant 3,18). En otras palabras: Justicia y paz no se pueden separar; son interdependientes. La paz es el resultado de la justicia; y la justicia es el signo de la verdadera sabiduría que viene de Dios. Santiago, invita, en consecuencia, a ser “constructores de la paz” teniendo como fundamento la práctica de la “justicia” que se materializa, sobre todo, en la “justicia social”.
En el salmo que se ha proclamado (84,9ab.10-14), el antiguo orante hebreo, nos enseña a dirigir nuestras oraciones y plegarias a Dios el cual siempre nos es “propicio” y “favorable” (v. 2). Ante todo, nos pide “escuchar” lo que dice el Señor porque “Dios habla de paz a su pueblo y a sus servidores” (Sal 84,9). Solo el que sabe “escuchar”, el que se predispone a estar con el Señor y ponerse en su presencia, empeñando alma, vida y corazón, puede comprender que Dios es el promotor de la paz; quiere que vivamos en concordia, en armonía, buscando la reconciliación y el acuerdo.
Lo mismo que la “gracia” y la “verdad” se llevan de la mano; así también la “justicia y la paz” se abrazan; una depende de la otra: Son como “dos caras de una misma moneda”, inseparables. Entonces, solo si hay “justicia” habrá “paz”. Si, al contrario, hay injusticia habrá alaridos e iniquidad. Respecto a la “justicia”, nos pide el orante, que nos fijemos en el cielo porque la justicia, la verdadera justicia, no aqulla basada en criterios humanos, procede de Dios. La paz es fruto de la “rectitud”, de la “honorabilidad” y de la “ecuanimidad”. Como se expresa el salmista, en lenguaje poético, “la paz sigue los pasos de la rectitud”, los pasos de la justicia (Sal 84,14).
En el texto central de esta liturgia de la Palabra (EvMt 4,25—5,12), se nos propone el “preámbulo” del “discurso del Monte” con su proclama de los bienaventurados y la profecía que les depara. Bienaventuranza es la aclamación entusiasta de la presencia de Dios que concede felicidad y gozo según categorías distintas al sistema mundano, sobre todo para quienes no son reconocidos por el orden constituido y los poderes de este mundo. Se refiere a la felicidad alternativa que se ofrece a quienes están en las márgenes y en las periferias.
De hecho, en la primera proclama, son declarados “bienaventurados” los “pobres según el espíritu” (Mt 5,2), es decir, aquellos que al no tener nada tienen a Dios como su única y máxima riqueza. Pobres son los afligidos, los mansos, los hambrientos, los perseguidos, los que no tienen techo para cobijarse, los enfermos, los encarcelados (por causa de la injusticia). Hoy día, pobres son los drogadictos, las víctimas de la violencia y del maltrato (mujeres, niños y adolescentes); pobres son los marginados sociales y existenciales, como afirma el Papa Francisco. El “pobre en el espíritu” es aquel que, sin apoyo y sin esperanza en el futuro, no se resigna a su condición, sino que de su propia situación de fragilidad y debilidad extrae la fuerza para creer en el Reino y en su potencia. Por eso, de ellos es el Reino de los Cielos. El Reino de Dios les pertenece ya en el presente.
La segunda proclama se refiere a los “afligidos”, a “los que lloran” (Mt 5,3) no solo por su sufrimiento sino por el escándalo de la ausencia de un Dios que parece no responderles. Pero ellos saben que el mal, el dolor y la muerte no constituyen la palabra definitiva sobre el hombre. Los males que aquejan al ser humano son “realidades penúltimas” porque la última palabra pertenece a Dios. Los afligidos serán consolados. En la tercera proclama, “los mansos” son aquellos que tienen una conducta contraria a los “orgullosos y burlones”, a quienes se pasean con arrogancia sin respetar a Dios ni a los hombres (Sal 73,5-9). El “manso”, al contrario, se muestra humilde; en silencio espera en Dios (Sal 37,7). Ellos tendrán la herencia del Señor.
En la cuarta proclama son declarados felices “los que tienen hambre y sed de la justicia” (Mt 5,6). La justicia en la Biblia tiene que ver con el correcto modo de pensar, desear y actuar ante Dios en relación con los demás; es mucho más que la justicia forense. Tiene el componente humano de la justicia social y el componente divino de realizar la voluntad de Dios. Por eso, lleva la impronta de la misericordia. No se trata, por tanto, de una apelación a la lucha de clases ni tampoco implica la pasiva aceptación de un mundo desigual, diseñado por el hombre, según el criterio de la discriminación. Estas situaciones no son del agrado de Dios. No están hechas a su medida. De este modo, se puede decir que la justa relación con Dios y con los hermanos no admite las relaciones de fuerza y de prepotencia que se establecen entre individuos, pueblos y naciones. Tener “hambre y sed de la justicia” es un simbolismo para decir que el bienaventurado ha hecho de la “justicia” la razón de su vida, tan necesaria como el comer y el beber. Por eso serán saciados.
En la quinta proclama se declara felices a los “misericordiosos”, en estrecha relación con la justicia porque son cualidades inherentes a la actuación de Dios. No involucra un elemento afectivo sino efectivo como las acciones realizadas por el buen samaritano (Lc 10,29-37). Pues ¿qué hacemos cuando nos encontramos con un enfermo, con un drogadicto, con un preso, con un marginal? La misericordia responde a una relación de fidelidad: de socorro y de auxilio oportuno a quien necesita ayuda para restablecerse. Una nota particular de la misericordia es el perdón, una cuestión crucial para la vida cristiana. Quien actúa con misericordia recibirá también de Dios su misericordia. En la sexta proclama son declarados felices “los limpios de corazón”. Los limpios de corazón son aquellos que no están marcados por la doblez, la simulación o el fingimiento. Son aquellos que viven con coherencia su vida interior y sus decisiones. Por tanto, concierne a las relaciones con el prójimo. A “los puros de corazón” está reservada “la visión de Dios”, uno de los bienes eternos, porque ningún hombre sobre la tierra puede ver a Dios sin morir (Ex 19,21; 33,20; Lv 16,2; Nm 4,20). Precisamente, por este motivo, la visión beatífica representa la plenitud de la comunión en una relación que puede ser solamente un don.
En la séptima proclama son declarados felices los trabajadores por la paz. Los profetas Isaías y Zacarías ya anunciaban que el Mesías traería una nueva era de “justicia y de paz” (Is 11,1-2; Zc 9,9-10). Los “constructores de paz”, en las tradiciones rabínicas, son aquellos que mitigan los conflictos y colaboran de modo activo en la instalación de un orden justo y pacífico. No se identifican con el irenista, es decir, aquel que trata de evitar conflictos a toda costa pisoteando sus propios principios, sino con aquel que, como un obrero, trabaja por la justicia que propiciará la paz. En la octava y última proclama son declarados bienaventurados los “perseguidos por causa de la justicia”. Ellos se asocian a todos los mártires, desde el inocente Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías asesinado entre el Santuario y el altar (Mt 23,34-35). La persecución a los creyentes, más aún de los que luchan por la justicia, no es algo ocasional y contingente sino constante porque viven su experiencia histórica bajo el signo de la fidelidad a Dios. Sabemos que la persecución puede tomar varias formas: insultos, maledicencias, calumnias y difamaciones, marginación, violencias físicas y verbales…En definitiva, los perseguidos por causa de la justicia se asocian al destino de Cristo crucificado. Por eso, a ellos les corresponde el Reino, la misma promesa para los pobres.
Al final, Jesús profetiza lo que acontecerá con quienes viven según este “nuevo código”: Sufrirán la injuria y la persecución por causa de Cristo. Serán objeto de falsas acusaciones y padecerán todo tipo de males. Este es el precio que se pagará por la fidelidad a Dios. Pero, seguidamente, Jesús invita a la “alegría y al regocijo” por la recompensa que les espera porque estarán en el mismo horizonte que los profetas que fueron perseguidos en tiempos pretéritos.
¿Qué nos quiere decir Jesús con este anuncio único y paradójico? Nos dice que lo verdaderamente importante es el Reino de Dios y su justicia (Mt 5,20). De hecho, en los orígenes de Israel, la función del rey (del gobernante) consistía en tomar la defensa de quien no sabía o no podía defenderse: los extranjeros o inmigrantes, los huérfanos, las viudas, los hambrientos, los enfermos que no tenían garantía de nada porque sus derechos no eran reconocidos y no tenían posibilidades como los demás. La condición ideal del rey no era la neutralidad sino la asunción de la responsabilidad en relación con aquellos que no pueden y no tienen para vivir una vida digna. El rey, el juez, el jefe —en fin, todo superior o gobernante— deben emplear su autoridad para la defensa de los desvalidos y de los pobres. En esto consiste la justicia social que trae la paz.
Todos los bautizados estamos llamados a entrar en la lógica del Reino de Dios. Por eso, los laicos, militares y policías tienen como vocación ser constructores de la paz, agentes de la justicia social. La Iglesia enseña que los militares y policías están llamados a ser “instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz” (GS 79). “Paz” y “justicia” reza en el reverso del escudo de nuestra bandera nacional, todo un programa de vida para quienes están al servicio de la patria.
Pidamos a Santa María de la Asunción, nuestra madre, nos conduzca siempre —en los recintos militares y policiales— por los senderos de la “justicia social”. Que cada personal, en la situación que le corresponda desempeñarse, en los cuarteles, en las comisarías, en los puestos de guardia, y de servicio, vayan forjando su personalidad como “artesano de la paz”.
César Nery Villagra Cantero, Pbro.
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