Hermanas y Hermanos,

En este mismo día, hace cien años atrás, por las calles de esta honorable Ciudad de Villarrica, se oían los primeros llantos de una nena que iba a marcar profundamente la vida no sólo de su familia, sino también del Paraguay y de todo este Santo Pueblo de Dios.  Dentro del Gran Jubileo del 2025, que el Santo Padre inauguró para la Iglesia universal, se coloca – como piedra preciosa sobre una joya muy fina – el centenario del natalicio de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, Carmelita Descalza, que todos conocemos y amamos llamar, como hacía su papá, Chiquitunga.

Me complace pensar que, en este momento, los hijos y las hijas del Paraguay, los jóvenes de este País, las familias, las Autoridades, el Pueblo entero [representado por el Presidente de la Republica y su Señora, que agrademos por la presencia orante en medio de nosotros] están espiritualmente presentes en esta ciudad de Villarrica, todos unidos para alabar al Dios de la vida por el don de la santidad. A todos traigo el saludo y la bendición de Su Santidad el Papa Francisco, el cual, en el mensaje dirigido al P. Juan Antonio, Presidente de la Comisión del Centenario, nos dice: «Esta celebración sea un motivo para renovar la fe y la alegría de anunciar el Evangelio por medio de la vivencia de las obras de misericordia, tal como lo hizo la “Chiquitunga”. […] El Espíritu Santo infunda en todos un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios».

Este anhelo de santidad entró en nuestra vida por medio del Bautismo.  En el día en que la Iglesia finaliza el Tiempo de Navidad, celebrando la Fiesta del Bautismo del Señor, hagamos memoria, queridos hermanos, de nuestro Bautismo, de la vida nueva que hemos recibido, de la vocación y misión que Dios nos ha confiado. Es la vocación que recibió también María Felicia, que desde su nacimiento fue presencia luminosa y amorosa de la misericordia de Dios.  En cada experiencia de su vida ella quiso buscar el amor para ofrecérselo al Señor; un estilo de vida que ella fijó en su lema, “Todo te ofrezco, Señor”. Una poderosa invitación sobre todo para los jóvenes de este País, que en Chiquitunga tienen a su patrona más guapa: queridos jóvenes, como lo hizo María Felicia, busquen siempre el amor verdadero, en todo lo que la vida les va ofreciendo, en las sonrisas y en las heridas, busquen siempre el amor para ofrecérselo al Señor.

Esta ciudad es testigo privilegiado de esa búsqueda del amor que María Felicia ofrecía al Señor: dicen los que conocieron a María Felicia, que “era muy querida por toda Villarrica, porqué era muy alegre, sociable y servicial con todos; los viejitos (y los enfermos) se allegaban a ella a besarle la orla del guardapolvo. Siempre fueron sus más queridos amigos”. En estos días las reliquias de la beata recorrieron estas calles como lo hacía ella misma cuando era joven.  Mujer incansable y generosa, María Felicia reúne todas las riquezas más lindas y preciosas de este amado Pueblo paraguayo: la fe sencilla y auténtica, la bondad del corazón, la humildad, el deseo de superarse, la disponibilidad a acoger, la capacidad de perdonar, la honradez, el sentido del trabajo, el cuidado del prójimo, el respeto por la familia, el deseo de ayudar a los más necesitados. Muchos destacan en Chiquitunga la alegría, el entusiasmo y la valentía: verdaderamente ella era y sigue siendo una auténtica mujer paraguaya, alegre, llena de vida y valiente, mujer que el Papa Francisco definió la más gloriosa de América.

Queremos ponernos frente a la “sonrisa inefable” de Chiquitunga, frente a su mirada alegre y amable, para percibir algo del amor que ella le tenía a Cristo y a los pobres y gozar también nosotros de la belleza que mana de una vida habitada por la fe. Como jazmín del Paraguay, la vida de María Felicia de Jesús Sacramentado difunde el perfumado olor de la fe.

El amor de nuestra querida beata por Cristo tiene sus raíces en los surcos de esta tierra guaireña, abonada por la fe de su gente, por el trabajo honrado, y por los sacramentos de la Iglesia, sobre todo el Bautismo y la Eucaristía, que ella recibió en esta ciudad. Emotivo fue el momento de la primera comunión, que ella describió así: “Nunca se borrará de mi mente el recuerdo del día más feliz de mi vida, el día de la primera unión con mi Dios y el punto de donde parte mi resolución de ser cada día más buena y mejor”.  No eran solo palabras, porque María Felicia tradujo este propósito en visitas diarias al Santísimo Sacramento, en una vida sobria (acostumbraba vestirse con su guardapolvo blanco, hasta que ingresó en el Carmelo) y en gestos de caridad hacia los más pobres, como cuando le dio su suéter favorito – un regalo de su padre – a una niña que tenía frio.  De la misma forma que lo hicieron San Martín de Tours y San Francisco de Asís, María Felicia vivió en plenitud su vocación bautismal de ser como Cristo.  Hermanos, el Bautismo llama a todos los cristianos a ser como Jesús, por el amor que recibimos del Padre y por el amor con el cual tenemos que amar a nuestros hermanos. Y a medida que queremos vivir como Jesús, nos encontramos a vivir en Jesús.  Lo entendió muy bien María Felicia, por eso amaba repetir, hasta su ultimo día terrenal, el lindo poema de la Santa Madre Teresa: “Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero. […] Vivo en el Señor, que me quiso para sí”.  La vida con Cristo y la vida en Cristo nos habilitan a vivir el amor verdadero, del cual nos habla el Evangelio que acabamos de escuchar.

Ese amor es, en primer lugar, un amor universal. Oigan las palabras que desde el cielo el Padre dirige a Jesús, después del Bautismo: “Tú eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Son palabras que expresan el amor con el cual Dios ama en Cristo nuestra humanidad y revelan la predilección de Dios por nuestra pequeñez. Dios nos mira con una ternura infinita que no admite preferencias porque el amor de Dios llega a todos.

Es un amor humilde: Juan Bautista, recibiendo a Cristo en el Jordán, se daba cuenta de que no era digno de desatar la correa de las sandalias de Jesús. En ningún momento Juan se dejó distraer por su popularidad, desempeñando su “papel” como un servicio, sin hipocresía. ¿No es algo parecido a lo que fue la vida de Chiquitunga?  Ella nunca ocupó el centro de la escena. Más ben quiso ofrecer su vida por el Señor y de este amor a Dios brotó un amor desbordante para los hermanos. Así escribió en su última carta a la Madre Teresa Margarita: “Que le digan a Jesús que me dé toda la fortaleza necesaria para no decaer un solo instante y para que cada día lo ame más y más. ¡Que yo desaparezca y que él solo sea, no ya yo!”. ¡Cuánta maravillosa humildad!

Es un amor que purifica y sana.  Después de reconocer al Mesías, Juan el Bautista dijo: “Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”. Como la zarza ardiente en el monte Sinaí, el fuego del amor quema, pero no consume, no viene a destruir, sino a purificar y a sanar.  Ese mismo fuego ardía en el corazón de María Felicia. Ese fuego motivó todas sus decisiones.  A nosotros también el Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo nos convierta en una llama ardiente capaz de calentar e iluminar todo lo que nos rodea.

Es un amor que respeta.  ¿Se acuerdan lo que Dios le dijo a Moisés mientras contemplaba la zarza ardiente: “Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que estás pisando es tierra sagrada” (Ex 3,5)? El amor nos hace reconocer que nuestros hermanos son esa tierra sagrada, que no podemos pisotear con la sandalia de nuestra soberbia. ¡Quítate la sandalia para ir al encuentro de tu hermano! Con su vida, María Felicia nos enseña que Dios respeta a todas clases de personas y en Jesús eleva toda vida humana a una sublime dignidad. Aquí está el fundamento del respeto del hermano pobre, de la mujer, de los niños, de los desamparados: ellos son tierra sagrada porque son los privilegiados de Dios.  

Hermanos, la Iglesia nos regala la alegría de tener a María Felicia de Jesús Sacramentado como beata y todos deseamos que – según los tiempos de Dios y de la Iglesia – sea proclamada Santa.  A la vez, no podemos descuidar que la Beata Chiquitunga representa tanto un don como un llamado a pasar de la veneración a la imitación. En ella vemos no sólo un pasado del que estar orgullosos, sino también una invitación a buscar el amor presente en cada ser humano, valorando todo lo bueno que cada hermano es capaz de ofrecerme. Así todos seremos protagonistas de una sociedad en la cual primea el respeto mutuo.  La vida de María Felicia es un rayo de luz que alumbra el futuro de este País.  Ella nos invita a construir juntos la civilización del amor: nuestros jóvenes sean protagonistas de una sociedad en la que podamos vivir unos con otros y unos para otros, nunca unos contra otros. Que la beata Chiquitunga ayude a este amado Pueblo paraguayo a comprender que la fe en Cristo anima a recorrer las sendas de la fraternidad y del diálogo y a rechazar todas las formas de falta de respeto contra la dignidad del ser humano.

Beata Chiquitunga, te pedimos que desde el cielo sigas orientando los pasos del Pueblo paraguayo, proteges a nuestros jóvenes, consuela a los pobres, infunde esperanza a las familias, orienta a nuestros Gobernantes hacia el bien común y permítenos vislumbrar, más allá de las fatigas del día a día, aquella bienaventurada alegría que tú transmitías con tu inefable sonrisa, repitiendo esas lindas palabras: “Papito querido, soy la persona más feliz del mundo. ¡Jesús te amo! ¡Qué dulce encuentro! ¡Virgen María!”.  ¡Amén!

Villarrica, 12 de enero de 2025

 

S.E. Mons. Vincenzo Turturro

Nuncio Apostólico del Paraguay