SANTA MISA

Domingo 28 de septiembre de 2025

HOMILÍA

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C

En el marco de la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

Queridos hermanos y hermanas: La primera lectura nos presenta al profeta Amós, que vivió hacia el año 760 antes de Cristo, en tiempos del rey Jeroboam II. Era un hombre sencillo, pastor y cultivador de higos en Técoa, al que Dios llamó para anunciar su palabra en el Reino del Norte. Amós está considerado como el padre de la profecía social, porque fue de los primeros en levantar su voz contra la injusticia. Podemos verlo como un pequeño David que se enfrenta a los Goliat poderosos de su tiempo: no tenía armas ni poder político, solo la fuerza de la Palabra de Dios, pero esa palabra fue más fuerte que los lujos y las estructuras que oprimían a los pobres.

Amós no solo denunció la riqueza desmedida de unos pocos, sino también los ritos y liturgias vacías, celebraciones pomposas que no transformaban la vida. Podríamos compararlos con fuegos que se encienden y no queman, fuegos artificiales que deslumbran un instante pero no dejan calor ni transforman la realidad. Así son los cultos que brillan por fuera, pero no encienden la justicia ni mueven a la misericordia. El verdadero culto, nos recuerda el profeta, no consiste en formas externas, sino en una fe que se traduce en obras de compasión y solidaridad con los pobres.

El Evangelio de hoy retoma esa misma denuncia con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro. Jesús nos muestra a un hombre que se viste de púrpura y lino y banquetea cada día, mientras a su puerta un pobre enfermo espera apenas migajas. El rico no se compadece, y su indiferencia no es neutral: es opresión, porque al no tender la mano ensancha las llagas del pobre. Amós y Jesús coinciden: el lujo de unos pocos frente a la miseria de muchos es un escándalo que clama al cielo, y Dios no soporta la indiferencia indolente, ni la diferencia social fracturada.

Aquí aparece lo que llamamos la voz profética, que no significa adivinar el futuro, sino leer el presente con los ojos de Dios. Es denunciar el mal, anunciar esperanza y abrir caminos de conversión. El papa Benedicto XVI recordaba que la Iglesia no hace política partidaria, pero tiene la misión de formar conciencias y de denunciar los males sociales. Por eso, cuando la Iglesia habla de pobreza, de corrupción o de la descomposición del tejido social, no lo hace desde afuera, sino recordándonos que todos hacemos parte del mismo cuerpo y tejido social.

Los más débiles atrapados en nudos sociales

A veces nuestros tejidos sociales están enmarañados, en esos nudos y enredos, y quienes quedan allí son casi siempre los más débiles, los sectores de nuestra población más vulnerable: atrapados y enredados, sofocados en trampas de inequidades, los pobres, los más inocentes, los niños, los ancianos, las familias, los campesinos, los indígenas, los migrantes.
Muchos quedan aprisionados en estructuras injustas y, enmudecidos, desilusionados, disfuncionales y socialmente inhabilitados, ni siquiera para reclamar sus legítimos derechos. Por eso la misión profética de la Iglesia es desenredar esos nudos, liberar a los aprisionados y animarse a denunciar las injusticias, evitando los silencios cómplices, y al mismo tiempo animar a quienes padecen síndromes de desilusiones o conformismos, recordando siempre que el plan de Dios es un tejido de fraternidad donde nadie quede excluido. Solo así anticipamos y hacemos presente, en medio de nuestras fragilidades, el Reino de Dios que es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo.

La misión profética de la Iglesia no solo mira hacia afuera, también nos compromete hacia adentro: a examinar nuestras propias estructuras eclesiales, a revisar nuestras formas de convivencia comunitaria, a superar divisiones y a vivir en coherencia la fraternidad que predicamos. La Iglesia es creíble cuando denuncia las injusticias del mundo, pero también cuando se convierte ella misma en casa abierta, transparente, fraterna y solidaria.

El verdadero sentido de la política

En este contexto, también es importante recordar el verdadero significado de la política, que en su sentido más alto no es la lucha de partidos políticos, de bancadas políticas, de asociaciones, de gremios o de sindicatos que buscan intereses particulares, sino el arte de trabajar por el bien común. Y el bien común no se limita a la promulgación de leyes o mandatos constitucionales, ni siquiera a la construcción de obras o a la distribución equitativa de recursos y riquezas. Va mucho más allá: se fundamenta en la ética y en la moral pública, en la búsqueda de valores de pertenencia, de solidaridad, de patriotismo sano, en la defensa de la cultura, de los bienes culturales y de las tradiciones que marcan nuestras raíces.
Implica también cuidar con responsabilidad los bienes del país, tanto los tangibles —como la tierra, el agua, los recursos naturales, las infraestructuras—, como los intangibles —la honradez, la justicia, la confianza, la paz y la convivencia solidaria—. La sociedad y sus instituciones deben constituirse en custodios y contralores de estos bienes, asegurando que se usen de manera justa y equitativa para el bien de todos, especialmente de los más pobres. Solo así podremos conformar y fortalecer el único cuerpo social, fundamento de una convivencia armónica.

El mismo Jesús fue acusado de agitador, porque confrontaba a los que oprimían al pueblo, sanaba a los pequeños y revelaba la hipocresía de los poderosos. Podemos decir que Jesús fue el divino Profeta que vino sobre esta tierra, Dios hecho hombre para destapar a los sepulcros blanqueados y mostrar lo que había detrás de sus apariencias.
Él no se mantuvo distante: se hizo empático con la carne herida, tocó la carne sufriente, se dejó tocar y curó, sanó y levantó a los que estaban postrados. En Él, la profecía se volvió compasión concreta y amor encarnado.

La pobreza en Paraguay: más que cifras, rostros

Esta palabra ilumina nuestra realidad. En Paraguay, se estima que una de cada cinco personas vive en pobreza y más de doscientas mil en pobreza extrema. Pero no se trata de cifras, sino de rostros humanos. Detrás de cada número hay un niño, una madre, un anciano, una familia entera que sufre.
Vivir en pobreza en nuestro país significa no poder garantizar la comida de cada día, vivir en casas precarias sin agua ni servicios básicos, interrumpir estudios por falta de recursos, no encontrar medicamentos cuando un hijo se enferma. Significa que muchas veces los medicamentos recetados no están disponibles porque no fueron previstos en los presupuestos, que los enfermos crónicos interrumpen tratamientos, que las madres esperan semanas un remedio oncológico para sus hijos y cuando llega ya es tarde. Así, los pobres quedan, padecen y mueren, mientras las brechas de desigualdad se ensanchan.

Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

Hoy también celebramos la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, con el lema “Migrantes, misioneros de esperanza”. En su mensaje, el Papa León XIV nos recuerda que los migrantes no son una carga, sino hermanos que enriquecen nuestras comunidades con su fe, su cultura y su esperanza. Nos invita a superar la indiferencia y la discriminación, a acogerlos e integrarlos como miembros de la misma familia humana.

En esta misma línea recordamos que el primer viaje apostólico del Papa Francisco fue a los migrantes, el 8 de julio de 2013, a la isla de Lampedusa. Esta pequeña isla italiana se encuentra a poco más de 200 km de Sicilia y a apenas 113 km de Túnez, en África. Allí celebró la Misa en un campo deportivo, usando como altar una barca de pescadores recuperada del mar.
Esa barca representaba la libertad buscada por los migrantes, pero también las llagas y heridas de los desterrados de su propia tierra. Francisco abrazó esa barca, depositó una corona de flores en el mar en memoria de los que habían muerto en la travesía y denunció la “globalización de la indiferencia”, preguntándonos: “¿Dónde está tu hermano? ¿Quién lloró por estos hermanos y hermanas que venían en busca de libertad y de pan?”.
Esa franja de mar que separa África de Europa se ha convertido en un abismo de muerte para miles de personas, y es también imagen de la brecha que separa a los que viven con seguridad y bienestar de los Lázaros de hoy que cargan con las llagas de la pobreza y la exclusión.

Jesús no da migajas, da plenitud

Estos gestos proféticos de la Iglesia nos remiten a los gestos de Jesús. Él dijo que había venido para las ovejas perdidas de Israel (cf. Mt 15,24), pero se abrió también a otros pueblos. La mujer cananea le pidió aunque fueran migajas, y él no solo le concedió eso, sino la sanación de su hija (cf. Mt 15,21-28). Jesús no da migajas, da plenitud de vida.
Y así lo hace con nosotros en la Eucaristía: no nos da sobras, sino su mismo Cuerpo y su misma Sangre. Como dice el Evangelio de san Juan: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Migrantes y peregrinos hacia la casa del Padre

En este Año Santo del Jubileo, recordamos que somos todos migrantes y peregrinos hacia la casa del Padre. Caminamos como pueblo en procesión, sostenidos por la oración y por la fuerza de la fe, llamados a la solidaridad y a ayudarnos mutuamente. La Eucaristía es el Pan de vida que nos alimenta en este camino, no con migajas, sino con la abundancia del amor de Cristo, para que también nosotros sepamos compartir con los Lázaros de hoy y que nadie quede excluido ni marginado de la mesa de la vida.

Oración final

Señor Jesús, Tú que fuiste el divino Migrante, que dejaste la gloria del Padre para habitar entre nosotros, danos un corazón abierto para acoger al hermano que llega, danos ojos atentos para reconocer en los migrantes tu rostro, danos manos solidarias para construir puentes de fraternidad. Haznos vivir la cultura del buen trato y de la solidaridad, para que esta tierra sea casa común donde todos encontremos pan, dignidad y esperanza. Que la civilización del amor sea nuestro horizonte y que, unidos a Ti, aprendamos a caminar como un solo pueblo hacia la casa del Padre. Amén.

Adalberto Card. Martínez Flores

Arzobispo de Asunción