SANTA MISA

HOMILÍA

FIESTA DE NUESTRA PATRONA, MADRE Y PROTECTORA: LA VIRGEN DEL PILAR

Hermanas y hermanos en Cristo:

Hoy nos reunimos con profunda alegría para celebrar a nuestra Patrona, Madre y Protectora: la Virgen del Pilar, quien acompaña con ternura y fortaleza la vida de esta comunidad creyente de Asunción. Su nombre evoca firmeza, esperanza y fe. María del Pilar es para nosotros el signo de una fe que sostiene, como un pilar invisible, la vida espiritual y social de nuestro pueblo, alentando siempre a perseverar en la confianza en Dios.

Se cuenta que aproximadamente en el año 40 después de Cristo, la Santísima Virgen María, aún viva en Jerusalén, se apareció en carne mortal al apóstol Santiago el Mayor, mientras él predicaba el Evangelio en Zaragoza, España. Esa presencia viva de María fue para el apóstol un signo de fortaleza y consuelo. La Virgen se le mostró sobre un pilar de piedra, símbolo de la fe firme que sostiene la Iglesia, y lo animó a no desanimarse en su misión evangelizadora.

Por eso, el pueblo cristiano comenzó a venerarla con el nombre de Nuestra Señora del Pilar, y desde entonces María es para nosotros columna de fe, madre de esperanza y guía segura en el camino del Evangelio.

Su presencia no es un recuerdo lejano ni un símbolo vacío: su presencia es real, no es virtual. María está viva en la fe del pueblo, presente en el corazón de la Iglesia y cercana a cada hogar que la invoca con amor y confianza.

El Papa León XIV, en su exhortación apostólica Dilexi Te, del 4 de octubre de 2025, recuerda que Dios eligió a María entre los humildes de su pueblo, como signo del amor divino hacia los pobres y los pequeños. En su enseñanza, el Santo Padre presenta a María Santísima como el verdadero pilar de nuestra fe, sobre quien se apoya la esperanza del pueblo cristiano. Y esta mañana, en su homilía durante el Jubileo de la Espiritualidad Mariana, afirmó: “El camino de María es seguir a Jesús, y el camino de Jesús…

María responde a ese amor de Dios con una fe agradecida. Su Magníficat es el canto del corazón que reconoce las maravillas del Señor: “Mi alma glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso.” Ese cántico se une al Salmo 97, que hoy hemos proclamado: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo lo ha logrado.” Ambos son cantos de gratitud y esperanza, que brotan del corazón de quienes reconocen la acción de Dios en su vida y en la historia, y contemplan con gratitud su misericordia que eleva a los humildes, derriba del trono a los poderosos y colma de bienes a los pobres. Así, María nos enseña que la fe verdadera es siempre una fe agradecida, una fe que canta, que reconoce y que se pone al servicio del Reino. 

El Evangelio de hoy (Lc 17, 11-19) prolonga esta misma enseñanza: nos presenta a los diez leprosos sanados por Jesús, pero solo uno de ellos —un extranjero— volvió agradecido a dar gloria a Dios. Ese único agradecido representa al creyente que no olvida de dónde viene su salvación. La gratitud lo levanta, lo devuelve a la vida, lo hace discípulo. También nosotros, en esta Eucaristía, queremos ser ese discípulo agradecido que vuelve al Señor para darle gracias. Le damos gracias por su amor, por su presencia entre nosotros, y especialmente por habernos dado como Madre a María, la Virgen del Pilar. Jesús, desde la cruz, nos la entregó diciendo: “Ahí tienes a tu madre.” Y el discípulo amado la tomó en su casa. Hoy nosotros también la recibimos en nuestra casa, en nuestras comunidades y en nuestros corazones.

La devoción a la Virgen del Pilar no se reduce a la oración o a la fiesta: es imitación y acción, un modo concreto de vivir el Evangelio. Ser devotos de María es reconocer las maravillas que Dios ha hecho en nosotros, y también cantar, contar y trabajar como ella, abriendo surcos para cultivar la buena semilla del Evangelio, con los valores de la fe, la esperanza y la caridad. Y también ser artesanos de justicia, de honestidad y de fraternidad, sembrando con nuestras obras la esperanza que el mundo necesita.

Celebrar a la Virgen Santa es fiesta, es oración, pero además es compromiso: es ponerse en camino con ella para vivir el Evangelio con alegría y esperanza. Es mirar la vida con los ojos de María, descubrir la presencia de Dios en lo cotidiano y responder con obras de amor y justicia.

La fe agradecida mueve montañas, pero en el camino cristiano también encontramos montañas y baches que nos desvían del bien común: la corrupción, la injusticia, la indiferencia, la pobreza, la exclusión, el egoísmo que divide y apaga la solidaridad. Por eso, nuestra devoción debe convertirse en compromiso: en construir juntos un país más fraterno, justo y solidario, donde la fe inspire la honestidad, la esperanza sostenga la unidad, y la caridad transforme la convivencia.

Escribe Carlos Miguel Jiménez, poeta pilarense nacido en 1890 y fallecido en 1979, autor de Mi patria soñada, Tierra guaraní y otras obras que reflejan la fe y el alma del Paraguay. Fue músico, docente y servidor público en Pilar, y un hombre de profunda fe católica y sincera devoción mariana, que supo cantar con sencillez la ternura de la Virgen en versos como estos: “María Santísima, flor de mi tierra, madre del pobre que sufre y espera, tus manos suaves son mi esperanza, tu manto claro cubre mi pena.” Desde esa mirada creyente, como ciudadano honesto y comprometido con su pueblo, nos recuerda también en Mi patria soñada que la patria justa y fraterna solo será posible cuando haya hombres sanos de alma y corazón. 

El mismo poeta advertía que la patria soñada no debe tener “hijos desgraciados ni amos insaciables que usurpan sus bienes”. Y lamentablemente, el Paraguay de hoy sigue cargando esas heridas. La corrupción pública y privada continúa dañando la confianza y malgastando los recursos destinados a mejorar la vida de nuestro pueblo, especialmente la de los más pobres. Mientras exista impunidad, el patrimonio del pueblo sigue siendo usurpado, y el Paraguay sigue teniendo “hijos desgraciados”. Por eso, necesitamos reconstruir el tejido moral de la nación, fortalecer la conciencia ciudadana y renovar la esperanza cristiana en todos los ámbitos de la vida social. Que cada bautizado aporte su fe, su esperanza y su compromiso por el bien común, para que nuestra patria vuelva a ser rica —no en oro ni poder—, sino en hombres y mujeres sanos de alma y corazón.

La Verdad que es Jesús el Señor, no impulsa a no quedarnos indiferentes ante las cosas públicas, al bien común,  a no replegarse dentro de los templos, ni esperar siempre consignas eclesiásticas para luchar por la justicia, por formas de vida más humanas para todos. Vayan y anuncien la Buena Nueva a nuestro pueblo; transformen su familia, su trabajo, su comunidad; participen en la vida pública, en las organizaciones vecinales, en las cooperativas, en los partidos políticos. Sean fermento en la masa, e iluminen con el testimonio de su vida las sombras del pecado que amenazan la dignidad de los pobres y vulnerables de nuestra sociedad.

La Virgen del Pilar es para nosotros luz en el camino, firmeza en la fe y consuelo en la esperanza. Ella está realmente presente entre nosotros, nos acompaña como peregrina del amor, consuela nuestras penas y fortalece nuestra esperanza. Le pedimos que, por su intercesión, el Señor nos levante de nuestras postraciones y nos ayude a caminar con esperanza, fundando nuestra vida —personal y comunitaria— sobre las tres columnas que sostienen toda existencia cristiana y social: la fe, la esperanza y la caridad.

¡Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza! Bendita sea por siempre la Virgen del Pilar, Madre de los creyentes, columna de nuestra fe y estrella de nuestra esperanza.

Oración a la Virgen del Pilar:

Oh Virgen del Pilar, Madre de la Esperanza, sostén de los creyentes y consuelo de los afligidos, te encomendamos nuestras vidas, nuestras familias y nuestra patria. Enséñanos a permanecer firmes en la fe, constantes en la esperanza y generosos en la caridad. Ayúdanos a reconstruir, con tu ternura y tu fortaleza, el tejido moral y espiritual de nuestra nación, para que en Paraguay florezcan la justicia, la paz y la fraternidad. Amén.

Asunción, 12 de octubre de 2025

+ Adalberto Card. Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano