29a semana del tiempo ordinario
Fiesta o memoria de san Juan Pablo II
Rom 5,12-21; Sal 40,7-10.17; Lc 12,35-38
El pasaje de Pablo propuesto en la liturgia de hoy se encuentra exacta- mente en el corazón de la Carta a los romanos. Detrás de la declaración de que el ser humano necesita ser redimido, existe la convicción de que él es culpable en su relación con Dios. Después de haber demostrado, con la ayuda de la experiencia y las Escrituras, que la redención del hombre proviene de Dios por la fe en Jesucristo y no por la circuncisión, el apóstol comienza a tratar «nuestra» experiencia cristiana.
Si alguien rompe una relación de amistad, ofendiendo a su amigo, se crea un desorden en su propio corazón, que solo será superado cuando su amigo lo reciba y lo abrace nuevamente, aceptando sus disculpas. De hecho, la redención –dice Pablo– es la razón y la condición de nuestro vivir en paz con Dios. Pero para que los amigos vuelvan a la amistad, es necesario que alguien medie entre los dos, diciendo al culpable que el otro ya no guarda rencor, y que lo está esperando con el corazón abierto. Y cuando todo haya terminado, el vínculo será más fuerte y la alegría será mayor que antes. Ahora –continúa Pablo–, sabiendo quién actuó como mediador, es decir, Jesús, debéis soportar muchas humillaciones y sufrimientos para encontrarme y convencerme de que confiáis en la bondad del Padre, por cuyo amor yo había tenido desprecio; mi corazón está profundamente agradecido y se dispone con alegría a colaborar con él en los trabajos de reconciliación, participando en sus sacrificios para llevar el mensaje a los otros hermanos.
¿Cómo podemos dudar de este amor –pregunta el Apóstol de las Naciones– después de la demostración extraordinaria que Dios nos ha dado? El hecho histórico de la muerte de Jesús tiene un significado teológico de sufrimiento sustitutivo: él murió por nosotros, en nuestro lugar y en lugar de todos, por nosotros que nos habíamos apartado de Dios. En otras palabras, el que recibió la misión de mediación también resultó ser nuestro gran amigo, asumiendo el peso de todos los males que nos golpearon cuan- do nos quedamos solos y perdidos. Esta demostración incomparable del amor divino por nosotros brillará en la historia para siempre, iluminando el camino de los pueblos.
Pablo va por todo el mundo, sin detenerse, con gran alegría, dando el todo de sí mismo para difundir esta buena noticia. Jesús no se sacrificó porque fuésemos judíos o griegos, esclavos o libres, educados o ignorantes, ricos o pobres, hombres o mujeres, sino simplemente porque éramos pecadores necesitados de perdón. Y su don fue dispensado sin que los hombres tuvieran ningún mérito. Lo que más agrada a Dios es no infligir castigo, sino dar sin medida su sublime misericordia.
Después de que Dios lograse este misterio inefable de amor, absolutamente gratuito y universal, era imposible –agrega el Apóstol– que Dios no completara la obra de nuestra salvación. La plenitud de la salvación, por lo tanto, se refiere a los bienes futuros, los bienes escatológicos: la gloria y la vida eterna. De esta manera, la paz y la reconciliación que recibimos «ahora» y saboreamos dentro de nuestro corazón están orientadas a su futura realización, ya que son la prenda de los dones que recibiremos más adelante.
Para exponer la triple dimensión de esta liberación, es decir, del pecado, de la ley y de la muerte, Pablo comienza una confrontación que describe la situación del ser humano antes y después de Cristo, mostrando las consecuencias de la desobediencia de Adán –que es la «figura» del que había de venir– y las de la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. Reflexionando sobre la historia de la caída del hombre (Adán), en el poema del Génesis, Pablo utiliza la verdad teológica allí presente: el pecado es la causa de la condición trágica de la de la historia del Génesis indica el pecado como la causa de la miseria general de la humanidad (dolor, aflicción, discordia, violencia y muerte). La desobediencia de Adán –tanto en sentido individual como colectivo (cf Gén 1,27)–, ha introducido una fuerza activa e infame en el mundo.
Pero aquí está: Jesucristo es el salvador. A través de él llegó la redención y la vida eterna para todos. Jesús es el «segundo» Adán, la antítesis de nuestro progenitor. El primer ser humano no tuvo fe en su Creador, desobedeció y rompió su amistad con Él. Por el contrario, Jesús es el «hombre nuevo», el nuevo Adán, absolutamente fiel y perfectamente obediente, que da su vida para restaurar nuestra amistad con Dios. La antítesis subraya la inconmensurable superioridad del beneficio traído por Jesús en contraposición al daño infligido por Adán. «Si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos» (Rom 5,15). El contraste entre «uno» y «todos» resalta el alcance universal del nuevo vínculo de amistad traído por el Señor Jesús.
El tema central del pasaje evangélico de Lucas es la segunda venida del Señor en la gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, como se profesa en el Credo: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». El paréntesis que separa el camino de los fieles de esta cita inevitable es el momento de la expectativa activa. La idea más importante del pasaje evangélico es la invisibilidad del propietario que, después de haber confiado un patrimonio para ser cultivado y aprovechado, desaparece, pero sin abandonar los suyos a su propio destino. En esta forma de obrar de Dios también existe el misterio de la libertad otorgado al hombre, que puede elegir cómo administrar el don de la vida sin presiones físicas, sin sentir una presencia apremiante.
En las Sagradas Escrituras, la petición de ceñirse la cintura se encuentra por primera vez en Éx 12,11. El contexto es la preparación de la cena pas- cual antes del paso del ángel de la muerte y de la salida de la tierra de la esclavitud. Luego se convertirá en una fórmula común para indicar la llamada al servicio, ejemplificada magistralmente por Jesús. «Antes de la fiesta de la esclavitud de la humanidad. El carácter etiológico de la historia del Génesis indica el pecado como la causa de la miseria general de la humanidad (dolor, aflicción, discordia, violencia y muerte). La desobediencia de Adán –tanto en sentido individual como colectivo (cf Gén 1,27)–, ha introducido una fuerza activa e infame en el mundo.
Pero aquí está: Jesucristo es el salvador. A través de él llegó la redención y la vida eterna para todos. Jesús es el «segundo» Adán, la antítesis de nuestro progenitor. El primer ser humano no tuvo fe en su Creador, desobedeció y rompió su amistad con Él. Por el contrario, Jesús es el «hombre nuevo», el nuevo Adán, absolutamente fiel y perfectamente obediente, que da su vida para restaurar nuestra amistad con Dios. La antítesis subraya la inconmensurable superioridad del beneficio traído por Jesús en contraposición al daño infligido por Adán. «Si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos» (Rom 5,15). El contraste entre «uno» y «todos» resalta el alcance universal del nuevo vínculo de amistad traído por el Señor Jesús.
El tema central del pasaje evangélico de Lucas es la segunda venida del Señor en la gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, como se profesa en el Credo: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». El paréntesis que separa el camino de los fieles de esta cita inevitable es el momento de la expectativa activa. La idea más importante del pasaje evangélico es la invisibilidad del propietario que, después de haber confiado un patrimonio para ser cultivado y aprovechado, desaparece, pero sin abandonar los suyos a su propio destino. En esta forma de obrar de Dios también existe el misterio de la libertad otorgado al hombre, que puede elegir cómo administrar el don de la vida sin presiones físicas, sin sentir una presencia apremiante.
En las Sagradas Escrituras, la petición de ceñirse la cintura se encuentra por primera vez en Éx 12,11. El contexto es la preparación de la cena pascual antes del paso del ángel de la muerte y de la salida de la tierra de la esclavitud. Luego se convertirá en una fórmula común para indicar la llamada al servicio, ejemplificada magistralmente por Jesús. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, […] se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos» (Jn 13,1.4-5). En este gesto, el servicio en nombre de Dios ha sido elevado al rango de sacramento del amor, dentro de la Eucaristía, que permite al destinatario participar en la vida de Jesús (cf Jn 6,30-58). No es casual que el cuarto Evangelio narre la Última Cena junto con el lavatorio de los pies. A Pedro, que trata de protegerse de esa iniciativa, «indigna» para el maestro, Jesús le dice: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13,8). Lavar los pies de los hermanos es un gesto que el maestro confía a sus discípulos como emblema del estilo de vida para llevar a todas las naciones. Después de la resurrección de Jesús, de hecho, los discípulos son disuadidos de seguir mirando al cielo; más bien, se les alienta a ir en misión para hacer todo lo que Jesús dijo e hizo, con la promesa de que el maestro volvería a su lado de la misma manera que se había ido (cf He 1,11). Se anhela con esperanza el regreso del maestro ciñéndose la cintura, es decir, al servicio de los hermanos en la fe, anunciando y haciéndoles participar de la salvación ofrecida como garantía en la Eucaristía.
La metáfora de las lámparas para mantenerse siempre encendidas (como en Éx 27,20; Lev 24,2) califica la espera como un momento de especial vigilancia. La aparente ausencia del amo puede llevar a la tentación de reemplazarlo, pretendiendo convertirse en los árbitros absolutos de la vida, la propia y la de los demás, y eliminando los bienes confiados para custodiarlos. Desde la perspectiva de Dios, la espera responde a la ley del amor. En el que vive los largos tiempos de espera, crece el deseo de encontrarse cara a cara con Dios: es necesario ser lo suficientemente fuertes como para soportar la carga de una palabra dada, pero sin una fecha límite, sostenida por la promesa del regreso sin previo aviso. Es importante que seamos conscientes de que todas las estaciones de una vida bien empleada, buscando y haciendo la voluntad de Dios, son un kairós, un tiempo favorable para ser llamados a volver a casa. La vida será un éxito si el fiel se encuentra preparado para este encuentro.
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