Alegrémonos: el amor de Dios es incondicional

Hermanas y hermanos en Cristo:

Hoy, cuarto domingo de cuaresma, es el domingo de la alegría. Es una feliz coincidencia que me permite compartir esta celebración eucarística en nuestra parroquia-Basílica de San Giovanni a Porta Latina.

Agradezco la fraterna acogida de los padres rosminianos, responsables de la vida pastoral y administrativa de esta querida parroquia de la diócesis de Roma. Siempre los tengo presente en mis oraciones para que sigan siendo servidores de la caridad, fieles a su carisma misionero y a la espiritualidad de su fundador.

También es una alegría poder compartir esta acción de gracias con los fieles de la parroquia y con la comunidad paraguaya presente aquí.

Meditemos brevemente las lecturas que la liturgia nos propone en este cuarto domingo de cuaresma, que iluminan nuestro ser y quehacer de cristianos y fortalecen nuestra fe en el inmenso amor y la misericordia de Dios para con nosotros.

La antífona de entrada nos pone en clima cuando nos dice “alégrate Jerusalén… llenaos de alegría los que estáis tristes…”

La primera lectura, del segundo libro de las Crónicas, nos habla de la compasión de Dios a la que el pueblo responde empecinándose en el pecado. La actitud permanente de Dios es compadecerse del pecador y del pueblo pecador; la actitud del pueblo pecador es empecinarse en el pecado cada vez más. Dios manda mensajeros y profetas, el pueblo se niega a oírlos. La misericordia de Dios llega a liberar al pueblo de sus opresiones a pesar de la falta de merecimiento por parte del pueblo, y eso porque el amor de Dios es incondicional.

En la segunda lectura, tomada de la carta del apóstol Pablo a los cristianos de Éfeso, se recalca la idea anterior de tal manera que resulta indubitable. El Dios que se nos revela en Cristo, el Dios cristiano, es un Dios rico en misericordia. Es un Dios que nos ama siendo nosotros pecadores, porque nos ama no porque nosotros seamos buenos, sino porque Él es bueno. San Pablo nos dice, y eso es palabra de Dios, que, en Cristo, nosotros, aunque todavía sea en esperanza, hemos recibido la vida de Dios, hemos sido resucitados. El Reino no es una esperanza inútil.

En el Evangelio oímos decir claramente que Jesús no ha venido ni a juzgar ni a condenar, sino a salvar. Y si Jesús no juzga, quién se atreverá a hacer juicios, sobre todo después de que Jesús mismo nos dice en el Evangelio que no juzguemos y no seremos juzgados.

Los cristianos estamos llamados a vivir siempre alegres, porque la esencia de nuestra vida está en el hecho de que Dios nos ha amado con un amor individual y personal, particularmente a cada uno de nosotros. Y Jesús no deja de amarnos, ni nos abandona, ni se olvida de nadie, ni aún en los momentos de mayor ingratitud de nuestra parte.

Las dificultades que nos impiden descubrir este tesoro son el egoísmo, la comodidad, el rechazo de las dificultades y las cruces que se nos presentan en la vida cotidiana.

Jesús recurre al signo de la serpiente en el desierto para indicar que el verdadero conocimiento de Dios lo encontraremos mirando a la cruz. “Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Sí, hoy también debemos mirar a la cruz.

Este tiempo de preparación debe dar sus frutos y, además, hemos de considerar que siempre estamos a tiempo. Tal vez, deberíamos mirar a este Jesús que está subido en lo alto de la Cruz para salvarnos. Siempre hay un momento de quietud para “enfrentarse” a la mirada de un crucifijo que nos espera.

La humanidad necesita volver a Dios, abrirse a su amor y cambiar el rumbo de los acontecimientos que hoy crucifican a millones de personas, cuya dignidad es pisoteada por las guerras y diversos conflictos armados en varias partes del mundo. Es la tercera guerra mundial en cuotas, como dice el Papa Francisco.

Duele ver que decenas de miles de niños y mujeres mueren a causa de las guerras y de los conflictos armados que, además, producen todo tipo de sufrimiento y desolación de las víctimas sobrevivientes. Miremos a Jesús, levantado en la cruz para salvarnos. Pidamos al Príncipe de la Paz que, desde lo alto, toque y transforme los corazones y las actitudes de quienes tienen en sus manos el poder para detener la guerra.

El sufrimiento de tantos inocentes en el mundo y también en nuestro país es consecuencia del egoísmo, de la codicia, de la soberbia del corazón humano. Se antepone el negocio, los intereses de poderes económicos, por sobre el bien común y la dignidad de las personas.

El Paraguay está viviendo momentos difíciles por la débil institucionalidad democrática y porque falta el sentido del bien común, de la ética política y de la responsabilidad en los que toman decisiones desde los ámbitos de administración de lo público. El Espíritu de Señor no conceda la  conversión, transformación de las conciencias, y que proclamemos y vivamos los valores del reino de Dios: verdad, honestidad, solidaridad, fraternidad, justicia.

Mons. Juan Sinforiano, Siervo de Dios, primer Arzobispo del Paraguay,  (1929) nacido en Mbujapey, fue un  obispo misionero. Ángel de la Paz, Gloria de la Iglesia y del Pueblo, Imagen viva del Buen Pastor, Lucero del Paraguay, son calificativos que florecieron sobre su memoria ya histórica. Nosotros hemos visto en él a un verdadero Evangelizador y Reconstructor moral de la Nación, por haber restaurado, entre las ruinas de la patria vieja, una sociedad humana -Patria sufrida-, que restañaba penosamente sus heridas, una Iglesia identificada con su suerte y su destino, y la fe católica de todo un Pueblo, muy americano, el Paraguay, como una de las notas fundamentales de su ser nacional. (Dr. Jerónimo Irala Burgos)

Nos proponemos con todo nuestro empeño y todos los medios a nuestro alcance para que nuestra evangelización, a ejemplo del Siervo de Dios, contribuya al saneamiento moral personal y de la nación.

Hay profundas heridas que restañar en nuestra patria geográfica y la patria grande extendida con nuestros migrantes paraguayos, las fronteras que van más de nuestros límites geográficos. Restaurar con el Restaurador, con suavidad y firmeza, restaurar al enfermo, devolver la dignidad de quien la ha perdida. Restaurar la comunidad herida, sanar las corrupciones que afectan el tejido social y moral de la nación, como han hecho tantos hijos e hijas de nuestra tierra,  que han permanecido fieles seguidores del Maestro. Él nos restaura con su Palabra de Vida y el Pan de la Eucaristía que nos proporciona para fortalecernos en la misión que él nos ha encomendado.

(Cfr. Ef.2)

Hemos han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a nuestros propios esfuerzo, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras que realizamos, para que nadie pueda presumir, porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos.

La cuaresma es tiempo de conocer y reconocer de que Dios nos busca y nos quiere restaurados. Y que por eso mandó al mundo a su Hijo Único. Dios nos espera a un costado del camino. Invocamos la bendición de Dios para nuestro país, para cada uno de ustedes, sus familias y seres queridos. Nos encomendamos a la protección de la Virgen de los Milagros de Caacupé y a San Juan Evangelista, el discípulo que supo vivir en sintonía con al amor a Dios y el amor al prójimo como a uno mismo.

Así sea.

Roma, 10 de marzo de 2024.

 

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción

Presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya