Queridos Hermanos:

Hemos comenzado la Semana Santa. Nuestro júbilo en la bendición de los Ramos, imita en cierto modo, la algarabía, el grito de triunfo del pueblo, al recibir al Salvador, aclamándolo con la palabra “hosanna”, La multitud en la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén gritaba “Hosanna”, probablemente como una oración para que la salvación viniera a Israel mediante el Mesías. Ese Mesías, Jesús de Nazaret, finalmente llegó a Jerusalén.

Hoy, ha llegado nuevamente a nuestros corazones y a nuestra comunidad de fe, al inicio de la Semana Santa. También nosotros, invocamos clamorosamente a Jesús, el Mesías, el Rey del universo, el Salvador del mundo.

Hoy se recuerda en toda la Iglesia Católica la jornada mundial de la juventud. Sintámonos unidos a nuestros jóvenes, proclamemos con ellos la misma e idéntica fe de los Apóstoles y de toda la Iglesia: ¡sólo Cristo el Señor nos obtiene la salvación, no hay Dios que el manifestado en su Muerte y en su Resurrección! Salvación que hemos recibido gratuitamente por la fe y el bautismo y ahora celebrados en la eucaristía.

Escuchemos un breve comentario a la lectura de la Pasión y Muerte de Jesús que se acaba de proclamar. San Pablo, en la segunda lectura, hace una síntesis de quién es Jesús, el Hijo de Dios y cómo su vida se entregó totalmente por nosotros.

Pablo nos entrega aquí el secreto de la convivencia cristiana: buscar lo que es humilde y no hacer nada por rivalidad o por vanagloria. Como entonces, la división, la envidia y las discordias, también hoy son escándalos de la división entre nosotros. Por eso, miremos contemplados la humildad de Jesús.

Luego sigue, en un himno que es como una profesión de fe, Pablo nos propone el ejemplo de Cristo que, siendo Dios, se hizo hombre, siendo rico se hizo pobre, siendo el primero se hizo el último, siendo Señor se hizo siervo. El Señor Jesús se rebajó hasta colocarse entre los más menospreciados.

Esta actitud de Jesús será también la de sus discípulos. En eso debemos distinguirnos de aquellos que buscan principalmente la realización personal o la de una familia. Si bien son aspiraciones legítimas, y sin embargo fueron desvalorizadas por Cristo, por el simple hecho de haber tomado el camino contrario. ¡Cómo contrasta la actitud del siervo de Dios, Jesús, con nuestras ambiciones, luchas de poder! Como decíamos los Obispos en la última carta pastoral: la autoridad es para el servicio. Toda autoridad pública, la de una familia, la de una institución educativa, social, económica, política, cultural o eclesial… la autoridad tiene el único objetivo: servir a los demás, buscar el bien común, realizar la dignidad de cada persona humana. Eso es imitar la grandeza de Cristo Jesús. Así se es auténticamente cristiano. Difícil camino, ¿verdad? Pero, es la verdad del camino.

No se apegó a su igualdad con Dios (2,6). Es el misterio del Hijo de Dios que se rebaja haciéndose criatura y que renuncia a la gloria de Dios. Pasar por la condición humana, sometido al sufrimiento y a sus limitaciones, y luego morir en una cruz, eran los pasos de un camino en que se redujo a nada. Es lo que llamamos “kénosis”, vaciamiento total, por amor y por misericordia hacia la humanidad, con un ejemplo divino. Pero, Dios lo engrandeció. La humillación y la obediencia de Cristo son la condición de su gloria. De este modo, juntos con Pablo y la Iglesia, proclamamos que Dios “Le dio el Nombre”, es decir, que le entregó a su presencia activa en el universo. El Hijo ha vuelto al Padre: todo lo que es del Padre, incluso su Gloria y su Poder divino, es ahora suyo y el universo entero lo reconoce. Toda la conducta de Dios sobre el mundo y sobre nuestras vidas pasa ahora por la persona glorificada de Cristo.

Hermanos, Hermanas:

En esta semana santa, les invito a tomar en las manos los santos evangelios… para conocer la obra de Dios en la salvación del mundo, para nuestra salvación, aquí y ahora. Tengamos el tiempo para leerlos, meditarlos, convertirlos desde el propio corazón en una sencilla oración personal, y que sea estímulo para seguir a Jesús, con una vida humilde, llena de amor a Dios y al prójimo.

Y ¡qué bueno es que delante de la Cruz del Señor, nos pongamos de rodillas, para confesar nuestros pecados… y comenzar de nuevo un camino liberador de conversión personal, familiar, institucional, pastoral y eclesial. Para eso, el sacramento de la Penitencia o Reconciliación es un punto de encuentro eficaz de la gracia en el camino de la conversión.

¡Sea alabado y glorificado Nuestro Señor Jesucristo! ¡Por siempre sea alabado!

Monseñor Edmundo Valenzuela 
Arzobispo Metropolitano