Compartimos la homilía completa del Monseñor Edmundo Valenzuela, Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción, pronunciada el Domingo de Ramos, 14 de abril de 2019 en la Catedral Metropolitana de Asunción. 

Hemos escuchado el evangelio de la bendición de las palmas la frase: “Marchaba por delante subiendo a Jerusalén” (Lc 19,28). Y hemos respondido diciendo: “Sigamos al Señor”. El camino de Jesucristo es el camino más seguro e imitable para todo ser humano, pues nos conduce a la meta, a ser, por la misericordia de Dios, una humanidad plenamente realizada.

(Celebrando la Jornada Mundial de la Juventud)… En este Domingo de Ramos, repitamos que ser cristiano es un camino, una peregrinación para llegar junto a Jesucristo. ¿Pero, cómo es ese camino?

Se trata de un ascenso, de Jericó subir a Jerusalén hay un ascenso de casi mil metros. Pero, es una imagen de aquel camino interior en el seguimiento de Cristo, una ascensión del ser humano. A veces, escogemos un camino cómodo, evitando cansancio. Entonces descendemos hacia lo bajo, lo vulgar, apareciendo en nuestra vida mentira, deshonestidad, vicios… Cuántos hermanos nuestros viven sin sentido, dominados por las fuerzas del egoísmo, por las ideologías de moda, sin principios éticos ni morales, sólo satisfaciendo sus inclinaciones, en el olvido total de Dios, de los hermanos, de la misma naturaleza… Este domingo nos invita a levantar la mirada, hacia Jesucristo, a caminar con él, en el ascenso de una vida recibida como don y tarea.

Jesús caminó delante de nosotros y va hacia lo alto, nos conduce a las alturas, a una vida según verdad, superando la presión de la dominante opinión pública. Nos hace disponibles a los que sufren, los abandonados. Nos anima a la fidelidad en su seguimiento, siempre difícil. Nos fortalece para ayudar, con bondad a quienes viven desorientados y quejumbrosos de todo. Jesús nos conduce al amor, nos conduce a Dios.

“Marchaba por delante subiendo a Jerusalén”. En esto hay diversos niveles. Jerusalén, lugar del Templo, donde Dios es uno solo en todo el mundo, es el Dios de la creación, el Dios de todas las personas que lo buscan y de quien tienen también conocimiento.

Ese Dios se ha dado un nombre. Eligió a Abraham para ser su Dios cercano, siendo el Dios infinito, quiere habitar en medio de nosotros. Jesús sube allí, con todo Israel, a celebrar la Pascua, el memorial de la liberación de Israel. Jesús va a esta fiesta porque él es consciente de ser el Cordero en el que se cumplirá la Palabra de Dios (cfr. Ex. 12,5-6.14): un cordero sin defecto, macho, que, al atardecer, ante los ojos de los hijos de Israel es inmolado “como rito perenne”.

Qué grande es este Jesús que sabe que su camino irá más lejos: no tendrá en la cruz su final. Sabe que su camino rasgará el velo entre este mundo y el mundo de Dios. Sabe que ascenderá hasta el trono de Dios y reconciliará a Dios y al hombre en su cuerpo. Su cuerpo resucitado será el nuevo sacrificio y el nuevo templo; que en torno a él se formará la nueva Jerusalén celeste y terrestre, porque en su Pasión los confines de la tierra fueron abiertos. Su camino conduce hasta la altura de Dios mismo. ¡A este ascenso nos invita al iniciar la Semana Santa, como paradigma de la vida cristiana!

¿Cómo es nuestro seguimiento, nuestro ascenso? La meta a la que nos conduce Jesús es la comunión con Dios, el ser-con-Dios. Al estar con Cristo, en su camino, tenemos el ascenso de nuestra vocación. Caminar con Jesús es caminar en el “nosotros” de los que quieren seguirle. Nos dejamos llevar por el camino a la vida verdadera, a ser personas conforme al modelo del Hijo de Dios Jesucristo. Con él, ascendemos a las alturas de Dios, no estamos solos, somos su Iglesia, debemos entrar y permanecer en el “nosotros” de la Iglesia. Nuestra responsabilidad de la comunión supera el orgullo, el aislamiento y la arrogancia. Somos humildes cuando creemos con la Iglesia, del ascenso hacia Dios, condición esencial del seguimiento. No corremos tras una idea equivocada de emancipación o de alguna ideología de moda, no abandonamos los valores que siempre forjaron nuestra historia, las familias, la Nación paraguaya. La humildad de vivir y ser con la Iglesia nos lleva al ascenso, a la superación de tantos males, que, faltando el camino de la gracia de Cristo, caemos en la corrupción, nos despersonalizamos y nuestras obras reflejan injusticias, ofensas, chabacanería en nuestro lenguaje, para asimilarnos a la moda del mundo actual.

Siguiendo el camino de Jesús, nos dejamos llevar por sus manos en los Sacramentos, nos dejamos purificar y vigorizar, aceptamos la disciplina del ascenso a la altura de Jesucristo, aunque estemos cansados o desorientados. Y la cruz forma parte de este ascenso a la altura de Jesucristo, a la altura de Dios. Logramos grandes resultados cuando sabemos de renuncia, de sacrificio, de duro ejercicio. Así es el camino a la vida misma, a la realización de la comunión con Aquel que ha subido a la altura de Dios a través de la Cruz.

Lo sabemos: Cruz significa amor: quien se pierde a sí mismo, se encuentra.

Volvamos al seguimiento de Cristo, a ser auténtico ser humano y así revivir por Dios. Sintámonos en comunión con el “nosotros bautizados” que es la Iglesia, en comunión con Jesucristo y alcanzaremos el camino hacia Dios. Escuchemos la Palabra de Jesucristo para vivirla en la fe, esperanza y amor. De este modo, estamos en camino a la Jerusalén definitiva, en comunión con todos los Santos de Dios, hacia donde va nuestra peregrinación.

Quienes hemos tenido la gracia de haber visitado la Tierra Santa, hemos conocido y experimentado la historia real de Aquel que se puso en camino…haciendo el bien, hasta llegar a Jerusalén, aclamado por la multitud como Rey, como el “bendito que viene en nombre del Señor” para luego realizar su amor total por nosotros en su muerte y resurrección.

En la liturgia del Domingo de Ramos, nn la oración con la que se bendicen las palmas rezamos para que en la comunión con Cristo podamos dar el fruto de buenas obras.

En este tercer trienio de la juventud, el mejor fruto es ser discípulo de Jesucristo, en adherirnos fuertemente como ramas al tronco, para subir con él y para que la variedad de frutos de la vida cristiana nos lleve a poner la mirada en la meta final de nuestra peregrinación terrestre, en vivir para siempre con Dios. Todos los otros frutos, tendrán su raíz en el seguimiento de aquel que es el “Camino, la Verdad y la Vida” y los frutos alegrarán el vislumbrar una nueva sociedad de hermanos, solidarios y generosos en la construcción del Reino de Dios. Amén.