En el Evangelio de San Juan 2, 1-11 se nos cuenta el milagro de las bodas de Caná. Caná de Galilea, situada a 7 km de Nazaret. Entre los invitados se menciona en primer lugar a María, la madre de Jesús. No se le menciona a San José, omisión –y otros muchos en el evangelio– que hace suponer que el Santo Patriarca ya había fallecido.

San Agustín: ¿qué hizo Jesús en la boda? Convirtió agua en vino. ¡Asombroso poder! (…) teniendo, pues, hambre, le dijo el tentador: Si eres el Hijo de Dios, di que se hagan pan estas piedras; al que respondió el para enseñarte a ti a responderle, como lucha el emperador para que los soldados se adiestren en luchar. ¿Qué le respondió? No de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios. Y no hizo panes de las piedras él, que cierto pudo hacer eso, como convirtió el agua en vino. También estas pruebas lo tuvo estando en cruz crucificado: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”. En Mateo 27:38-44, se describe cómo la gente, los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos se burlaban de Jesús. Jesús con su poder podía descabalgar de sus aflicciones. Pero toma del amargo cáliz, de su misión hasta la última gota del sufrimiento, para transformar el dolor más amargo en el amor redentor. El dolor transformado en amor.

Las bodas en Tierra Santa eran cenas celebradas durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. Los esposos se encontraron en problemas, y María simplemente le dijo esto a Jesús: ya no tienen vino. Ella no le dice lo que tiene que hacer. Ella no le pide nada en particular, y no le pide realizar ningún milagro.

En las palabras de la Madre de Jesús, por lo tanto, podemos ver dos cosas: por un lado su cariñosa preocupación por la gente, ese cariño maternal que la hace estar atenta a los problemas de los otros. Vemos su cordial bondad y su voluntad de ayuda. A ella nosotros le confiamos nuestros cuidados, nuestras necesidades y nuestros problemas.

En Nazaret, ella entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). De nuestra madre María nosotros aprendemos el gusto y disposición para ayudar, pero también aprendemos la humildad y generosidad para aceptar la voluntad de Dios, en la confiada convicción de que lo que sea que él diga como respuesta será lo mejor para nosotros.

«Aún no ha llegado mi hora». Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; jamás por dar gusto a otros. Él actúa siempre partiendo del Padre, y es justamente esto que lo une a María, porque ahí, en esta sintonía de voluntad con el Padre, ha querido realizar también ella su pedido. Por esto, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar el pedido, ella sorprendentemente puede decir a los siervos con simplicidad: «Hagan lo que Él les diga».

Él pone en acción un signo, con el cual anuncia su hora, la hora de las bodas, de la unión entre Dios y el hombre. Él no «produce» simplemente vino, sino que transforma las bodas humanas (agua) en una imagen de las bodas divinas (el vino bueno), a las cuales el Padre invita mediante el Hijo y en las cuales Él dona la plenitud del bien.

En esta hora de hoy, en esta celebración eucaristía, celebramos el banquete de nuestra íntima unión con el Señor. El, viendo nuestras necesidades, se abaja para alimentarnos de sí mismo. Isaías 62,1 nos dice “Serás corona de gloria en la mano del Señor y diadema real en la palma de su mano”. El nos corona de su Cuerpo y Sangre. Por la Consagración del sacerdote el pan y el vino se transformarán en el Cuerpo y Sangre del Señor. ¡Asombroso poder!, también decimos con San Agustín.

En el hoy de nuestras vidas, invitamos al Señor y a María Santísima: Que transformes los barros y ciénagas de pecados que empantanan la convivencia, social y familiar, en aguas limpias, purificadas y serenas. Que la pérdida de horizontes religiosos y el debilitamiento moral de muchos de nuestros conciudadanos se transformen en fe viva y fortalecimiento espiritual. Que la infamia de la corrupción, tratas de personas y desapariciones y los males causados a los más pequeños y vulnerables, el mal causado al medio ambiente y convivencia social, se transformen en decididos esfuerzos por erradicar la iniquidad, la impunidad estableciendo la equidad, la fraternidad y solidaridad con los desposeídos y privados de su dignidad de personas. Transforma nuestras buenas intenciones en atenciones concretas y solidarias con las necesidades de salud integral, educación, tierra, techo y trabajo, entre otras. Que transformes nuestros corazones de piedras en corazones de carne, de misericordia.

La esperanza y la alegría nos nace también del testimonio cristiano de tantos hermanos y hermanas, familias, laicos, hombres y mujeres de la Iglesia en el corazón del mundo, hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia en el Paraguay, consagrados a ser discípulos misioneros, transformadores y transmisores de esperanza, por su caridad y oración, que en el día a día profesan su fe y amor a Jesucristo, y luchan para sembrar la semilla del Evangelio, para crecer los frutos del Espíritu Santo, por un país mejor y generar nuevos horizontes de solidaridad y concordia entre hermanos.

Adalberto Card. Martínez Flores
Arzobispo de la Santísima Asunción