Al concluir el rezo del ángelus ayer domingo, el Papa Francisco recordó que hoy es el día de Santa Mónica, madre de San Agustín, e hizo este especial pedido a los fieles.

“Hoy se recuerda a Santa Mónica, madre de San Agustín: con sus oraciones y sus lágrimas pedía al Señor la conversión del hijo; ¡mujer fuerte, mujer valiente!”, compartió el Santo Padre ante los fieles reunidos, este mediodía romano, para el rezo mariano en la Plaza de San Pedro en el Vaticano.

“Recemos por tantas mamás que sufren cuando los hijos están un poco perdidos o están en caminos difíciles en la vida”, pidió el Papa.

Cada 27 de agosto, la Iglesia Católica celebra a Santa Mónica, patrona de las esposas. Nació en Tagaste, en la actual Túnez, (África), en el año 331. Se casó, en un matrimonio arreglado, con Patricio, un hombre violento y mujeriego.

Alguna vez le preguntaron por qué su esposo no le pegaba teniendo tan mal genio, a lo que ella respondió: “Es que, cuando mi esposo está  malhumorado, yo me esfuerzo por estar de buen humor. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos, y yo no acepto la pelea, pues…. no peleamos”.

Santa Mónica nunca dejó de rezar y ofrecer sacrificios por la conversión de su esposo, cosa que finalmente logró y Patricio (el papá de San Agustín) se bautizó poco antes de morir.

La santa rezaba también mucho por su hijo, San Agustín –cuya fiesta se celebra hoy 28 de agosto– y un día intercedió por él ante un obispo quien le respondió esta famosa frase: “Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.

San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354.  Tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. De esta manera, cayó en la red de la secta de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal.

En su juventud tuvo una relación con una mujer. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.

Con el paso del tiempo, Agustín, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán.

En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.

San Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.

Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.

Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos. (Mt 23) El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

San Agustín fue uno de los autores más prolíficos de la historia (a su muerte se contabilizaron al menos 1.300 escritos, aunque se considera que escribió entre 3.000 y 4.000 homilías). Su libro más publicado, las «Confesiones», autobiografía en la que «la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza de Dios y en acción de gracias, pues Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí».

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

¿A partir de esta propuesta de vida, a qué estamos llamados hoy los bautizados? Estamos con el Señor, o todavía no hemos respondido suficientemente la llamada, a la confesión de fe y amor al Señor. Apacienta mis corderos.

(1 Jn 4) Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.

El Paraguay clama por una sociedad más fraterna, solidaria, justa, equitativa. Una sociedad reconciliada, donde prime el diálogo y la búsqueda de la paz social. El auténtico diálogo social supone la capacidad de escuchar y respetar el punto de vista del otro. Dialogamos cada uno desde nuestra propia identidad y convicciones, pero nos abrimos a buscar puntos de contacto, de encontrar consensos básicos para trabajar y luchar juntos por el logro del bien común, transformar nuestra sociedad en la Ciudad de Dios.

San Agustín se imagina La Ciudad de Dios, como la lucha entre el bien y el mal, que se orientan desde la Providencia divina. Esta Providencia lo supone todo, la existencia del bien que Dios quiere, y la presencia del mal que Dios permite para que se obtenga de él beneficios mayores.

Hemos iniciado un nuevo periodo de gobierno, exhortamos a quienes ocupan cargos de responsabilidad política, social y económica al diálogo social por el bien común. Necesitamos, trabajar por la Providencia de Dios, un pacto social sobre algunos temas esenciales entre los que mencionamos: el fortalecimiento de las instituciones de la República cumpliendo el mandato constitucional de la división de poderes, el equilibrio y el mutuo control; sobre todo, es fundamental salvaguardar la independencia e integridad de la Justicia.

Estamos en el Año del Laicado. Muchos bautizados ocupan cargos de responsabilidad en los Poderes del Estado, en las instituciones públicas, en los gremios empresariales y en diversas asociaciones de la sociedad civil. Por el bautismo están llamados a ser fermento del evangelio en esos ambientes, ser sal que impide la corrupción y luz para iluminar y orientar las conciencias y las acciones hacia el bien.

Para San Agustín, la familia es el fundamento de la sociedad, por lo que la paz doméstica se debe ordenar a la paz de la ciudad. Es decir, “la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en la casa debe relacionarse con la ordenada concordia entre los ciudadanos.

Reiteramos el llamado urgente que hicimos los obispos en nuestra carta pastoral: laicos católicos, sean discípulos misioneros del Señor. Vayan y anuncien la Buena Nueva a nuestro pueblo; transformen su familia, su lugar de trabajo; participen en la vida pública, en las organizaciones vecinales, en su partido político, en las cooperativas… sean fermento en la masa; iluminen con el testimonio de su vida las sombras del pecado que amenazan la dignidad de los más pequeños, de los pobres, de los vulnerables de nuestra sociedad.

Encomendamos estas intenciones a nuestra Madre, Protectora e Intercesora, la Santísima Virgen María de la Asunción, a Santa Mónica y San Agustín.

 

Card. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción