SANTA MISA

Lunes 15 de septiembre de 2025

HOMILÍA

Fiesta de la Virgen de los Dolores

Hoy celebramos a la Virgen Dolorosa, la Virgen de la Piedad, la Madre que permaneció fiel al pie de la cruz. La Iglesia nos invita a contemplarla no como una figura lejana, sino como una madre cercana, que conoce nuestras penas y se queda a nuestro lado en nuestras luchas.

Recordemos que en el mes de junio la Iglesia celebra dos fiestas muy unidas: el Corazón de Jesús y el Corazón Inmaculado de María. Son dos corazones que laten al unísono, como un solo latido de amor por toda la humanidad. María escuchó la Palabra de Dios con humildad y dejó que su vida se moldeara según el corazón de su Hijo. Por eso, cuando lo acompañó hasta el Calvario, su corazón estaba plenamente unido al de Jesús en un mismo acto de amor y de entrega al Padre.

La Virgen Dolorosa nos enseña a vivir con fe, esperanza y caridad. La fe, porque creyó cuando todo parecía oscuro y sin salida. La esperanza, porque confió en que después de la cruz vendría la resurrección. Y la caridad, porque su corazón, unido al de su Hijo, nunca dejó de amar, consolar y acompañar.

La Transfiguración: un anticipo de la gloria

Cuando contemplamos en el Evangelio de Mateo, vemos que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías, conversando con Él. Entonces Pedro, maravillado, exclamó: «Señor, qué bien estamos aquí; si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 1-4). Y mientras aún hablaba, una nube luminosa los cubrió y se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» (Mt 17, 5).

Jesús quiso revelar anticipadamente su resurrección y su gloria en el monte de la Transfiguración. Allí mostró a los discípulos un destello de lo que vendría después de la cruz. Ellos estaban tan maravillados que Pedro exclamó: «Señor, qué bien estamos aquí». Pero Jesús no podía quedarse en ese monte luminoso, porque su camino pasaba necesariamente por el Viernes Santo. Tenía que descender para cumplir el designio del Padre: entregar su vida en la cruz para salvarnos.

Y así llegamos al otro monte, el monte de la desfiguración, el Calvario. Allí el Crucificado ya no viste ropas resplandecientes: aparece desnudo porque sus vestiduras fueron sorteadas; ensangrentado porque fue flagelado; coronado de espinas porque fue humillado. La noche de la humanidad se hace presente. Las nubes oscuras se vuelven como abismos, que oscurecen ese monte y a toda la humanidad.

En ese momento extremo de violencia y rechazo a Dios, todo parece sumido en la sombra de la muerte. Y allí se escucha el grito del Hombre de los Dolores: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Ese grito no es sólo el suyo: es el grito de la humanidad entera, el clamor de los pueblos que sufren la guerra, el hambre, la injusticia y la muerte de los inocentes.

La vida es un don sagrado

Y debemos decirlo con claridad: la vida es un don sagrado, la vida es santa, y cada vez que se desprecia o se destruye, se vuelve a crucificar al mismo Señor. Por eso, las desfiguraciones de Cristo crucificado continúan hoy en aquellas vidas que padecen los holocaustos del aborto en los vientres maternos al impedírseles nacer, en cada agresión contra los más pequeños, en cada abuso que hiere la inocencia y en cada explotación que destruye la dignidad humana. Jesús mismo nos dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 19,14).

Por eso la Iglesia está llamada a ser siempre un lugar seguro para los niños, los jóvenes y los adultos vulnerables. También nuestras comunidades parroquiales y educativas han de ser espacios donde no tengan cabida los abusos sexuales, los abusos de conciencia, de poder o espirituales. Son como cizañas envenenadas que carcomen el tejido social, hieren a las víctimas, a sus familias y a la comunidad entera, y destruyen la confianza en la Iglesia. Erradicarlas es parte de nuestra fidelidad al Evangelio y de nuestro amor a Cristo crucificado.

La Madre que nunca abandona

Contemplemos hoy a la Madre Dolorosa, la Virgen de la Piedad. Ella permanece al pie de la cruz, no abandona a sus hijos y nos fortalece con su fidelidad. En obediencia de fe, en la esperanza cierta de la resurrección y en la caridad que abraza a toda la humanidad, nos muestra que la cruz no es la última palabra, sino que abre paso a la vida nueva en Cristo.

Tiempo de la Creación: custodiar la casa común

En este mes de septiembre, que la Iglesia nos invita a vivir como Tiempo de la Creación, volvemos a abrir el primer libro de la Biblia, el Génesis, donde leemos que Dios, al contemplar lo creado, “vio que todo era bueno” (Gn 1). Esa página luminosa de la Escritura nos recuerda que hemos sido llamados a ser colaboradores en la obra creadora de Dios, y no destructores de lo que Él mismo ha visto que era bueno. Por eso estamos invitados a la oración y a la conversión ecológica, para ser guardianes, defensores y restauradores de la tierra herida. Este mundo, como un vientre materno que nos da vida, ha sufrido y sufre violencias por tantos atropellos contra la naturaleza. Frente a esta realidad, la Virgen Dolorosa nos anima a custodiar la obra de Dios con amor, respeto y responsabilidad, para que la casa común siga siendo signo de vida y de esperanza.

Oración a la Virgen de la Piedad

Virgen de la Piedad,

que Miguel Ángel plasmó en la roca dura del mármol,

allí donde el dolor se volvió belleza serena

y el amor se hizo ternura maternal,

míranos hoy con tu compasión.

Han pasado más de quinientos años

desde que tus brazos, esculpidos en piedra,

sostienen al Hijo entregado.

Y sin embargo, tu imagen sigue viva,

porque tu dolor es el dolor de cada madre,

y tu esperanza es la esperanza de toda la Iglesia.

También nosotros llevamos en el corazón

durezas de piedra y heridas sin tallar.

Déjanos ser como aquel mármol,

en manos del Divino Artista,

para que el Espíritu Santo, con su cincel de amor,

forme en nosotros la imagen de tu Hijo.

Que nuestra vida, como la tuya,

sea transparencia de la obra creadora de Dios,

imagen y semejanza suya,

reflejo de la esperanza que nunca muere.

Virgen de la Piedad,

madre dolorosa y consoladora,

sigue enseñándonos a creer,

a esperar y a amar,

hasta que podamos contemplar,

contemplar en la gloria,

el rostro resplandeciente de Cristo Resucitado.

 

 15 de septiembre de 2025

Adalberto Card. Martinez Flores