SANTA MISA
HOMILÍA
CONFIRMACIÓN
PARROQUIA SAN GERARDO MAYELA
Queridos jóvenes: Hoy celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo, un Rey que no reina desde el poder humano ni desde la fuerza de las armas, sino desde la cruz. En el Evangelio vemos al malhechor que, en su última hora, abre el corazón y dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y Jesús, con la autoridad del verdadero Rey, le responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Este diálogo nos revela quién es Jesús: el Rey que se inclina hacia el que sufre, que escucha al que clama y que abre las puertas del Reino a quien confía. Jesús es el Rey del Universo porque es el Mesías, y “Mesías” significa precisamente “El Ungido”. Él es el Ungido por excelencia: ungido por el Padre con el Espíritu Santo desde toda la eternidad, y ungido también públicamente cuando el Espíritu descendió sobre Él en el Jordán. Él es el Cristo, el Ungido, y por eso nosotros somos cristianos, los que pertenecen al Ungido.
Pero este Rey, antes de ser coronado con gloria, fue coronado con dolor. En su Pasión, Jesús recibió una corona de espinas: fue herido, humillado, golpeado y tratado con crueldad. Aquel que vino a mostrarnos el camino del bien, aquel que pasó haciendo el bien, fue coronado con aquello que más duele y más hiere: con las espinas de la violencia, de la burla, del desprecio. Y no solamente entonces: también hoy, de muchas maneras, seguimos clavando espinas en la frente de Cristo con nuestras indiferencias, nuestras divisiones, nuestros odios, nuestros revanchismos, nuestras violencias, nuestras discriminaciones y nuestros abusos de poder. Jesús, Dios hecho hombre, fue abusado por manos humanas; y aún hoy su rostro es herido en cada hermano humillado, en cada injusticia, en cada herida que el mal inflige. Cuánto nos duele pensar que hemos herido su frente, que hemos añadido espinas a su dolor con nuestras propias maldades.
Y es ese Ungido —Cristo Rey— quien hoy los unge a ustedes con el Santo Crisma, para que participen de su misma misión. La unción que recibirán no es un gesto simbólico vacío: es la prolongación sacramental de la unción que el Padre derramó sobre Jesús. La Escritura muestra que, desde antiguo, el aceite era signo de elección y misión: con aceite eran ungidos los sacerdotes (“Tomarás el óleo de la unción y lo derramarás sobre su cabeza”: Ex 29,7), los reyes (“Samuel ungió a David y el Espíritu del Señor irrumpió sobre él”: 1 Sam 16,13) y los profetas (“Ungirás a Eliseo como profeta”: 1 Re 19,16). Pero Jesús es el Ungido pleno: sobre Él descansa el Espíritu en plenitud (cf. Lc 4,18). Hoy, por la Confirmación, ese mismo Espíritu se derrama sobre ustedes. Dios les dice: “Tú me perteneces; yo te envío; yo estoy contigo”.
Muchos jóvenes me dicen: “Padre, quiero ser mejor cristiano, pero tengo muchos pecados; siempre caigo en lo mismo; me siento perdido”. Es cierto: la vida a veces se llena de enredos y de nudos difíciles de desatar. Y por eso la vida de San Gerardo Mayela (Muro Lucano, 1726 – Caposele, 1755) ilumina nuestro camino. Un día, el superior del convento perdió la llave del granero: todos buscaron, todos se esforzaron, pero nadie encontró nada. Gerardo, en silencio, hizo una oración simple, fue a la cisterna, sacó un balde de agua, y dentro estaba la llave. Cuando le preguntaron cómo lo supo, respondió: “Dios lo ve todo; solo le pedí que me mostrara dónde estaba”. Así ocurre también con nosotros. Humanamente podemos agotarnos buscando soluciones, pero en la oración Dios nos muestra la llave; en el silencio nos da claridad; en la fe nos ofrece la sabiduría que humanamente no tenemos.
Esto lo vivió profundamente también nuestra querida María Felicia de Jesús Sacramentado, Chiquitunga, confirmada a los 20 años en 1945 en Villarrica. En su urna está escrita una súplica que repetía con frecuencia: “Señor, dame amor para amar”. Esa era su llave interior, su oración constante. Ella sabía —como lo sabía también Santa Teresita del Niño Jesús— que el amor abre todas las puertas, que el amor ilumina los caminos oscurecidos, que el amor es la llave que abre el corazón de Dios. Y San Gerardo vivió lo mismo: en él el amor se hacía servicio concreto. Cuando los pobres llegaban hambrientos y la despensa estaba casi vacía, él igual repartía confiando en la Providencia, y la comida alcanzaba para todos. La unción del Espíritu en su corazón se traducía en amor concreto.
Queridos jóvenes, hoy ese mismo Espíritu Santo viene sobre ustedes. Él será su luz cuando se sientan confundidos, será su llave cuando se sientan perdidos, será su fuerza cuando caigan, será su consuelo cuando sufran. Y hoy, en esta fiesta de Cristo Rey, recordemos que aquel que una vez fue coronado con espinas, hoy desea ser coronado con algo infinitamente más hermoso: la corona de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad. San Pablo decía a sus comunidades: “Ustedes son mi alegría y mi corona” (Flp 4,1), y también: “¿Cuál es nuestra esperanza o corona de gloria? ¿No lo son ustedes?” (1 Tes 2,19). Hoy ustedes están llamados a ser la corona viva de Cristo Rey: una corona hecha de amor, de servicio, de esperanza y de misericordia; una corona que perfuma al mundo con la fragancia del Evangelio; una corona que consuela, que ayuda, que levanta y que ilumina. Esta es la corona que Cristo espera de cada uno de ustedes: la corona de una vida vivida en el amor.
Que Cristo Rey reine en sus corazones; que el Espíritu Santo sea siempre su llave interior; que San Gerardo Mayela y Chiquitunga los acompañen; y que ustedes, con su fe, esperanza y caridad, puedan coronar a Cristo no con espinas, sino con la corona más hermosa: la corona de una vida entregada al amor.
Asunción, 23 de noviembre de 2025
+ Adalberto Martínez Flores
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