SANTA MISA

HOMILÍA

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY

Jornada Mundial de la Juventud

Día Nacional del Laico

Queridos hermanos y hermanas: Hoy contemplamos una escena estremecedora para nuestra fe: Jesús, Rey del Universo, se encuentra delante de Poncio Pilato, prefecto romano de Judea, el hombre que representa el poder político del Imperio, la autoridad que vela por la paz del César y controla un territorio marcado por tensiones, conflictos y resistencias. Pilato era un funcionario acostumbrado a gobernar con mano dura, pero en su interior era también un hombre inseguro, temeroso de perder su cargo, vulnerable a las presiones y atrapado entre el deber de hacer justicia y la conveniencia política que le exigía conservar su prestigio y estabilidad ante Roma. Ese hombre, dividido y frágil, se encuentra de frente con Jesús, el Inocente, el Maestro, el Hijo de Dios.

Jesús no está ante Pilato como fruto del azar o de una conspiración improvisada. Él está allí porque fue entregado por las autoridades religiosas del Sanedrín, de la época,  la casta dirigente del pueblo judío compuesta por sumos sacerdotes, ancianos, escribas y saduceos que ejercían un poder religioso, administrativo y también político. Eran los custodios del Templo, intérpretes de la Ley y mediadores entre Roma y el pueblo. Veían en Jesús un peligro para su influencia, un desafío a estructuras que se habían endurecido y que ya no reflejaban la voluntad misericordiosa de Dios. Jesús denunciaba su hipocresía, su falta de compasión, su manipulación de la ley, su indiferencia ante los pobres. Y esa libertad profética los sacudía. Por eso, en un juicio nocturno irregular, lo declararon blasfemo. Pero al no poder aplicarle la pena de muerte, lo entregaron a Pilato con una acusación política calculada: “Se hace rey”. Así se unen dos poderes —el político romano y el religioso judío— movidos por el miedo, la conveniencia y la defensa de sus propios intereses. En estos días hemos participado de un Congreso, dónde mencionamos el terrible mal que pueden causar los abusos de poderes. Cristo fue víctima de abuso de poder, para descoronarle de su condición de Rey y Señor. 

Y, sin embargo, Jesús no llega como víctima sorprendida. Él sabía lo que ocurriría. En Cesarea de Filipo ya había anunciado con claridad: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; ser entregado a la muerte y resucitar al tercer día” (Mc 8,31). Pedro, escandalizado, intentó impedirlo, pero Jesús lo corrigió con firmeza: “Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mc 8,33). Jesús sabía que debía recorrer el camino del Siervo Sufriente; entraba libremente en su Pasión porque su Reino no se funda en la violencia ni en la fuerza, sino en el amor llevado hasta el extremo.

Pilato se encuentra así con la Verdad misma. Él pregunta: “¿Qué es la verdad?”, pero la Verdad está delante de él en persona: Jesús, que había dicho “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Sin embargo, los temores y cálculos del político romano obnubilaban su comprensión profunda de la verdad. Como escribió Séneca, sabio romano cercano a esta época: “A los que gobiernan por miedo, la verdad les estorba”. Pilato sabía que Jesús era inocente; incluso su esposa, movida por un sueño angustiante, le envió un mensaje urgente: “No te metas con ese justo” (Mt 27,19). Pero Pilato no supo escuchar ni a su conciencia ni a la voz profética que venía de su propia casa. Tenía la Verdad frente a él y no pudo reconocerla.

Jesús está a punto de ser coronado, pero no con coronas de oro ni de plata, sino con una corona de espinas, signo del amor que se entrega y de la realeza que nace del sacrificio. Esa corona dice más que todas las coronas del mundo: el verdadero poder no oprime, sino que sirve; no domina, sino que se arrodilla; no hiere, sino que sana. Pero esa coronación no terminó en el Calvario. Cristo Rey sigue siendo coronado de espinas en el viacrucis sufriente de la humanidad.

Es coronado de espinas en el viacrucis de las guerras, en los conflictos que desgarran pueblos enteros, siembran muerte y destruyen toda esperanza. Las llagas de Cristo supuran en Ucrania y Rusia, donde la violencia armada continúa quebrando familias, arrasando ciudades y dejando cicatrices profundas en la memoria de generaciones enteras. Supuran en el Medio Oriente, donde pueblos hermanos sufren hambre, persecución, desplazamiento y un dolor que parece no tener fin. Supuran en lugares del mundo donde los cristianos son perseguidos, expulsados, encarcelados o asesinados simplemente por confesar el nombre de Jesús. El sufrimiento del mundo es un Gólgota extendido, un eco del Calvario que sigue resonando hoy.

Y se nos hace imposible no mirar con dolor hacia Nigeria, donde más de 303 estudiantes y 12 profesores de una escuela católica fueron secuestrados por grupos armados, muchos de ellos niños de apenas diez años. Es terrorismo cruel, que hiere el corazón de ese país hermano y de toda la Iglesia. Hoy nos unimos al pueblo nigeriano, a sus obispos, a sus sacerdotes y a todas las familias que lloran y esperan; elevamos nuestra oración para que estos pequeños regresen sanos y salvos y para que la fe probada de la Iglesia en Nigeria siga siendo una luz en medio de tanta oscuridad.

Cristo Rey es coronado de espinas también en nuestro propio Paraguay. Lo es en el rostro de nuestros pueblos indígenas despojados de su tierra y de sus derechos. En los campesinos que luchan por la subsistencia. En las familias que viven en las periferias geográficas y existenciales, heridas por la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y la violencia. En nuestra naturaleza, tantas veces herida, explotada y conculcada por intereses que no respetan la vida ni el equilibrio de la creación.

Es coronado de espinas en el viacrucis silencioso de tantos jóvenes. Jóvenes que buscan la verdad, que tienen sed de sentido, que desean una vida grande y llena de esperanza, pero que en sus pantallas encuentran un poco de buen trigo y mucha cizaña: mensajes hedonistas, propuestas vacías, entretenimiento sin alma, imágenes que confunden y heridas que dejan marcas profundas. Muchos jóvenes atraviesan el viacrucis de las drogas, esa verdadera pandemia impulsada por mercaderes y empresarios de la muerte que se enriquecen con la sangre de los inocentes. Cada joven caído es una espina que desgarra la frente de Cristo.

Y Cristo sigue padeciendo también en los enfermos, que recorren un viacrucis interminable en centros asistenciales, hospitales, pasillos, salas de espera, estudios y tratamientos dolorosos. Cada cama de hospital es un pequeño Calvario; cada rostro agotado, un rostro de Cristo; cada lágrima, una gota de la sangre de su Pasión. Los padecimientos de Cristo siguen vivos en la carne herida del cuerpo social.

Todos estos hijos heridos —profundamente amados por el Señor— nos exigen compromiso. No basta la compasión de espectadores. Es necesario trabajar con determinación por políticas públicas que inviertan realmente en sanar y abrigar la vulnerabilidad social, que apuesten por la educación, la salud, la prevención de adicciones, la dignidad de las familias, el trabajo digno y la protección del ambiente. No se puede permitir que recursos que deberían aliviar sufrimientos se pierdan en gastos superfluos o intereses mezquinos. Cuando se administra mal lo que pertenece al pueblo, se multiplican los viacrucis sociales; cuando se pone el bien común en el centro, dignificando a cada ciudadano y sus familias, es hacer patria, es hacer Iglesia, para que se instaure el Reino de Dios en medio nuestro.

Y, sin embargo, no nos quedamos en la cruz. Cristo Rey nos llama a la esperanza. Hoy, en comunión con toda la Iglesia, celebramos también la Jornada Mundial de la Juventud en las Iglesias particulares, que desde hace algunos años tiene lugar precisamente en esta solemnidad de Cristo Rey. Esta mañana, tantos jóvenes han peregrinado hasta nuestra Catedral Metropolitana para atravesar la Puerta Santa en el marco del Jubileo 2025: Peregrinos de la Esperanza. Son jóvenes que caminan, que rezan, que cantan, que buscan a Jesús y se dejan mirar por Él. Ellos son nuestra corona y  esperanza,  que nos recuerdan que la fe no es algo inmóvil, sino un camino que se recorre junto a Cristo, apostando por la Verdad caminando juntos como compañeros y amigos.

El Santo Padre León XIV, en su mensaje para esta Jornada Mundial de la Juventud, les ha dicho que “ustedes también dan testimonio porque están conmigo”, invitándolos a no tener miedo de ser testigos de Cristo en medio del mundo, a construir fraternidad, a trabajar por la paz, a ser cercanos a los que sufren y a no dejarse vencer por las propuestas vacías que muchas veces les ofrece la cultura dominante. Les recuerda que Jesús los llama amigos y los envía como peregrinos de esperanza allí donde hay oscuridad, desánimo y violencia.

En este mismo día, nuestra Iglesia en Paraguay celebra también el Día Nacional del Laico, y damos gracias por tantos hombres y mujeres que, desde su vida cotidiana, construyen el Reino con gestos sencillos y silenciosos. Nuestros laicos son presencia de Cristo en la familia, en la escuela, en la universidad, en el mundo del trabajo, en la política, en los barrios, en las comunidades y movimientos. Junto a los jóvenes, ellos coronan cada día a Cristo Rey con obras de misericordia, con el servicio generoso, con la perseverancia en la fe y con su compromiso por la justicia y el bien común.

Si queremos reconocer al Rey delante de nosotros, debemos mirar a los pobres. Ellos son sacramento vivo de su presencia. A ellos queremos coronar con nuestra misericordia. Tantas personas en nuestra arquidiócesis se arrodillan cada día ante los que sufren, para lavar los pies de los hermanos más frágiles, como Jesús nos enseñó: “Si yo, el Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,14).

Que esta Eucaristía nos consagre como discípulos misioneros y servidores del Reino, para construir, aquí en nuestra tierra paraguaya, un Reino de paz, justicia, amor y solidaridad. Que nuestros jóvenes, nuestros laicos, nuestras familias, nuestras comunidades sean verdaderos peregrinos de la esperanza, que caminan detrás de Cristo Rey, coronado de espinas pero lleno de gloria. Y que, siguiendo al Rey que muere y resucita por nosotros, un día podamos escuchar la palabra más hermosa pronunciada en la cruz:

“Hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

 

Adalberto Card. Martínez Flores

 

23 de noviembre de 2025.