ESCUCHEMOS AL SEÑOR DEL AMOR Y DE LA PAZ
Hermanas y hermanos en Cristo:
La liturgia de la Palabra nos entrega hoy un mensaje que subraya la hospitalidad y la acogida; la escucha y el servicio; y el ministerio de la predicación de que Cristo vive en nosotros y es nuestra esperanza.
Vemos la acogida y la hospitalidad en Abraham y Sara; Abraham que acoge y escucha a Dios, en los tres hombres que llegan hasta su tienda, y Sara que prepara y sirve el alimento. También Marta y María abren las puertas de su corazón y de su casa, y sirven al amigo, al Maestro. María, que escucha, y Marta, que se dedica al servicio. En tanto que el Apóstol Pablo nos habla de que ha sido constituido para predicar la buena nueva a los pueblos, aún a costa de las persecuciones y de los sufrimientos, porque el discípulo está dispuesto a padecer, aunque sea mínimamente los sufrimientos de Cristo por la Iglesia, es decir, por cada uno de los hermanos.
En el evangelio, Jesús dice que una sola cosa es necesaria: escuchar al Señor. Y María escogió la mejor parte. No dijo que sea la única parte y que el servicio de Marta no sea importante, pero sí que la escucha precede a la acción. La oración precede a la misión e impulsa al apostolado, al anuncio de la Palabra, a la celebración de los sacramentos y al servicio de la caridad, que lleva a la promoción humana integral.
Es importante comprender que no se trata de la contraposición entre dos actitudes: la escucha de la Palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo. No son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía.
La escucha de la Palabra debe impulsarnos a ponerla en práctica, haciendo la voluntad del Padre. Por eso, Jesús agrega: “todo el que presta atención a mis enseñanzas y las pone en práctica es tan sabio como el hombre que edificó su casa sobre una roca bien firme” (Mt 7,24).
Jesús enseña: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y, amarás al prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas” (Mt 22,37-40).
En esencia, amar a Dios con todo el corazón, alma y fuerzas implica una entrega total y un compromiso profundo con Él en todos los aspectos de nuestra vida. Es un amor que transforma nuestra forma de pensar, sentir y actuar, llevándonos a vivir de acuerdo con su voluntad y a reflejar su amor en el mundo.
En tanto que, amar al prójimo como a uno mismo es un principio fundamental que nos invita a construir un mundo más justo y compasivo, basado en el respeto, la empatía y el amor hacia todos los seres humanos.
El querido papa Francisco, de feliz memoria, enseñaba: “Que también en nuestra vida cristiana oración y acción estén siempre profundamente unidas. Una oración que no conduce a la acción concreta hacia el hermano pobre, enfermo, necesitado de ayuda, el hermano en dificultad es una oración estéril e incompleta. Pero, del mismo modo, cuando en el servicio eclesial se está atento sólo al hacer, se da más peso a las cosas, a las funciones, a las estructuras, y se olvida la centralidad de Cristo, no se reserva tiempo para el diálogo con Él en la oración, se corre el riesgo de servirse a sí mismo y no a Dios presente en el hermano necesitado.”
El Evangelio de hoy nos recuerda, pues que la sabiduría del corazón reside precisamente en saber conjugar estos dos elementos: la contemplación y la acción. Marta y María nos muestran el camino. Si queremos disfrutar de la vida con alegría, debemos aunar estas dos actitudes: por un lado, el “estar a los pies” de Jesús, para escucharlo mientras nos revela el secreto de cada cosa; por otro, ser diligentes y estar listos para la hospitalidad, cuando Él pasa y llama a nuestra puerta, con el rostro de un amigo que necesita un momento de descanso y fraternidad. Hace falta esta hospitalidad.
Celebramos a san Alfonso María de Ligorio es celebrar a un hombre profundamente enamorado de Jesucristo, el Santísimo Redentor, y profundamente comprometido con el pueblo, con los más pobres, con los más abandonados. Alfonso, teólogo, un obispo, un fundador… pero sobre todo, fue un hombre hospitalario del corazón.
Su gran obra, la Congregación del Santísimo Redentor (los redentoristas), nació para “seguir el ejemplo del Redentor” y llevar la buena noticia a los más olvidados. En su tiempo, los más pobres del sur de Italia no tenían acceso a la catequesis, a los sacramentos, a la vida cristiana. Alfonso, tocado por el amor de Cristo, les abrió el corazón, el tiempo y la vida. Eso es hospitalidad evangélica. La hospitalidad, en el sentido cristiano, no se limita a recibir en casa, sino que es abrir la vida para que el otro tenga un lugar en ella. Así lo hizo el Redentor: Jesús se hizo huésped en nuestro mundo, se hizo carne para vivir entre nosotros (cf. Jn 1,14), para caminar con los pobres, para acoger a los pecadores. Y san Alfonso entendió que seguir a Cristo era vivir esa misma actitud de cercanía y acogida.
Él no se encerró en los grandes templos, ni en la teología abstracta. Se fue a las montañas, a las aldeas olvidadas, para que nadie se quedara sin saber que Dios los ama. Esa es la hospitalidad más profunda: anunciar el Evangelio, no imponerlo, sino ofrecerlo con ternura, con respeto, con corazón pastoral. También fue hospitalario con los pecadores. San Alfonso es el gran santo de la misericordia en el confesionario. Entendió que la misericordia de Dios no se niega a nadie, que el Redentor quiere entrar en la casa del pecador, como entró en la casa de Zaqueo, y traerle vida nueva.
Hoy, en un mundo que levanta muros, san Alfonso nos recuerda que el cristiano abre puertas. En un mundo que margina, el Redentor nos invita a incluir. Y en una Iglesia que a veces se olvida del pueblo sencillo, san Alfonso nos llama a volver a lo esencial: a la fe vivida con amor, con alegría, con compasión y con hospitalidad.
En el actual contexto internacional de guerra, que afecta a cientos de miles de personas en todo el mundo y, sobre todo, en Medio Oriente, es muy actual y necesario hablar de acogida y hospitalidad, de oración y de servicio, de compartir el sufrimiento de la Iglesia y de la humanidad herida. De orar con perseverancia por la paz, por el cese definitivo de la guerra, por el respeto irrestricto a los derechos humanos fundamentales y al derecho internacional que los protege.
No podemos dejar de expresar nuestra cercanía y solidaridad con las familias del Líbano, de Gaza, Israel, Irán, de Ucrania, y de otras naciones de Medio Oriente y del mundo en situación de conflictos y de guerra y que, como consecuencia, han perdido a sus seres queridos, por los heridos y mutilados, no solo en el cuerpo, sino en su dignidad humana.
Cómo no sentir y no sufrir con los dolores de nuestros hermanos que viven y sobreviven en una situación permanente de agresión, de conflictos creados por intereses mezquinos, que se ponen en marcha para alimentar con sangre la maquinaria de la industria bélica.
Dios nos dice: La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra (Génesis 4;10).
La guerra es el gran sinsentido de la humanidad; es el fracaso de la razón y la ruptura del corazón. Es la ausencia de Dios. Es la ausencia del amor.
La pregunta del salmista nos interpela e interpela a nuestros gobernantes y a nuestro pueblo, e interpela a todos los gobernantes y a todos los pueblos: ¿Quién será grato a tus ojos, Señor? El hombre que procede honradamente y obra con justicia; quien no hace el mal al prójimo; quien no ve con aprecio a los malvados; quien no acepta soborno en perjuicio de inocentes.
Nunca se puede estar de acuerdo con la guerra, ni justificar la matanza de inocentes por ninguna razón. El único camino es la paz, por la vía del diálogo y la reconciliación. Oremos incesantemente por esta intención.
Señor Jesús, Santísimo Redentor, enséñanos a vivir como san Alfonso, con el corazón abierto a tu palabra, a los pobres, y a todo aquel que necesite consuelo. Que no seamos indiferentes, sino hermanos. Que no seamos fríos, sino acogedores. Que no nos encerremos en nosotros mismos, sino que vivamos tu Evangelio con ternura y decisión. Amén.”
Nos encomendamos a la maternal protección de la Santísima Virgen María del Perpetuo Socorro
Asunción, 20 de julio de 2025.
Adalberto Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano de Asunción
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