“Señor Dios, que en este día manifestaste a tu Jesús, tú Hijo Único a las naciones, guiándolas por la estrella, concede a los que ya te conocemos por la fe, que lleguemos a contemplar la hermosura de tu excelsa gloria”. La Epifanía es fiesta de la hermosura de la excelsa gloria. La manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Desde el vientre inmaculado de la madre ya nace la luz; Maria Santísima da a luz a la Luz, en la oscuridad de la cuna, se enciende  el resplandor donde todo el universo se concentra y se ilumina de la luz verdadera. 

Dios Creador del universo. ( Salmo147:4) Dios el Señor cuenta el número de estrellas, y llama a cada una por su nombre; Jesús, como la estrella, Nombre que está sobre todo Nombre, sus luces son incontables,   viene a iluminar a todos los pueblos y a alumbrar las noches de la humanidad. Junto con los Magos, hoy también nosotros, alzando la mirada al cielo, nos preguntamos: «¿Dónde está el […] que acaba de nacer?» (Mt 2,2). Es decir, ¿cuál es el lugar en el que podemos encontrar a nuestro Señor?

El evangelio de San Mateo contrapone dos mundos distintos: el de los que habitan en las tinieblas y el de los que habitan en la luz. En las tinieblas están el palacio de Herodes, los grandes de la época, los poderosos de la tierra y los instruidos del país; en las tinieblas están los que dominaban y sabían la ley y la escritura, pero carecían de la sabiduría del amor. Instruidos en letras, pero analfabetos de sabiduría.

Frente a estos hombres, San Mateo nos presenta otros que vienen de la oscuridad, pero no viven en ella; hombres que tienen anhelos de bien, que les hace salir de sus casas y de sus patrias para ir en busca de ese Rey sin rostro y sin nombre que se anuncia en el cielo y que les espera para sorprenderlos y hacer que den una lección de fe al mundo. Porque lo maravilloso de estos magos de Oriente que caminaron hasta Jerusalén, desde la oscuridad de su paganismo, es que fueron capaces de ver al Rey que buscaban en el Niño que encontraron.

Hay un aspecto del evangelio que es importante subrayar por sus consecuencias para nuestra vida personal y para nuestra vida de fe: los magos tuvieron su Epifanía, su manifestación de Dios, porque supieron reconocer el rostro de Dios en los rasgos de un hombre-niño. Es evidente que, si no somos capaces de encontrarnos con Dios en los hombres, no lo descubriremos nunca. Al menos no encontraremos nunca al Dios de Jesús, que no es una idea abstracta, una doctrina, una ideología, sino que es Alguien vivo y cercano que nos espera en cada prójimo que nos tiende la mano para que la estrechemos cuando sufre o cuando goza.

Si no vemos a Dios en el prójimo, nunca tendremos nuestra Epifanía y, por consiguiente, estaremos en las tinieblas y en el grupo de los “Herodes” que privilegian su posición de poder, sus intereses mezquinos, capaces de todo tipo de decisiones, por acción u omisión, que atropellan la dignidad de los más pequeños e indefensos, llegando incluso a la matanza, como cuando Herodes ordena la eliminación de todos los niños pequeños de Belén.

Nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo, a quien ve, dice San Juan. Por ello es que el mandamiento central de nuestra fe se resume en amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. La única imagen de Dios auténtica es la persona humana, hecha a su imagen y semejanza.

La demostración de la fe es la conversión. La fe misma es ya una conversión radical, pues nos cambia desde la raíz, de nuestra mentalidad. Por eso se manifiesta enseguida en las obras, en la conducta, en las actitudes, en los gestos. El que cree en Dios no puede vivir como si Dios no existiera.

San Mateo subraya otro aspecto y que tiene relación con la conversión: los magos cambian de camino, ya no vuelven por donde vinieron. Ya encontraron al rey, y no es Herodes, es un niño frágil y su familia pobre: María y José.

El 12 de enero estaremos conmemorando los 100 años de nacimiento de María Felicia de Jesus Sacramentado. Si años de nacimiento de una estrella fulgurante en el horizonte del Paraguay, como nacida en Villarrica del Espíritu Santo. Desde muy joven el corazón de Chiquitunga ardía de amor a Jesucristo, y se consumía de celo apostólico: el deseo de colaborar con Jesús en su obra salvadora. Ella que siempre creía tener «una salud de hierro», comenzó a sentir un decaimiento físico, sobreponiéndose a la enfermedad.  Pero la hepatitis infecciosa, que ya había llevado a la tumba a una de sus hermanas, la obligó a internarse en un Sanatorio de la ciudad,  en enero de 1959. Muere el 28 de abril de 1959. Encontró su Epifanía definitiva: Se  yergue de pronto en su cama y exclama: «¡JESÚS, TE AMO! ¡QUE DULCE ENCUENTRO! ¡VIRGEN MARÍA!». Y Jesús se la llevó con Él. Su muerte tuvo gran resonancia pues era muy conocidad por su labor en la Acción Católica. Recuerdan las Hermanas que llegaban en caravanas de todas las partes del país, y todos decían: «ha muerto una santa».

Estoy pasando unos días de verdadera preocupación: un tanto el desaliento y otro tanto la tristeza de esto que llamo soledad, han querido envolverme sin más ni más en sus redes. Por ello mismo multiplico mis defensas: el trabajo desplegado es el más intenso. Y cómo cuesta ofrecer, Señor; esto ya estaba ofrecido.

En sus escritos podemos admirar el ofrecimiento total y radical de su vida, de su corazón y aún de su cuerpo, a su amado Jesucristo. Primero en el apostolado activo y después en la vida contemplativa del Carmelo.

En sus escritos podemos admirar el ofrecimiento total y radical de su vida, de su corazón y aún de su cuerpo, a su amado Jesucristo. Primero en el apostolado activo y después en la vida contemplativa del Carmelo.

¡Qué bien se está contigo

Qué bien se está, Jesús, cuando se está contigo, las rodillas al suelo y los brazos en cruz; media noche y rodeada de misterio, sólo el alumbrar de algunas estrellas la luz. Qué bien se está, Jesús, cuando se está contigo, reclinada la frente sobre tu pecho, ¡así!; y mientras, van pasando los horas más sublimes, como el perfume suave de aquel blanco jazmín. Qué bien se está, Jesús, cuando se está contigo; ya casi no se escucha latir el corazón, y van callando, una a una las plegarias, en los labios que estrujan besándote en la cruz.

+ Adalberto Card. Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción