Hermanas y hermanos:

Hoy es un día de inmensa alegría y acción de gracias: porque en la Eucaristía descubrimos a Cristo que quiere quedarse con nosotros para siempre, para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. Cristo se nos da en cada Misa, y se queda con nosotros en cada Sagrario del mundo… Y en el sagrario viviente que debe ser el corazón de cada uno de nosotros.

Es la alegría de la comunidad, la alegría de toda la Iglesia que, contemplando y adorando el Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús, sumo y eterno Sacerdote (Benedicto XVI, 2010).

“Cantemos al amor de los amores, cantemos al Señor. Gloria a Cristo Jesús”, dice una bella canción al Santísimo Sacramento del Altar. Mientras que en otra decimos: “Oh buen Jesús, yo creo firmemente que por mi bien estás en al Altar, que das tu cuerpo y sangre juntamente, al alma fiel en celestial manjar”. Qué bellos himnos para alabar y glorificar a Cristo, el Señor, ¡por habernos entregado el manjar de su Cuerpo y Sangre por amor!

Hoy toda la Iglesia quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y ofrecerle un homenaje que sobrepasa el muro de las Iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra. Y esto nos llena el corazón de alegría.

La segunda lectura y el Evangelio, centran la atención en el misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cf. 11, 23-26) está tomado el pasaje fundamental, en el que san Pablo recuerda a la comunidad el significado y el valor de la «Cena del Señor», que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corrían el riesgo de perderse. El Evangelio, en cambio, es el relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los Evangelistas y que anuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna (Benedicto XVI, 2010).

En el evangelio de la multiplicación de los panes, Jesús nos dice: “Denles ustedes de comer”. La Eucaristía es comida comunitaria, es el pan partido, y es invitación a continuarla y vivirla en el mundo de los hombres, nuestro mundo.

Hoy, Fiesta del Corpus, Día de la caridad, de Cáritas, nosotros somos invitados, no por compasión, sino por mandato del mismo Jesús a multiplicar el pan y a dividir nuestros bienes para cumplir con el “denles ustedes de comer”. Invitación a un estilo de vida sencillo, austero, para que los otros puedan vivir con la dignidad que les corresponde como hijos de Dios.

Jesús es para nosotros: Pan que alimenta y alienta, vino que alegra el corazón, abrazo de Padre tierno, consuelo del Espíritu, esperanza que no defrauda. La Eucaristía es para nosotros, cristianos, el motor de nuestro compromiso en la transformación del mundo, recordando que la caridad, bien entendida, empieza por los prójimos más próximos.

Tenemos el ejemplo de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, la querida Chiquitunga. Para ella, la Eucaristía era la fuente que nutría e impulsaba su apostolado. Era tal su amor a la Eucaristía que en su vida consagrada adoptó el nombre dedicado a Jesús Sacramentado.

En su lucha interior para definir su lugar en la Iglesia al servicio del Reino, si optaba por la vocación laical o por la vida consagrada, pronunció esta bella oración: Hoy renuevo ante ti, Jesús Hostia, este deseo sincero de inmolar mi vida en aras de tu amor…Te ruego, Jesús Hostia, que en ningún momento desfallezcamos; antes bien, que nos convenzamos de que ¡el verdadero amor está ahí, junto a ti, en ti mismo, Señor!

El auténtico milagro multiplicador es la capacidad de compartir con el prójimo, por amor a Dios. No se puede disociar la Eucaristía del amor y del servicio al prójimo. Recordemos que los principales mandamientos de nuestra fe se resumen en amar a Dios y al prójimo.

No se puede amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos, está a nuestro lado, está a la salida del templo, está en la calle y en las plazas, indígenas, campesinos, niños, mujeres, ancianos, personas droga-dependientes, hombres y mujeres que son invisibilizados por la globalización de la indiferencia.

San Juan Crisóstomo decía: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (Homilía 50).

¿Estamos dispuestos a comulgar con Jesucristo, a resucitar con él a la solidaridad y a la comunión? San Juan Pablo II afirmaba: “Cristo resucitado acoge todas las llagas del hombre contemporáneo”. La mesa de la Eucaristía es, al mismo tiempo, fiesta y compromiso, lucha y contemplación.

El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La Eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la Eucaristía. Por eso, el que frecuentando la Eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.

San Pablo VI nos enseña que toda la Tradición de la Iglesia reconoce en los pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la Eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y mística en ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz (Bogotá, 1968).

Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la Eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no solo de los sacerdotes– el que la Eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la Eucaristía. Así también, la Eucaristía nos impulsa a anunciar la alegría del evangelio a todos, sin exclusiones, hasta alcanzar las periferias existenciales.

Por tanto, existe una relación muy estrecha entre «hacer la Eucaristía» y «anunciar a Cristo». Entrar en comunión con él en el memorial de la Pascua significa, al mismo tiempo, convertirse en misioneros del acontecimiento que ese rito actualiza; en cierto sentido, significa hacerlo contemporáneo de toda época, hasta que el Señor vuelva (San Juan Pablo II, 2004).

Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro y los obstáculos vuelven lentos nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla (Francisco, 2013).

En la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque solo compartiendo, solo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto.

En esta Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, invito a quienes ocupan cargos de responsabilidad política y en cuyas manos están las decisiones que afectan la vida, los bienes y la dignidad de nuestro pueblo a asumir la solidaridad como un compromiso con el bien común de la nación.

El Paraguay es un país bendecido. Produce alimento suficiente para satisfacer las necesidades de su población; es rico en recursos naturales. Sin embargo, cientos de miles de paraguayos pasan hambre por las múltiples privaciones que sufren las familias empobrecidas.

Se observan zonas muy vulnerables de nuestra población. La pobreza y la precariedad son males en sí mismos; existen zonas de fractura del tejido social por la inequidad creciente en el acceso a oportunidades y al desarrollo por el acaparamiento de bienes por algunos pocos.

“Denles ustedes de comer”, dice el Señor. Esto implica la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres…Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos (E.G., 188).

Junto con el Papa Francisco, pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males que padece la sociedad paraguaya. Para la Iglesia, la política es una altísima vocación, es una de las formas preciosas de la caridad, porque busca el bien común. La caridad no es solo el principio que implica los espacios pequeños como las amistades, la familia, el grupo cercano, sino también significa ponerla en práctica en las relaciones sociales, económicas y políticas… ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! (cfr. E.G, 205).

La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. La Eucaristía no es solo un misterio para consagrar, recibir, contemplar y adorar, sino que es, además, un misterio que hay que imitar. La caridad brota del ágape, y es la expresión más grande del mandamiento nuevo. Dice el Señor: Lo que hagan a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacen (cfr. Mt 25,40).

Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.

Pedimos la intercesión de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado para que, como ella, la Eucaristía sea el centro de nuestra vida cristiana y fuente de nuestro apostolado.

Para el seguimiento fiel del Señor, nos encomendamos a la maternal protección de Nuestra Señora de la Asunción, patrona del Paraguay. Ella nos indica: “Hagan lo que Él les diga” (Juan 2,5).

Que así sea.                  

Domingo 19 de junio de 2022.

+Mons. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción