30a semana del tiempo ordinario
Fiesta de los santos Simón y Judas, apóstoles
Ef 2,19-22; Sal 19,2-5; Lc 6,12-16
La liturgia continúa la serie de las fiestas de los Apóstoles recordándonos hoy a dos casi desconocidos, cuyas reliquias se veneran en la Basílica de San Pedro, junto al altar de San José. A los Doce, símbolo de un pueblo completamente nuevo, Jesús los llamó no teniendo en cuenta sus cualidades ni sus méritos, sino que, según dice Lucas, los llamó en una noche de oración, de intensa comunión con el Padre, casi hasta obtener abundantemente de Él ese Espíritu que transmitiría a los llamados, haciéndolos apóstoles. Lucas, en sus relatos evangélicos, en numerosas ocasiones nos muestra cuán importante fue la oración para Jesús, esos encuentros de diálogo íntimo y amoroso con su Padre celestial.
En algunas ocasiones, Lucas se detiene a describir estos episodios e incluso el contenido de las oraciones de Jesús, para que cada discípulo pueda aprender a orar de la manera correcta: aquella en la que el devoto está dispuesto a escuchar lo que el Señor tiene que decir y haciendo lo que Él ordena en lugar de multiplicar sus inútiles palabras para pedirle a Dios que satisfaga todas sus peticiones egoístas. La auténtica oración cristiana nace en Dios, impregna nuestra acción, transforma nuestra existencia y regresa a Dios con sentimientos de gratitud, obediencia filial, auto-ofrecimiento y solidaridad con los demás. Por lo tanto, Lucas subraya cómo todas las decisiones cruciales de la vida de Jesús se han tomado en un contexto de oración, desde el bautismo –incluso podríamos volver a la infancia– hasta Getsemaní y la cruz.
En el episodio del Evangelio de hoy, podemos contemplar a Jesús que pasa toda la noche en oración, porque está a punto de tomar una decisión que fortalecerá para siempre su vínculo con sus discípulos. Es un compro- miso definitivo, porque con los Doce establecerá su comunidad mesiánica; elegirá los Doce pilares sobre los que construirá, tal como lo prometieron los profetas, el pueblo de la nueva alianza, la Iglesia. Para este pueblo, y para toda la humanidad, derramará su sangre, consciente y libremente, para el perdón de los pecados. Los «apóstoles» –palabra que significa «enviados»– son elegidos antes de la pasión-muerte-resurrección, pero será solo después de la Pascua y de Pentecostés cuando su misión se desarrollará en todo su potencial, cumpliéndose plenamente. Antes de este momento, sin embargo, están llamados para ser entrenados y preparados para lo que les espera, cuando el maestro se haga presente en el Espíritu. La oración, por lo tanto, se revela como el alma de la misión, o como la presencia fiel y efectiva de Dios en la acción de su Iglesia para la salvación del mundo al que es enviado.
El papa emérito Benedicto XVI, en la audiencia general del 11 de octubre de 2006, reflexionaba así sobre la fe y la vocación de los santos apóstoles Simón el Cananeo y Judas Tadeo:
«Queridos hermanos y hermanas, hoy contemplamos a dos de los Doce Apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no solo porque en las listas de los Doce siempre aparecen juntos (cf Mt 10,4; Mc 3,18; Lc 6,15; He 1,13), sino también porque las noticias que se refieren a ellos no son muchas, si exceptuamos el hecho de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.
Simón recibe un epíteto diferente en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos lo llaman “cananeo”, Lucas en cambio lo define como “zelota”. En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo qanà’ significa “ser celoso, apasionado” y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto celoso del pueblo que eligió (cf Éx 20,5), como a los hombres que tienen celo ardiente por servir al Dios único con plena entrega, como Elías (cf 1Re 19,10). Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía precisamente al movimiento nacionalista de los zelotas, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad judía y, por tanto, por Dios, por su pueblo y por la ley divina. Si es así, Simón está en las antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas. Y es hermoso que, en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de ser diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos. Conviene también recordar que el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que deben encontrar espacio todos los carismas, pueblos y razas, así como todas las cualidades humanas, que encuentran su armonía y su unidad en la comunión con Jesús.
Por lo que se refiere a Judas Tadeo, así es llamado por la tradición, uniendo dos nombres diferentes: mientras Mateo y Marcos lo llaman simple- mente «Tadeo» (Mt 10,3; Mc 3,18), Lucas lo llama “Judas de Santiago” (Lc 6,16; He 1,13). No se sabe a ciencia cierta de dónde viene el sobrenombre Tadeo y se explica como proveniente del arameo taddà’, que quiere decir “pecho” y por tanto significaría “magnánimo”, o como una abreviación de un nombre griego: “Teodoro, Teódoto”. Se sabe poco de él. Solo san Juan señala una petición que hizo a Jesús durante la última Cena. Tadeo le dice al Señor: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?” (Jn 14,22). Es una cuestión de gran actualidad; también nosotros preguntamos al Señor: ¿por qué el resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué solo se manifestó a sus discípulos? La respuesta de Jesús es mis- teriosa y profunda. El Señor dice: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esto quiere decir que al resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Solo así vemos al resucitado. A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que se suelen llamar “católicas” por no estar dirigidas a una Iglesia local determinada, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige “a los que son llamados, amados en Dios Padre y custodiados en Jesucristo” (v. 1). Esta carta tiene como preocupación central alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a otros hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia: “con estos soñadores pasa lo mismo” (v. 8), así define Judas esas doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos y, utilizando palabras fuertes, dice que “tomaron el sendero de Caín” (v. 11). Además, sin reticencias los tacha de «nubes sin lluvia que los vientos se llevan; árboles otoñales y sin frutos que, arrancados de cuajo, mueren por segunda vez; olas encrespadas del mar que arrojan la espuma de sus propias desvergüenzas; estrellas fugaces a las que aguarda la oscuridad eterna de las tinieblas para siempre” (vv. 12-13).
[…]
Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado solo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, ojalá que tanto Simón el Cananeo como Judas Tadeo nos ayuden a redescubrir siempre y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo testimoniarla con valentía y al mismo tiempo con serenidad».
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