SANTA MISA

HOMILÍA 

DÍA DE LA FAMILIA Y MINISTERIOS SEMINARIO MAYOR NACIONAL

“Si alguien me sirve, que me siga…” (Juan 12, 26)

 

Queridos hermanos y hermanas, queridas familias, queridos seminaristas:

El Evangelio de hoy nos presenta la imagen del grano de trigo que cae en tierra, muere y da fruto. Jesús nos enseña que solo quien se entrega y se dona por amor puede dar vida verdadera.

Esta palabra ilumina nuestra celebración en el Día de la Familia y el paso que hoy dan nuestros seminaristas al recibir los ministerios del lectorado y del acolitado. Son signos de un servicio más profundo al Señor y a su pueblo.

El Papa León XIV, en su Exhortación Apostólica Dilexi Te (que significa “Te he amado”), enseña que el amor cristiano se manifiesta sobre todo en el cuidado concreto de los pobres, porque en ellos reconocemos el rostro sufriente de Cristo. Esta exhortación —en comunión con la encíclica Dilexit Nos— nos recuerda que escuchar el clamor del pobre es identificarse con el Corazón de Dios, que se inclina con ternura hacia sus hijos más necesitados. Amar como Cristo nos amó es sembrar la semilla del Evangelio en la tierra de los pobres, donde el trigo del amor se convierte en pan compartido para todos.

Ese mismo camino vivió San Óscar Romero, pastor fiel y profeta de la justicia. Según los los testigos, el Evangelio que se proclamó en la misa de su martirio (marzo 1980) fue el de San Juan 12: “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo el grano. Pero si éste muere traerá consigo abundantes frutos…”. En coherencia con su homilía de 10 minutos desde el altar dio su vida como el trigo que se entrega para alimentar la fe de su pueblo. En él vemos que el martirio no es derrota, sino plenitud del amor. A Romero lo convirtieron los pobres, los eternos predilectos del Dios de la Alianza.

En nuestra tierra, ese mismo testimonio lo dieron San Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires, que ofrecieron su vida por amor a Dios y a su pueblo.

Como recordó San Juan Pablo II aquí en Asunción: “Toda la vida del padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires estuvo marcada plenamente por el amor: amor a Dios y, por Él, a todos los hombres, en especial a los más necesitados. Por amor a Dios y a los hombres, vertieron su sangre en tierras americanas.”

Ellos son semilla del Evangelio que sigue dando fruto en nuestro Paraguay, especialmente en las familias y en los jóvenes que responden al llamado del Señor.

Hoy celebramos la fiesta de San Juan XXIII, el Papa bueno, cuya memoria la Iglesia conmemora cada 11 de octubre, día en que se inauguró el Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), del cual hoy se cumplen 63 años (1962–2025).

En aquella apertura, San Juan XXIII tuvo el coraje de decir que era necesario “abrir las ventanas de la Iglesia para que entre aire nuevo”, invitando a todos a dejarse renovar por el Espíritu Santo. Con ese gesto profético, llamó a la Iglesia a mirar los signos de los tiempos con esperanza y fidelidad al Evangelio.

Nacido en una familia campesina y humilde, conocía el valor del trabajo y de la fe. Desde ese hogar aprendió a confiar en Dios y a servir con alegría. Fue un hombre de corazón cercano, amigo de las familias, promotor de la paz y de una Iglesia abierta al diálogo y a la misericordia. Nos recordaba que la Iglesia no es un museo del pasado, sino una fuente viva que sigue dando agua nueva a cada generación.

Queridos seminaristas, hoy este Evangelio se hace vida en ustedes. El ministerio del lectorado y del acolitado los une profundamente a este misterio del trigo: la Palabra que se siembra y da fruto en los corazones, y el Pan de Vida, Cristo que se entrega como pan partido, que se comparte en la Eucaristía.

Ese pan —fruto del trigo— estará en sus manos y también en sus corazones, para que, al servir, se parezcan cada vez más a Cristo que se entrega por amor.

Como nos recuerda San Pablo en su Primera Carta a los Corintios (1 Cor 12,7): “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.” Así también en ustedes y en cada familia cristiana, el Espíritu Santo actúa con diversos dones para el servicio, la unidad y la edificación del pueblo de Dios.

Nos encomendamos a los santos que hoy hemos recordado en esta homilía, testigos fieles del Evangelio, que abrazaron la cruz del Crucificado para ser como el trigo que cae en tierra y muere para dar fruto.

Ellos nos enseñan que el amor verdadero no teme entregarse, porque confía en que de cada semilla de dolor nace una cosecha de esperanza.

Como nos exhorta el Papa León XIV en su Exhortación Apostólica Dilexi Te (120) nos recuerda: El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo necesita hoy.

Que María Santísima, Virgen de la Asunción, patrona del Paraguay y de nuestro Seminario, nos acompañe con su ternura de Madre, y nos enseñe a no poner límites al amor y a encarnarla, como ella, en el servicio a los pobres en nuestros entornos familiares y comunitarios.

 

Asunción, 11 de octubre de 2025

+ Adalberto Card. Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano