Presbítero Oscar González, Vicario General de la Arquidiócesis de la Santísima Asunción
14 Abril de 2017
Queridos hermanos y hermanas. ¡FELICES PASCUAS!
1.- Las diversas situaciones por la que atravesamos en este año. Vivimos en este contexto de cambio de época, de globalización y emergencias diversas. Se puede afirmar que las guerras, conflictos y tensiones, oscurecen el horizonte de la condición humana. En Paraguay, las celebraciones anuales de la Pascua a cargo de los jóvenes, la pascua mita´ì y la pascua familia, se concentran en el servicio mutuo profesado en el “lavatorio de los pies”, las confesiones como realización de la reconciliación, y todas las prácticas cuaresmales nos prepararon a ser receptivos y proactivos en este Nuevo año de gracia. Es que todo el pueblo está a la expectativa, necesitada y deseosa de mejores condiciones de vida, mientras que aguarda la 2ª. venida del Señor. La incertidumbre, la inseguridad y las tensiones en que vive la República motivan la angustia en que vivimos todos. La gran afluencia de gente en las catedrales, parroquias y lugares de misión viven su fe y su realidad, de la Pascua que al decir de San Agustín es un sacramento distinto de la Navidad del Hijo de Dios, que acostumbramos celebrar. De ahí su valor inconmensurable.
2.- La Palabra de Dios y los Sacramentos. Palabra de Dios escrita u oral, conforman una gran y variada tradición viva. Se desarrolla en el curso del tiempo y del espacio y trasciende aquélla pasión y muerte de Jesús que revivimos en el Triduo pascual.
Impresionan siempre cuando escuchamos que Abraham vive la prueba de la fe cuando se encuentra ante un Dios incomprensible de entrada: le pide sacrificar a su hijo que es en realidad el hijo de la promesa. Obedecer a Dios sin vacilar y ponerse en camino, callar y llegar al lugar establecido por Dios es un absurdo e increíble, sin la fe. No es fácil aceptar y sacrificar al propio hijo. En el momento culminante, un ángel le detiene la mano. Sin fe no se puede entrar en la lógica de la gratuidad, de la providencia y de los dones de Dios, que no nos pertenecen y sólo pueden ser recibidos en el estupor después de una gran prueba.
Impresionan la convicción de San Pablo que reflexiona sobre la incorporación del cristiano, por el bautismo, a Cristo en su misterio pascual. Las aguas del bautismo, que sumerge al creyente simbólicamente nos incorpora a la muerte de Cristo; saliendo de las aguas, revivimos, como “Cristo que fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre”. Es vital el dato de la fe: el simbolismo del sacramento es radicalmente eficaz. La existencia del creyente queda absolutamente renovada (v. 5). El adjetivo griego synphutos, indica la acción de “injertar” vitalmente. Es decir, la antigua condición pecadora queda destruida para siempre, como murió Cristo en la cruz (somos perdonados de nuestros pecados); la nueva condición del creyente es absoluta y definitiva novedad (Él es el cordero que quita el pecado, borra nuestras culpas), a imagen del Resucitado, “que ya no muere más” y “su vivir es un vivir para Dios” (v. 10).
Comprendamos a las mujeres que fueron “de madrugada” muy temprano, a cumplir una obligación sagrada y muy estimada; comprendamos a los apóstoles, que aunque llenos de miedo y sin creer del todo a las mujeres fueron corriendo a la “tuba vacía”. Escuchemos y guardemos lo que nos enseña el Evangelista: “No teman Ya sé que buscan a Jesús, el crucificado (…); ha resucitado, como lo había dicho”. Qué difícil se hace muchas veces el “reconocer su presencia, ensayar la cultura del encuentro, diseñar y animar una Iglesia en salida misionera. Por ello la revelación bíblica: “No está aquí … (y después en otro lugar) Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto”. (Más aún, después del encuentro): “Y ahora, vayan de prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de ustedes a Galilea; allá lo verán’. Eso es todo“. Se trata del soplo vital, de una luz resplandeciente, de una vida nueva, gracias a la potencia del Resucitado.
La búsqueda y la serie de encuentros que realizaremos durante la cincuentena pascual, nos permitirá verificar, crecer, y trabajar con mayor ahínco en la evangelización. Usaremos la Biblia, la Oración y el Trabajo misionero: la tumba (cf Is 38,18; Ez 26,20; 31,24) es el símbolo visible del abismo mortal del sheol (infierno), aquel ámbito tenebroso en el que se vive lejos de Dios y de los hombres (cf. Sal 6,6; 88,11; 94,17; 115,17). El ángel, por su parte, realiza un gesto simbólico y poderoso para indicar la victoria de Dios sobre el reino de la muerte. La enorme piedra que sellaba el sepulcro de Jesús es movida por el ángel que luego se sienta sobre ella como un héroe victorioso.
Si las mujeres, son los primeros testigos de la resurrección, y reciben además la misión de anunciar el acontecimiento a los discípulos y apóstoles de Jesús, no significa que éstos últimos están exentos de su grave responsabilidad. La resurrección es un evento que se expande sin horizontes y quien es testigo de la victoria de Jesús está llamado a comunicarlo a otros: “Ha resucitado de entre los muertos y va camino de Galilea, allí lo verán” (v . 7).
Salgamos corriendo también nosotros: “con temor pero con mucha alegría” (v. 8). Nuestro deber es salir, trabajar, amar (…) Será tarea de Dios confirmarnos: “No teman … vayan a Galilea; allí me verán” (v. 10). Y será grande el gozo y la paz.
3.- Recorramos por unas pistas de reflexión. La resurrección de Jesús es un evento que trasciende las coordenadas históricas. Acontece realmente en la historia, pero no puede ser controlado ni verificado por medios humanos, precisamente porque es el acontecimiento definitivo que resume y da plenitud en sí toda la historia más allá de la historia. Pero no nos engañemos, los datos de la fe y de la razón nos iluminan y orientan en la realización de un mundo más humanizado: no somos “docetas” para vivir de apariencias y privilegios, ni somos “maniqueos” para dividir a la sociedad. Si esto es deber y responsabilidad de todos, lo es en modo particular de los líderes de la sociedad, legistas, políticos y jueces, educadores y responsables de los medios de comunicación.
Los evangelistas y Santos padres de la Iglesia nunca intentan describir el momento exacto y el modo de la resurrección, evento que supera y trasciende cualquier tipo de experimentación sensible. Se limitan a afirmar con certeza triunfal el evento, y los cristianos, con el tiempo, damos más detalles narrativos y lo escenificamos con mayor o menor plasticidad. Que Jesús ha resucitado y no morirá de nuevo, significa para que ha destrancado la puerta (bautismal, histórica y meta histórica) hacia una nueva vida que ya no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Cristo nos ha asumido en el seno de Dios, es decir que «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios», como dice Pablo (1Cor 15,50). El escritor eclesiástico Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de referirse a la resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y sangre, tengan confianza, gracias a Cristo han adquirido un lugar en el cielo y en el reino de Dios» (CCL II, 994). Aunque los cristianos eran perseguidos en aquélla época, el Benemérito Papa Benedicto lo decía también para esta época: se ha abierto una nueva dimensión para el hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. Mientras que el Papa Francisco nos recordaba: ¡Cristo ha resucitado! Abrámonos a la esperanza y pongámonos en camino; que el recuerdo de sus obras y de sus palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente hacia la Pascua que no conocerá ocaso. Nos exhorta: Nosotros abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados, para que Jesús entre y lo llene de vida; entreguémosle las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él viene a tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. Al menos los católicos, no permitamos que la oscuridad y los miedos desvíen la mirada del alma y se apoderen del corazón. La esperanza es más que el mero optimismo, y más que una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él. Esta esperanza no defrauda (cf. Rm 5,5).
Este dato de la fe no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor (cf. Rm 8,39). El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Si no es así seríamos una organización internacional con un gran número de seguidores y buenas normas, pero no accederíamos a la vida eterna. Finalmente ¿Cómo podemos alimentar nuestra caridad? El aumento de fe y caridad se obtiene dándola, por eso el Señor nos manda a la Galilea, de las gentes, de los pobres, de los que sufren. Vamos, olvidándonos de nosotros mismos, muchas veces, como siervos alegres de la esperanza, de la caridad, de la paz de Cristo.
El País, la sociedad, los hogares, necesitan de esta paz y de esta luz divina. El Papa Benedicto XVI, lo decía de manera brillante: La luz pascual hace posible la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la comunicación (y el diálogo). Hace posible el conocimiento, el acceso a la realidad y a la verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace posible la libertad y el progreso (Esto lo deseamos y hemos de trabajar sin descansar). El mal se esconde. Por tanto, la luz es también una expresión del bien, que es luminosidad y crea luminosidad. Es el día, el fuego, el valor con el que podemos actuar. El que Dios haya creado la luz significa que Dios creó el mundo como un espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la libertad, espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es buena, el ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es creado por Dios, sino que existe sólo en virtud de la negación: es el «no». Al recordar estas palabras he pensado en tantas negaciones y realidades que dicen No a Dios: El lavado de dinero, las redes de narcotraficantes y trata de personas: poderes ocultos.
Hoy invocamos y clamamos misericordia; con humildad pero con convicción. El Ser humano, el ser paraguayo, el ser católico, el valor de nuestras costumbres, la valentía de los jóvenes, la resistencia y capacidad de la mujer paraguaya, pero sobre todo la bendición a Dios padre de NSJC: Ellos darán nueva vida en el campo, en la ciudad, en las escuelas y en las calles, y en todos los hogares. ¡Esta palabra y esta noche santa, guardémosla como la Virgen María, aferrémonos al Señor, abracémonos a Cristo con los jóvenes! recordémoslas y hagámoslas nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir y compartir los signos del Resucitado.
¡Cristo es nuestra pascua, la Virgen es nuestra esperanza. FELICES PASCUAS!.
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