Mensaje del arzobispo metropolitano, Solemnidad de la Asunción
Asunción, 15 de agosto de 2022
Hermanas y hermanos:
Hoy es un día de júbilo para la Iglesia, para nuestra ciudad y para el país.
Celebramos una de las fiestas más antiguas en honor de la virgen María, la de la Asunción, conocida en los primeros tiempos de la Iglesia como la fiesta de la “Dormición” y que coincide con el aniversario 485° de la fundación de nuestra ciudad capital, Asunción.
En la Solemnidad de la Asunción celebramos que María, por Jesús, vive ya la plenitud del amor que no puede morir nunca. Y ella es imagen de la Iglesia, es la primera creyente que ha llegado al término hacia el cual todos queremos caminar. San Juan Damasceno le canta: «Tu muerte fue una pascua verdadera, de lo transitorio a la vida inmortal y divina; en ella puedes contemplar ahora llena de gozo a tu Hijo y Señor…».
Ella es la “llena de gracia”, la Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas. La mujer que dio a luz al Hijo de Dios para regir a todas las naciones. Por eso, todas las generaciones la llamarán feliz, la bienaventurada que, por su obediencia al plan de Dios, nos trajo la salvación.
Pero esa Mujer reconoce su pequeñez y su pertenencia al pueblo. Y desde esa posición habla a favor de los pequeños, de los humildes, de los pobres, anunciando su liberación de toda opresión, por la misericordia del Todopoderoso.
Muchas veces se ha presentado a María como inaccesible. Sin embargo, ella es un modelo imitable, en sus virtudes, en sus actitudes, en la vivencia de la fe. María fue una mujer de pueblo, pobre, que vivió en un contexto social e histórico. Ella ha sido una persona humana, como nosotros, que ha sabido asumir su misión en la historia de la salvación y que le significó no pocos sufrimientos. Ella es madre de los creyentes y nos muestra que el seguimiento del Señor y el cumplimiento de la voluntad de Dios es un aprendizaje, en medio de las inseguridades, con fe, esperanza y amor.
Tengamos, pues, a María como modelo. Como ella, pongámonos en camino para ir a ayudar a los que nos necesitan. Ella llevaba a Jesús en sus entrañas y no se quedó en casa, atemorizada para que no le pase nada malo, sino que, empujada por el fruto que se iba tejiendo en su seno, ella se levantó con prontitud y subió en las montañas hacia la ciudad de Judá para ayudar a su prima Isabel. Nos da el ejemplo para que no retengamos a Jesús en la seguridad de los templos o en la intimidad de nuestras conciencias, no lo guardemos solo para nosotros por miedo a que la Iglesia se estropee, en una actitud de auto preservación. María nos impulsa a llevar a Jesús a todas partes. Bendita eres entre todas la mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús.
Esta es la invitación y el desafío que nos propone el Papa Francisco: que seamos una Iglesia en salida, un hospital de campaña para estar cerca y atender con urgencia a los que sufren, a los que están golpeados desangrándose al costado del camino; una Iglesia que no teme abrir sus puertas para dejar salir a Jesucristo hacia las periferias existenciales; una Iglesia que no teme ensuciarse por pisar el barro; una Iglesia que no teme accidentarse por salir y caminar en medio de su pueblo, sabiendo que puede ser perseguida y golpeada.
Siguiendo el modelo de María y en respuesta a la invitación del Santo Padre, en la carta pastoral para este año 2022, como arzobispo metropolitano, asumimos que somos una Iglesia en salida misionera para la vida plena de nuestro pueblo, en Jesucristo. La Iglesia está para evangelizar, para anunciar la buena noticia a los pobres, a nuestro pueblo, para anunciar que el Reino de Dios ha llegado, que está presente entre nosotros, y se manifiesta en la liberación de los cautivos, de los oprimidos… y se anuncia un año de gracia del Señor (cfr. Lc 4,18).
La asunción de María a los cielos prefigura que nuestro futuro es la resurrección. Pero la resurrección es la liberación de la última opresión, la muerte. Este es el anuncio que María nos hace en el “Magníficat”: los poderosos son derribados y los humildes encumbrados, los hambrientos saciados y los ricos desposeídos. María es el modelo del creyente porque cree en un hombre nuevo, espera un mundo nuevo, desea unas estructuras mejores. Con ella comienza la victoria sobre el pecado y la victoria sobre la muerte.
Como María, alegrémonos de un Dios que muestra su fuerza y su poder en los sencillos y los humildes; demos gracias a este Dios que transforma nuestros esquemas para que seamos humanos y nos humanicemos de verdad; pongamos nuestra confianza en Dios que siempre es fiel a su promesa de amor y de vida. Por tanto, nuestro lugar es al lado de los humildes y de los pobres, trabajemos y luchemos, en comunión y concordia entre todos, por una sociedad más solidaria; seamos testigos de una vida que vale la pena vivir.
Veamos, pues, algunas situaciones que oprimen a los humildes y a los pobres y que son causa de tristezas y angustias de nuestro pueblo, y por ello están en el centro de la preocupación pastoral de la Iglesia. Desde el corazón del Evangelio, reconocemos la íntima conexión entre evangelización y promoción humana integral.
La fuente y referencia de los graves problemas que padecemos en la sociedad nacional es la quiebra de los valores morales, a la que ya se referían los obispos en 1979[1]; esto significa la pérdida del horizonte moral en la mayoría de nuestros conciudadanos que, ya sea por acción o por omisión, contribuye o tolera la corrupción, que es como la gangrena que va enfermando el cuerpo social y priva de una vida digna y plena a los pobres al desviar los recursos que se necesitan para atender sus necesidades básicas de salud, educación, tierra, techo y trabajo, entre otras.
Al estado de corrupción pública y privada se suma en nuestros tiempos la acción del crimen organizado en sus diversas vertientes: tráfico de drogas ilícitas, tráfico de personas, lavado de dinero…entre otros males actuales que, si no reaccionamos como Iglesia y como sociedad, terminarán aniquilando la institucionalidad de la república y será fuente de dolor y sufrimiento para toda la sociedad nacional. En cuanto al tráfico de personas, quiero llamar la atención sobre los más de mil niños, niñas y adolescentes desaparecidos en los dos últimos años de pandemia, con paraderos hasta ahora desconocidos, según fuentes de la Policía Nacional ¿Dónde están; qué ha pasado con ellos; con qué fin han sido llevados del seno de sus hogares? Víctimas de trata de personas, adopciones ilegales y otros fines. Urgen respuestas y acciones radicales para recuperar y defender a los más vulnerables. Urgen acciones decididas de las autoridades para detener y castigar el terrible crimen del tráfico de niños y niñas.
En verdad, no es solo una sucesión de desórdenes, actos delictuosos y acción criminal, sino en definitiva es la destrucción del hombre mismo, de la persona humana, la única portadora de los valores morales.[2]
Los ídolos mencionados por los obispos en 1979 son los mismos, pero agravados por la globalización y por la sofisticación del crimen organizado trasnacional: la obtención de la riqueza, a cualquier costo; la búsqueda y el acceso al poder donde el fin justifica los medios y la exacerbación del ídolo del placer sin responsabilidad, destructivo, dejando de lado toda referencia moral.
Como consecuencia de la adoración de estos ídolos, se subordina la dignidad de la persona humana al egoísmo y la codicia de grupos de poder económico, político y social, en los cuales están muchos de los bautizados.
Ante esta situación de pérdida de los valores morales y en la pública incoherencia entre la vida de los bautizados y la fe en Cristo, la Iglesia tiene su cuota de responsabilidad. Esta grieta entre la fe y la vida de muchos bautizados evidencia que los valores del Evangelio no han permeado los criterios de juicio y la conciencia de los bautizados. Reconocemos con humildad que nuestra evangelización ha sido insuficiente o deficiente. Frente a esta realidad, nos corresponde pedir humildemente perdón, y perdón también por los daños y heridas causadas por miembros de la Iglesia a las personas más vulnerables quienes se han encomendado a nuestro cuidado y a quienes se les ha traicionado en su inocencia. Hacemos el firme propósito de una profunda conversión eclesial y pastoral para revertir y prevenir estas dolorosas e incoherentes situaciones para cumplir con fidelidad nuestra misión como Iglesia y sociedad desde los valores del Reino de Dios.
El camino sinodal que nos propone el Santo Padre, el caminar juntos, el saber escucharnos, la capacidad de diálogo, sin dudas, nos ayudará a ser una Iglesia más humilde, más misericordiosa, más samaritana, y en salida misionera.
Con el protagonismo de los laicos, que asumen su misión de ser fermento del Evangelio en la sociedad, podemos impulsar un proyecto, una campaña valiente para la recuperación y reconstrucción del tejido social y moral de la nación; para el logro de este objetivo, es central la misión de la familia. En efecto, en la familia, que es la Iglesia doméstica, se viven y se transmiten los valores humanos y cristianos. Es el primer y fundamental espacio para el cuidado y educación del cuerpo y del espíritu; en su seno se inicia la vida y se la cuida en todas sus etapas; allí nacen y crecen varones y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. La familia es la fuente donde se nutre y se vive la fe y el impulso misionero; es la cuna en la que nacen las vocaciones cristianas. La familia es un tesoro, patrimonio de la sociedad y de la humanidad, por ello requiere la máxima atención y cuidado, desde la Iglesia y desde el Estado.
Otra situación que oprime a los pobres es la inequidad social estructural, que es consecuencia de la codicia que despoja de diversas formas a los pequeños de su derecho al desarrollo humano integral, por ejemplo, en el tema del acceso y propiedad de la tierra y que esté acompañado de políticas públicas para el arraigo en sus propias comunidades, tanto de los pueblos indígenas como de las familias campesinas. Esta situación los obliga a emigrar del campo a la ciudad, desahuciados por un modelo económico hegemónico, que no contempla las necesidades de los más pequeños, y por la ausencia del Estado. Podemos ver las consecuencias en los asentamientos precarios y los cinturones de pobreza de nuestras ciudades en todo el país, y especialmente en el área metropolitana de Asunción.
La Iglesia está atenta y vigilante para acompañar las demandas de nuestro pueblo, que busca amparo y reparo en las instituciones y en sus autoridades. La acción de la Iglesia para atender los reclamos de los sectores sociales empobrecidos será siempre subsidiaria. La responsabilidad de una sociedad más justa es tarea de la política y de los políticos.
Por ello, junto con el Papa Francisco, ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros procuren que haya trabajo digno, educación de calidad y cuidado integral de la salud para todos los ciudadanos (cfr. Evangelii Gaudium, 205).
El saneamiento moral de nuestras instituciones no será posible ni viable si los órganos encargados de perseguir la corrupción y evitar la impunidad de los corruptos no cumplen a cabalidad su función constitucional. En este sentido, subrayamos de manera particular la responsabilidad del Poder Judicial y del Ministerio Público.
La corrupción social es un pecado grave. Exhortamos a los cristianos que ocupan cargos de responsabilidad en la función pública, en especial a aquellos que tienen la función de investigar e impartir justicia en el Ministerio Público y en el Poder Judicial, que revisen si su actuación y sus decisiones son coherentes con sus convicciones religiosas y ciudadanas. Honremos la memoria de algunos valientes y ejemplares operadores de justicia, como el fiscal Marcelo Pecci, quien ha luchado y resistido contra el maléfico pecado del crimen organizado hasta derramar su sangre. (Cfr. Heb 12,4).
La calidad de la democracia, de la política y de los políticos, depende de una ciudadanía consciente de sus derechos y de sus obligaciones. La formación de la conciencia, los cambios culturales y el desarrollo humano integral, serán el resultado de una educación de calidad. Todos, todos debemos apostar para que los niños, adolescentes y jóvenes reciban la máxima escolaridad posible, y adquieran los aprendizajes y herramientas necesarias para su desarrollo moral, humano e intelectual, lo que les permitirá el acceso a una vida digna, plena y feliz.
Mi Venerable predecesor, Monseñor Juan Sinforiano Bogarín, primer arzobispo de Asunción, (1930) vivió con tanto dolor el odio fratricida y la cizaña que dividía a los paraguayos. Ejerció durante 54 años el episcopado buscando la paz y reconciliación nacional; esa fue su gran preocupación pastoral.
Este báculo que hoy está en mis manos, símbolo del pastor que guía a su pueblo, fue el báculo del primer arzobispo del Paraguay. Mons. Bogarín fue amigo de los pobres, re constructor moral de la nación y hoy Siervo de Dios. Pedimos su intercesión para trabajar con tesón por la concordia de la nación paraguaya.
La fiesta de hoy es un canto de esperanza, un canto a la vida a pesar de la muerte. La fe en Jesucristo, muerto y resucitado, nos abre las puertas de la esperanza. La esperanza que nos nace también del testimonio cristiano de tantos hermanos y hermanas, familias, laicos, hombres y mujeres, consagrados a ser discípulos misioneros, que en el día a día luchan por un país mejor y generan nuevos horizontes de solidaridad y concordia ¡Juntos podemos…!! Nada impedirá la victoria de este niño, nacido de una Mujer revestida del sol, que se ha enfrentado con el mal y ha salido victorioso.
Que en nuestra vida cotidiana sepamos sembrar semillas de esperanza y contagiemos la alegría de vivir. Miremos el cielo, pero con los pies en la tierra.
Junto con María, en esta Solemnidad de la Asunción, glorifiquemos a Dios con el testimonio de nuestra vida. Salve Señora de la Asunción, gloriosa fundadora de nuestra gran nación. Al Paraguay bendiga tu casto corazón. Es linda nuestra tierra…
+Mons. Adalberto Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano de Asunción
[1] El Saneamiento Moral de la Nación (12 de junio de 1979).
[2] Ibidem
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