Hermanas y hermanos en Cristo Resucitado:

Nos encontramos reunidos en torno al altar del Señor para acompañar, con la celebración del Sacrificio eucarístico, en el que se actualiza el misterio pascual, el último viaje del querido Mons. Pastor Cuquejo, a quien el Señor ha llamado para sí el día de ayer. En el día de María, Reina y Señora del cielo y de la tierra, nuestro hermano ha sido llamado a la Casa del Padre Celestial para recibir el premio reservado a los justos.

Al ponernos hoy de cara a la realidad de la muerte, no la miramos con miedo, conturbados, sino más bien, con profundo regocijo y esperanza.  La fe puesta en la muerte y resurrección de Jesús nos abre caminos de esperanza: la muerte no es el final. Nuestra fe nos enseña que, con la muerte en esta vida terrenal, nacemos a la vida eterna, si nuestra vida ha sido conforme y conformada a la Voluntad del Padre.

De ahí que la muerte no es una pérdida sino una ganancia, porque sólo así se expresa el verdadero potencial de vida que llevamos dentro, es el comienzo de una vida nueva, la vida eterna: “Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”. (Rm 8,31)

Jesús nos ofrece este horizonte de esperanza que llena de sentido nuestra vida. La muerte es inevitable, pero también es cierto que, si caminamos en el proyecto de Jesús, entregando la propia vida, por amor a Dios, en el servicio al prójimo, haremos del atardecer de nuestras vidas, el comienzo de la mañana de la resurrección.

La muerte no es el punto y final de la vida, sino más bien un punto y aparte; se produce un ‘cambio’ de página, pero nuestra historia continúa. Jesucristo era conocedor de esta realidad y la expresó muy bien con la comparación de grano de trigo, que hemos escuchado en el Evangelio. Si el grano no muere no da fruto (no se siembra en la tierra y se ‘corrompe’…). El grano, que está sembrado en la tierra, no ve la espiga que está produciendo. Así nosotros, ante la semblanza de la muerte, sólo vemos la realidad de aquí, pero no contemplamos (creemos con la fe) la Vida que se está gestando.

La imagen del grano de trigo que “muere” cuando es sembrado, nos enseña un maravilloso mensaje. Así como la semilla muere para dar lugar a una planta, pero la planta no es distinta de la semilla, así Jesús, con su muerte y resurrección, entra a una vida nueva.

Cristo Glorioso y resucitado, nos sigue alimentando de los frutos de la Eucaristía. Ahora en su Cuerpo Glorioso, se manifiesta la plenitud de la vida anunciada en su vida terrena.  Eucaristía donde el mismo Mons. Pastor, como sacerdote celebraba y se ofrecía al Señor.

En su poemario (“Ecos del Corazón”) Mons. Pastor Cuquejo escribía el 8 de septiembre del 2009: Vienes a mi vida para llenar su vacío porque sin ti todo lo mío queda sin sentido. Un grano de trigo triturado unido a otros en el pan será tu cuerpo consagrado, y el racimo de uva convertida en vino, ofrenda puesta en la piedra del altar. Así estarás con nosotros y nosotros en ti por siempre. Amor infinito que nos unes en el único Amor hasta la muerte. Amor triturado por el dolor y las pruebas que nuestro hermano padeció y ofreció en su vida terrena.

Sólo quien Ama a Jesús, unido a Él en el ministerio de servicio mandado por él, participará de su destino, llegando así a la meta en la cual recibirá el reconocimiento de parte del Padre y será acogido en la morada celestial.

A Mons. Pastor Cuquejo se aplican las palabras del Apóstol Pablo: He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe. Solo me queda recibir la corona de la salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo… (2 Timoteo 4,6-8)

La combinación de los tres verbos “he combatido”, “he concluido” y “he conservado” indica una acción completa que tiene resultados continuos y permanentes. Pablo consideró completa su vida porque había logrado por medio del Señor todo lo que Dios lo había llamado a hacer como un soldado de la fe. Son características que vemos en Mons. Cuquejo, repasando su vida, su testimonio y su legado.

Monseñor Cuquejo ha completado su peregrinar en la tierra habiendo dedicado su vida a la misión de anunciar al Santísimo Redentor, Nuestro Señor Jesucristo, tomado de la mano de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Fue una larga y fecunda vida gastada por la causa de Cristo, incluso desde su quebrantada salud.

Necesitamos personas como él, que nos animen a tener menos miedo al dolor, al sufrimiento, porque Mons. Pastor supo tomar la Cruz y seguir al Señor. Y necesitamos personas que, como él, nos hagan cercanas la paz y la alegría de la fe, de su creencia en el buen Dios que dio su vida por nosotros.

Él se ha preparado para este momento crucial, habiendo sido semilla que se abrió y le regaló al mundo lo mejor que llevaba dentro: las buenas iniciativas, el espíritu de bondad, el sentido de responsabilidad, la capacidad de comunicar, de perdonar y de servir a todos con disponibilidad. 

Celebramos la victoria definitiva del amor, de la vida y de la misericordia de Dios. Porque la santidad se construye casi siempre sobre muchas cicatrices que se han tenido que curar, sobre ruinas, pequeñas o grandes, que se han tenido que reparar.

Mons. Cuquejo vivió como el Señor quiere que vivamos. Dios ha concebido cuidadosamente un plan para cada uno de nosotros, y nuestra responsabilidad es descubrirlo y realizarlo. Ningún cristiano debería llegar al fin de su vida con remordimientos por las oportunidades desperdiciadas de vivir para Cristo.

Hoy nos toca despedirlo, con la presencia del Papa Francisco, con su mensaje y oraciones recibidas, del Nuncio Apostólico Eliseo Ariotti, con el colegio de mis hermanos obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, seminaristas, con nuestros jóvenes, laicos, familias, con la confianza en que el Señor, Juez justo, le dará la corona de la salvación.

Querido hermano, al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban María Santísima, San José, San Roque González de Santa Cruz y compañeros mártires, la beata María Felicia de Jesús Sacramentado, San Alfonso, y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén. El coro de los ángeles te reciba, y Cristo, tu Señor, te lleve a la presencia del Padre Celestial.

Así sea.

 

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Asunción

Presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya