(Lucas 6:17)

Jesús bajaba de los cerros, hasta que detuvo en un lugar más plano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que padecían  por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos. El hoy, también baja con su palabra, la palabra se abaja, se pone a nuestros nivel. El se deja tocar y nos toca con su palabra, bajando a este altar, en la planicie de esta sagrada mesa, obrará el milagro para darnos de comer su cuerpo y sangre y sanarnos.

En la introducción del Evangelio, la liturgia puso en nuestros labios un breve ruego: «Abre, Señor, nuestro corazón y comprenderemos las palabras de tu Hijo». ¡Qué ruego necesario! Abre Señor nuestro corazón, ahí en esa puerta donde golpeas y llamas, para encender la luz en nuestros encierros y apatías. Abre Señor nuestras mentes.

El quiere llenar nuestras expectativas. Sale de él una fuerza que irradia y fecunda, la tierra seca de nuestros corazones. Él nos mira con ojos de misericordia, porque en la creación vio Dios, que todo era bueno y  se regocija de habernos creado.

Aunque el primer hombre y mujer, Adán y Eva, traicionaron esa mirada con la desobediencia del pecado.  Se esconden De Dios. «Adán, ¿dónde estás?» Esta pregunta compasiva que hiere el alma de compasión, casi un ruego, se viene repitiendo a lo largo de la historia de la humanidad. El hombre teme y se escapa de la mirada de Dios. No soporta verlo. Y prefiere esconderse, apartarse lejos de Él. Mas bien sus ojos están puestas en las creaturas. Se fija más bien en miradas humanas, antes que observar el rostro divino.

¡Qué grande es el poder de la mirada! Hay miradas que alegran, tranquilizan. Miradas que sanan y curan. Miradas con ojos claros, compasivos, transparentes, mansas, sinceros, rebosantes de amor, ternura y misericordia. Unas despiertan compasión, otras hay que dignifican, algunas que perdonan. Miradas puras, inocentes, infantiles o llenas de experiencia y surcadas por la presencia de la sabiduría. Existen también,  miradas turbias que hieren, que lastiman. Que matan. Miradas indiferentes, miradas que ningunean. Miradas que degradan y prostituyen. Miradas sucias, seductoras o desafiantes, inyectadas de odio, furia, coraje, codicia, lujuria. Miradas de cobardes, de altivos, soberbios y orgullosos. Miradas ambiciosas, calculadoras para hacer números y corromper,  que asesinan. Miradas ciegas y acusadoras.

La mirada del Señor, nos envuelve con su misericordia, y penetra en lo más hondo de nuestras propias miradas. Su apagada mirada en la cruz, nos enciende en la esperanza.  Escuchamos sus Palabras: un ciego no puede guiar a otro ciego; ¿por qué miras la astilla que hay en el ojo de tu hermano?

Un ciego no puede guiar a otro ciego; tampoco erigirse en jueces de los demás, pretendiendo quitar la astilla del ojo del hermano cuando se tiene además una viga en el ojo propio; cada árbol se reconoce por los frutos, o sea cada hombre se reconoce por lo que es verdaderamente, no por las palabras que dice sino por las obras que realiza. Jesús muestra que dirige aquí a sus discípulos una serie de advertencias que, en otra oportunidad, había dirigido en forma de reprobación, a los fariseos: Son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en el pozo (Mt. 15,14); los líderes son para guiar y no para perder a sus seguidores, conduciéndoles hacia abismos de muertes.

 

En torno de esta palabra podemos afrontar hoy valientemente nuestro examen de conciencia, y dejarnos juzgar por el Evangelio, con una mirada sincera e introspectiva. Tal vez por primera vez, nos veremos obligados a admitir, por más que nos desagrade, que somos todos contradictorios, e inconsecuentes, toba mokoi, y porque no hipócritas.

También  nos golpeamos el pecho en contrición y pedido de perdón. La Iglesia —se afirma— dice y no hace; se escandaliza de algunos males y calla otros; denuncia los pecados de la sociedad civil, como los de la injusticia social, sin tener, ella misma las manos totalmente limpias.

Tiempo de conversión y las cenizas. El próximo miércoles nos recordarán que necesitamos purificar nuestra miradas y el corazón para dar buenos frutos fecundados por el espíritu Santo.  Antes que nada, caminar juntos. El lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, narrado en el libro del Éxodo; el difícil camino desde la esclavitud a la libertad, querido y guiado por el Señor, que ama a su pueblo y siempre le permanece fiel. No podemos recordar el éxodo bíblico sin pensar en tantos hermanos y hermanas que hoy huyen de situaciones de miseria y de violencia, buscando una vida mejor para ellos y sus seres queridos. Surge aquí una primera llamada a la conversión, porque todos somos peregrinos en la vida. El Papa Francisco nos desafía: Cada uno puede preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy realmente en camino o un poco paralizado, estático, con miedo y falta de esperanza; o satisfecho en mi zona de confort? ¿Busco caminos de liberación de las situaciones de pecado y falta de dignidad? Sería un buen ejercicio cuaresmal confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para el viandante.

Adalberto Card. Martínez Flores