Escuchamos en la segunda lectura de la carta de San Pablo, a los Corintios, en el capítulo 1: Los judíos exigen señales milagrosas y los paganos piden sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado; Cristo es la fuerza y la sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres.”

Pero nosotros, afirma San Pablo,  con fuerza y convicción: predicamos a Cristo crucificado.  Y Pablo lo predicó no solamente de palabras, sino con su propia vida. Porque también llevaba en su cuerpo y espíritu  las llagas de Cristo crucificado.

El anuncio doloroso de Jesús Crucificado y el anuncio gozoso de Cristo Resucitado es el concentrado del Gran Amor del Verbo Encarnado. En la cruz y resurrección encontramos la redención. La Vida Nueva surgida de la Pascua es la finalidad de la existencia del seguidor y discípulo de Jesús. No existe ningún límite geográfico, o de ambientes, para el anuncio del Evangelio al que está ligado el destino de la humanidad y de toda la creación. La Iglesia existe para evangelizar, es su razón de ser.

El papa Francisco nos habla de que “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” debe llegar no solo a las periferias geográficas, a todos los rincones del mundo, sino también a las periferias existenciales. Predicar es abrazar a Jesús Crucificado. La mejor y centrada predicación es el abrazo al camino del vía crucis y abrazar al Caminante que nos lleva  consigo el pesado leño de nuestros pecados, de nuestras aflicciones. Un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. El se hace Cireneo para levantarnos de postraciones y liberarnos de negaciones. El abre caminos. Abre senderos en el intrincado atolladero que nos asaltan y obstaculizan el camino de la vida.

Este horizonte exige que dejemos de lado nuestras preocupaciones individualistas y mezquinas que impiden la realización de dicho anuncio. El destino de la humanidad y del universo amenazado por la destrucción producida por los egoísmos humanos (hambre, guerra, explotación irracional de la vulnerabilidad humana, las colonizaciones ideológicas, la fea ideología de género que borra las diferencia entre hombre y mujer, (como decía el Papa Francisco esta semana pasada) explotación  de la naturaleza, etc.) es desafío cotidiano para abrazar y el actuar de los seguidores de Jesús. Tarea ingente, del discípulo misionero.

La Iglesia debe ser samaritana, que no teme socorrer al herido tirado al costado del camino; ser un “hospital de campaña”, pues son los enfermos y no los sanos los que necesitan ser atendidos con urgencia. Es urgente la conversión personal, eclesial y social conforme a los valores del reino de Dios: justicia, verdad, paz y un verdadero amor a Dios, demostrado en el amor al prójimo, sobre todo a los más pobres y vulnerables, buscando y trabajando por la promoción humana integral de cada habitante del suelo patrio.

La Eucaristía que celebramos hoy nos invita a ver y juzgar nuestra realidad eclesial y social y, a ejemplo de San Pablo, actuar para superar nuestras cegueras y nos convirtamos a Cristo para transformar radicalmente nuestra vida como ciudadanos y como cristianos.

Reconocemos el coraje y la fidelidad del papa Francisco al mandato del Señor cuando pone todo su empeño, su esfuerzo, sus desvelos, su quebrantada salud para que las orientaciones del Concilio Vaticano II transformen las estructuras y algunas prácticas en la Iglesia que se oponen al auténtico espíritu evangélico. 

En este año de la oración, oramos y oraremos más que nunca, por el papa Francisco y acompañemos con fidelidad su Magisterio. En la Iglesia católica sabemos que el Sucesor de Pedro es el fundamento de la unidad para cumplir la misión que el Señor encomendó a sus discípulos.

El Señor nos llama continuamente a una nueva conversión y hemos de pedir con constancia la gracia de estar siempre comenzando, actitud que lleva a recorrer con paz y alegría el camino que conduce a Dios. El camino por excelencia es la familia, cuidemos de ese nicho, donde los hijos aprenden de sus padres, abuelos, tíos, padrinos, heredan, los valores cristianos, el valor de la misma familia, como pilar fundamental de la sociedad, el valor de la vida, desde los inicios, de la dignidad de ser personas desde la concepción y pasando por todas la etapas de la vida, el valor del amor, de la oración, de la ayuda mutua, del trabajo, de la solidaridad, el valor de la vocación cristiana.

El Señor nos de la gracia para ser portadores de Cristo. Que nadie quede excluido de recibir el anuncio del Evangelio. Que todos escuchen el mensaje de salvación y todos, sin excepción, experimenten el amor de Dios desde aquellos que nos gloriamos en tenerlo como Señor y Salvador nuestro.

Roguemos al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente, tanto con nuestras palabras, como con nuestras obras y nuestro testimonio personal y comunitario, en atraer a todos hacia Cristo, para que nuestra sociedad pueda encontrar en Él el camino que nos una como hermanos, y nos conduzca a construir el Paraguay que queremos y necesitamos; y que, al final de nuestro peregrinar por la tierra, podamos decir como San Pablo: He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe; sólo me queda recibir la corona merecida, que en el último día me dará el Señor, justo juez. (2 Timoteo 4,7-8).

03 de marzo de 2024.

 

+Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción