27a semana del tiempo ordinario
Sábado 12 de octubre de 2019
Fiesta de Nuestra Señora del Pilar, día de la hispanidad.
Jl 4,12-21; Sal 97,1-2.5-6.11-12; Lc 11,27-28
La escucha auténtica de la Palabra de Dios significa «comerla», meditar- la, habitar en ella, tomársela en serio. Esto requiere permitir que enraíce en nuestros corazones, que crezca en nuestra conciencia, que desafíe nuestros valores y actitudes. Nuestra misma vida y el amor de Dios se entrecruzan, y esto requiere un constante abandono en las manos de Dios, que no es sencillo ni automático. El comer profético de la Palabra de Dios nos recuerda el comer del banquete eucarístico.
La segunda parte de la advertencia de Jesús se concentra en el vivir la Palabra de Dios. Esto requiere una comprometida decisión para poner en práctica la Palabra de Dios, observar sus mandamientos, ubicar el amor de Dios en las acciones concretas, traducir el mensaje de Dios a la vida cotidiana. Aunque esta tarea tiene una dimensión personal, también comporta un gran compromiso social. ¿Cómo demostramos la escucha real de la Palabra de Dios y la respuesta de fe? Podemos citar a Santiago cuando afirma: «Y yo con mis obras te mostraré la fe» (Sant 2,18), y añadir: y demostraré que he escuchado la Palabra de Dios.
En los últimos tiempos, los Papas han subrayado la importancia de in- tegrar «escucha» y «puesta en práctica» de la Palabra de Dios; es necesario ser al mismo tiempo «oyentes» y «ejecutores». La evangelización requiere tanto la contemplación como la acción concreta. Recordemos el desafío presentado por el papa san Pablo VI en la Evangelii nuntiandi: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio» (EN 41).
Una mirada atenta al Nuevo Testamento revela que la primera persona que recibe el honor de ser llamada «dichosa» es la propia María. Lucas, describiendo la escena de la visitación, dice que: «Se llenó Isabel de Espí- ritu Santo y, levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! […] Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”» (Lc 1,41-45). María es bendeci- da precisamente porque cree: cree en la Palabra de Dios pronunciada por medio del ángel; cree y pronuncia su fiat incondicional al Señor.
Es evidente que las palabras de Jesús se refieren a la Virgen María. Los versículos 27-28 son una clara alusión a su Madre, como ejemplo indis- cutible de esta actitud de discípulo dispuesto a acoger la Palabra (cf Lc 2,16-21), puesto que ya desde el inicio del Evangelio de Lucas se dice que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). «Conservar» tiene el significado de preservar, cuidar, proteger, salvaguardar en la memoria, e implica siempre atención y responsabilidad. Pero la Virgen María, además de «conservar» todas estas cosas, las meditaba en su corazón; es decir, trataba de entender el auténtico significado de lo que estaba sucediendo.
El Evangelio de hoy no debe ser interpretado como un rechazo de Jesús a su madre; más bien subraya que la atención a la Palabra de Dios, por la fe, es más importante que la relación biológica con Jesús. Esta misma afirmación se encuentra en otros pasajes del Evangelio (cf Mt 12,48; Mc 3,33; Lc 8,21), cuando Jesús pregunta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Con ello, Jesús está indicando claramente la importancia del recibir y obedecer a la Palabra de Dios.
Un pasaje de la Lumen gentium del Concilio Vaticano II observa: «A lo largo de su predicación [Jesús], [María] acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cf Mc 3,35; Lc 11,27-28) a los que escuchan y guardan la Palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf Lc 2,29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf Jn 19,25)» (LG 58).
La imagen de María como «discípula fiel» que vive una «peregrinación de fe» es la que estimula la sensibilidad de la gente moderna y la comprensión de la Iglesia como llamada al discipulado. El papa Francisco, refiriéndose también a la encíclica Redemptoris mater de san Juan Pablo II, escribe en la Evangelii gaudium: «María es la mujer de fe que vive y camina en la fe, y “su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia”. Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores […]. “Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe”» (EG 287).
Cuando hablamos de compartir la Palabra como buena noticia, sabemos que la información es necesaria y también indispensable; sin embargo, no es lo primero ni lo más importante: la Palabra principalmente consiste no en hablar, sino en dar testimonio. Lucas presenta de una forma muy coherente esta convicción en el relato en el que Juan el Bautista envía a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús si él es el Mesías (cf Lc 7,18ss). Pero Jesús, en vez de dar una respuesta, ofrece una prueba incuestionable, mostrando las consecuencias del reino de Dios. El Evangelio subraya claramente: «En aquella hora curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista» (Lc 7,21). Esto significa que la bondad más profunda de la buena noticia que nos comunica Jesús no está en el ámbito de las cosas que pueden decirse teóricamente, sino en sus consecuencias existenciales. Consiguientemente, la Palabra tiene necesidad de discípulos que, como la Santísima Virgen, quieran escucharla con disponibilidad, y al mismo tiempo deseen vivirla con generosidad.
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