En estos domingos, la liturgia propone algunas parábolas evangélicas, cuentos con enseñanzas, narraciones, anécdotas  breves que Jesús utilizaba para anunciar a sus oyentes qué es Reino de los Cielos. Entre las parábolas escuchadas en el Evangelio de hoy, hay una que es más bien profunda, de la cual Jesús da explicaciones a los discípulos: es la del trigo y la cizaña, que afronta el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mt 13, 24-30.36-43).

La escena tiene lugar en un campo donde el dueño siembra el trigo; pero una noche llega el enemigo y siembra la cizaña, término que en hebreo deriva de la misma raíz del nombre «Satanás» y remite al concepto de división. Todos sabemos que el demonio es un «sembrador de cizaña», aquel que siempre busca dividir a las personas, las familias, las naciones y los pueblos. Los servidores quisieran quitar inmediatamente la hierba mala, pero el dueño lo impide con esta motivación: «No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo» (Mt 13, 29). Porque la cizaña, cuando crece, se parece mucho al trigo, y allí está el peligro que se confundan.

La enseñanza de la parábola es doble. Ante todo dice que el mal que hay en el mundo no proviene de Dios, sino de su enemigo, el Maligno. Es curioso, el maligno va de noche a sembrar la cizaña, en la oscuridad, en la confusión; él va donde no hay luz para sembrar la cizaña. Este enemigo es astuto: ha sembrado el mal en medio del bien, de tal modo que es imposible a nosotros hombres separarlos claramente; pero Dios, al final, podrá hacerlo.

Y aquí pasamos al segundo tema: la contraposición entre la impaciencia de los servidores y la paciente espera del propietario del campo, que representa a Dios. Nosotros a veces tenemos una gran prisa por juzgar, clasificar, poner de este lado a los buenos y del otro a los malos… Pero recordad la oración de ese hombre soberbio: «Oh Dios, te doy gracias porque yo soy bueno, no soy como los demás hombres, malos…» (cf. Lc 18, 11-12). Dios en cambio sabe esperar. Él mira el «campo» de la vida de cada persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con confianza que maduren.

La actitud del propietario es la actitud de la esperanza fundada en la certeza de que el mal no tiene ni la primera ni la última palabra. Y es gracias a esta paciente esperanza de Dios que la cizaña misma, es decir el corazón malo con muchos pecados, al final puede llegar a ser buen trigo. Pero atención: la paciencia evangélica no es indiferencia al mal; no se puede crear confusión entre bien y mal. Ante la cizaña presente en el mundo, el discípulo del Señor está llamado a imitar la paciencia de Dios, alimentar la esperanza con el apoyo de una firme confianza en la victoria final del bien, es decir de Dios.

Al final, en efecto, el mal será quitado y eliminado: en el tiempo de la cosecha, es decir del juicio, los encargados de cosechar seguirán la orden del patrón separando la cizaña para quemarla (cf. Mt 13, 30). Ese día de la cosecha final el juez será Jesús, Aquél que ha sembrado el buen trigo en el mundo y que se ha convertido Él mismo en «grano de trigo», murió y resucitó. Al final todos seremos juzgados con la misma medida con la cual hemos juzgado: la misericordia que hemos usado hacia los demás será usada también con nosotros.

En un responso al que asistí recientemente fue un momento especial y emotivo en el que se honraba la vida y el legado de María Sergia, una mujer de 93 años que partió, dejó una profunda huella en sus hijos y nietos. A pesar de haber enviudado a una edad temprana.

Durante el servicio fúnebre, pude percibir una sensación de serenidad y sosiego en el rostro de María Sergia. Parecía decir: “Mi misión en este mundo ha sido cumplida”. Su féretro estaba rodeado de hermosas variadas coronas de flores, un recordatorio de su amor por la naturaleza y la belleza de la vida. Sin embargo, lo más significativo es que también estaba rodeada por coronas de sus seis hijos y nietos, corona de familias, quienes estaban allí para agradecer al Dios de la vida, despedirse y rendir homenaje a la mujer que había sido su ejemplo, guía, apoyo y sostén a lo largo de sus vidas.

Durante la ceremonia, los hijos compartieron anécdotas sobre su madre, recordando su fortaleza y su devoción a la fe. María Sergia fue como una mujer fuerte del Evangelio, que supo enfrentar los desafíos de la vida con valentía y confianza en Dios. Su ejemplo de fe y su amor incondicional dejaron una huella imborrable en sus seres queridos.

Es en momentos como estos cuando nos damos cuenta de la importancia de los ancianos en nuestras vidas. Ellos son quienes nos transmiten la pertenencia al pueblo santo de Dios. A través de su sabiduría, experiencia y fe arraigada, nos enseñan el valor de la tradición, la importancia de la familia y la necesidad de mantener viva nuestra conexión con lo divino.

María Sergia fue una mujer ejemplar, un faro de luz en la oscuridad, cuyo legado perdurará en las generaciones venideras. Su fe inquebrantable y su amor abnegado son un recordatorio de la importancia de nutrir y cultivar la semilla de la fe en nuestras vidas y en las vidas de aquellos que nos rodean.

Mientras rezábamos los salmos y encomendábamos el alma de María Sergia a Dios, sentí una profunda gratitud por su vida y por el impacto que tuvo en su familia. Su partida deja un vacío, pero también deja un legado de amor, fe y esperanza. Que su alma descanse en paz y que su ejemplo nos inspire a seguir cultivando la semilla de la fe en nuestros propios corazones y en los corazones de aquellos que nos siguen.

Honrémoslos, no nos privemos de la compañía de nuestros abuelos y no los privemos de la nuestra; no permitamos que sean descartados. Hemos visto también que hay muchos abuelos que son desechados por sus propios hijos,  sus familias y por la sociedad. Muchos de ellos viven en el límite de sus recursos, sin techos, sin alimentos, sin medicinas, sin suficientes seguridad social, ni atenciones médicas adecuadas, necesitados de mayores garantías en su bienestar. Ser favorables a la vida, o pro vida,  lo debemos ser y enfocarnos en todas las etapas de la vida humana.

Un Estado defensor y protector de la vida humana debe serlo a lo largo y en todo el desarrollo integral de la las personas en todas sus etapa vitales, desde el nacimiento de la vida hasta su último tramo de la muerte natural. Desde la primavera hasta el otoño de la vida. Ningún ciudadano del país puede ser considerado descartable o desechable por falta de los recursos necesarios para la atención y protección privilegiada o necesaria para cada uno de sus hijos e hijas.  También se debería garantízar y que los recursos para este fin, no terminen desviados en las arcas o bolsillos deshonestos  de la corrupción, de las cízañas de la corrupción, que sofocan el buen trigo de la honestidad. La impunidad hace crecer la cizaña de la corrupción. La lucha contra la corrupcion, con la impunidad, es un imperativo de la justicia social. La inmisericordia que hemos usado hacia los demás será usada también con nosotros.

Por un país mejor, mas humano, mas hermano, con justicia y equidad. La iglesia, en la Arquidiócesis y otras Diócesis del país,  cómo madre misericordiosa provee de hogares de ancianos, especialmente para los más vulnerables. Hogares y albergues para niños, víctimas de tratas, para discapacitados, para enfermos renales, para moribundos necesitados de cuidados paliativos,  para enfermos de las drogas y el alcohol. Hogares para migrantes. La vocación de ser buena samaritana para recoger y atender debidamente a los que han sido abandonados. Esperamos que estos hogares puedan multiplicarse con otras iniciativas también civiles y estatales, dada la multiplicación de necesidades.

La Jornada Mundial de los Abuelos y de los Adultos Mayores quiere ser un pequeño y delicado signo de esperanza para ellos y para toda la Iglesia. Renuevo por ello, mi invitación a todos —diócesis, parroquias, asociaciones y comunidades— a celebrar esta Jornada, poniendo en el centro; la alegría desbordante de un renovado encuentro entre generaciones con nuestros ancestros abuelos . Y que no perdamos nuestras raíces.

+Card. Adalberto Martínez Flores
Arzobispo de Asuncion