El Padre, San Enrique de Ossó con gran admiración hacia Santa Teresa de Ávila, razón por la cual fundó la Compañía de Santa Teresa de Jesús (las “Teresianas”), el 23 de junio de 1876; fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, convirtiéndose así en su mayor obra.
La mejor amiga de san Enrique fue siempre santa Teresa. Buscando el origen del del carisma en Enrique, la clave es un testimonio personal:
“¡Santa Teresa de Jesús, Robadora de corazones! Yo no sé cuándo robaste el mio, ni sé cuándo despuntó la devoción y el cariño hacia ti en mi alma: sólo sé que tu imagen agraciada y la lectura de tus obras, despertaron en mi alma un amor vehemente a ti, y que luego que te conoci, te amé con pasión.
“¡Has robado mi corazón, sin duda para ofrecerlo como dádiva conquistada a tu fino amante Jesús y a tu querida Madre la Virgen Santísima!…te debo mi gratitud… ¿Qué ofrenda te presentaré que te sea agradable? Ya lo sé, corazones para presentarlos a Jesús y María… perdona… si el primer corazón que voy a presentarte es el mío”.
El padre Enrique de Ossó, fue canonizado hace 30 años por el Papa San Juan Pablo II, el 16 de junio de 1993. Testigo de la luz divina fue el padre Enrique de Ossó y Cervelló, a quien la Iglesia elevaba ese día a la gloria de la santidad y lo propone como modelo al pueblo cristiano. La Iglesia universal se alegra y se goza con este hijo suyo que, fiel a la llamada de Dios, entendió que la contribución primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia como comunión de los santos era su propia santidad. La semilla de santidad que recibió en el bautismo, maduró, dio fruto y fue devuelta a la Iglesia enriquecida con su carisma personal.
Cuál fue este carisma? Cuál fue el don recibido de Dios que fructificó en la vida del nuevo santo? Enrique de Ossó buscó y encontró la sabiduría; la prefirió a los cetros, a los tronos y a la riqueza (Sb 7, 8). Desde su juventud, al abandonar la casa paterna, refugiándose en el monasterio de Montserrat, sintió que Dios le llamaba para hacerle partícipe de su amistad (cf. ibíd. 7, 14). Seducido por la luz que no tiene ocaso (cf. ibíd. 7, 10), encontró “el tesoro inagotable” (cf. ibíd. 7, 14) y lo dejó todo por poseerlo (cf Mt 13, 44-46).
Su padre quería que fuera comerciante; y él, como el comerciante de la parábola evangélica, prefirió la perla de gran valor, que es Jesucristo. El amor a Jesucristo le condujo al sacerdocio, y en el ministerio sacerdotal Enrique de Ossó encontró la clave para vivir su identificación con Cristo y su celo apostólico. Como “buen soldado de Cristo Jesús” (2Tm 2, 3) tomó parte en los trabajos del evangelio y encontró fuerzas en la gracia divina para comunicar a los demás la sabiduría que había recibido. Su vida fue, en todo momento, contacto íntimo con Jesús, abnegación y sacrificio, generosa entrega apostólica.
Además del sacerdocio supo desarrollar su gran vocación a la enseñanza. No sólo hizo descubrir a otros la sabiduría escondida en Cristo, sino que sintió la necesidad de formar personas “capaces a su vez de enseñar a otros”, según la expresión de san Pablo a Timoteo (2Tm 2, 2). La Compañía de Santa Teresa de Jesús, fundada por él, no tiene otro fin que conocer y amar a Cristo, y así hacer que sea conocido y amado por los demás.
El carisma de su Fundador, sigue viva en ustedes y las teresianas. La vida de San Enrique es una invitación que el Señor les dirige, por su intercesión, para que continúen su fecundo servicio a la Iglesia desde la santidad de vida y compromiso apostólico, sobre todo a través de la enseñanza y formación de la juventud.
De la mano de Teresa de Jesús, Enrique de Ossó entiende que el amor a Cristo tiene que ser el centro de su obra. Un amor a Cristo que cautive y arrebate a los hombres ganándolos para el evangelio. Urgido por este amor, el ejemplar sacerdote, nacido en Cataluña, dirigirá su acción a los niños más necesitados, a los jóvenes labradores, a todos los hombres, sin distinción de edad o condición social; y, muy especialmente, dirigió su quehacer apostólico a la mujer, consciente de su capacidad para transformar la sociedad: “El mundo ha sido siempre –decía– lo que le han hecho las mujeres. Un mundo hecho por ustedes, formadas según el modelo de la Virgen María con las enseñanzas de Teresa” (Enrique de Ossó y Cervelló, Escritos, t. I, Barcelona, 1976, 207). Este ardiente deseo de que Jesucristo fuera conocido y amado por todo el mundo hizo que Enrique de Ossó enfocase toda su actividad apostólica en la catequesis. En la cátedra del Seminario de Tortosa, o con los niños y la gente sencilla del pueblo, el virtuoso sacerdote revela el rostro de Cristo Maestro que, compadecido de la gente, les enseñaba el camino del cielo.
Su espíritu está marcado por la centralidad de la persona de Jesucristo. “Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús; obrar, conversar y hablar como Él; conformar, en una palabra, toda nuestra vida con la de Cristo; revestirnos de Cristo Jesús es nuestra ocupación esencial” (Ibíd., t. III, Barcelona, 1976, 456). Y junto a Cristo, profesaba una piedad mariana entrañable y profunda, así como una admiración por el valor educativo de la persona y la obra de Santa Teresa de Jesús.
También existen testimonios de la religiosidad infantil de Enrique de Ossó: “Un día mis queridos padres, después de ponerme el mejor vestido que tenía, me llevaron a una casa grande, muy grande, más grande que ninguna del pueblo y más rica y hermosa, muchas luces y ramos de flores brillaban en el altar, y el Señor Cura, vestido con ricas vestiduras, cantaba con el pueblo, y enviaba al cielo nubes de incienso que esparcian aroma que olía a cielo. Alli está Dios, hijo mío, me dijo mi padre. Doblemos la rodilla y adoremos… Alli está el Niño Jesús, en aquel trono de resplandores y de gloria, añadió mi madre… Rézale… Y yo, niño como era, postréme, oré y adoré… Y aquellos momentos que recuerdo con gran emoción fueron los más felices de mi vida de niño”
(Mt. 22,1) Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; San Enrique de niño ha querido vestirse de su Gracia, el vestido mejor. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Por medio de las enseñanzas de Teresa, un gran regalo en la vida de san Enrique fue el cuarto de hora de oración. Para él era fundamental que – como mínimo – tengamos un cuarto de hora que le dediquemos al Señor. Quince minutos en los que nos unamos a Dios. Un tiempo para hacer presente ante Dios nuestra realidad y la de las personas que nos rodean, pidiéndole su gracia para que Él sea el motor y guía de nuestras vidas.
Ese fue el mensaje de su vida: ser siempre fiel a las mociones del Espíritu Santo, movido por una intensa vida de oración. El santo vivió como apóstol que transmite la fuerza del Evangelio, animada por la comunión constante con Dios y por un amor inmenso a la Iglesia. Fue un sacerdote según el corazón de Dios, quien, en una época hostil a la Iglesia – anunció valerosamente el Evangelio con su palabra, su vida y su ejemplo.
La Hna Nelida del Corazon de María Barrientos, quien ha partido a la casa del Cielo es una hija, que correspondió cabalmente con sus talentos al carisma teresiano: mujer del Evangelio, mujer de oración, cercana, prudente, discípula, trasmisora apasionada de la fe a las personas de su redil. El amor a Cristo fue su esencia y motivación misionera. No podemos sino agradecer a Dios por el legado de su vida. Que el Buen Pastor la conduzca a las verdes praderas del Reino Celestial. Su bondad y su misericordia la acompañarán todos los días de su vida, para vivir en la casa del Señor por años sin término. María Santísima la cobije en su Corazon de Madre.
+ Adalberto Card. Martínez Flores
Arzobispo de la Santísima Asunción
Domingo, 15 octubre 2023
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