MISA CRISMAL

Asunción, 14 de abril 2022

Las lecturas proclamadas, también el Salmo, nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos… Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2) (Aaron, fue sumo sacerdote y principal colaborador de Moisés para conducir a su pueblo a la liberación). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, (borde de la tela) es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.

Al revestirnos con nuestra humilde casulla, como cuándo en las ordenaciones el sacerdote se reviste, solemnemente, nos hace sentir sobre los hombros y en el corazón el peso del compromiso asumido con nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires.

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona, sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. (Francisco)

Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema…». «Bendígame, padre», y «rece por mí», y tantas veces quieren tocar las vestiduras sacerdotales, son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios.

Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. No simplemente gestores o funcionarios. Siempre tenemos que reavivar la gracia de captar en toda petición, a veces inoportunas, a veces solamente materiales, incluso por sonseras – pero lo son solo en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto.

Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece solo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos –futuros sacerdotes– todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia existencial» solo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su manto. Y ella se sana.

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué las manos? Las manos del hombre son instrumentos de su acción, son símbolos de su capacidad de afrontar el mundo, de “dominarlo”. El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas.

Las manos que pueden ser instrumentos para realizar bien y ser constructoras de paz, y también manos que pueden ser garfios del mal, destructoras, generadoras de conflictos y muerte.  Ay de aquellas manos que escandalizan a los demás haciendo pactos con el divisor, al demonio padre de la mentira, que busca y alienta discordias para enfrentar unos contra otros. Repudiamos y denunciamos esas fuerzas del mal, terroristas, que en la oscuridad maquinan heridos, muertes y secuestros, guerras.  «Dejemos las armas, iniciemos una tregua pascual, pero no para recargar las armas y reanudar la lucha, sino una tregua para lograr la paz, a través de una verdadera negociación, dispuestos incluso a hacer algunos sacrificios por el bien del pueblo», fue la oración del Papa Francisco en este Domingo de Ramos a la hora del rezo del Ángelus.

Hay manos que negocian y trafican personas, drogas y otros ilícitos que causan mayores heridas sociales e inequidades. Manos que hacen trueque de dinero corrupto por sangre inocente. Manos que maldicen.

Dios quiere que nuestras manos ungidas, sean portadoras de bien, manos llenas de solidaridad con el que sufre, sean como las manos humanas y divinas de Jesús, que tocan y sanan nuestros pecados y enfermedades, mano del Buen Pastor, que nos conducen por senderos justos, nos sosiegan, aunque caminemos por valles oscuros de lágrimas, con sus manos el enjuga nuestras lágrimas y convierte las lágrimas en fuerza y coraje, aun en medio de nuestras propias vulnerabilidades y debilidades. Sus manos heridas puestas en su corazón también herido nos invitan a confiar en Él, y nuestra respuesta no puede ser otra que decirle: en vos confío Señor Jesús, él se ha dejado herir y morir para decirnos el gran amor que nos tiene, para rescatarnos del pecado y la muerte. Manos y corazón  que nos señalan el horizonte de la esperanza, su victoria final sobre él, pecado y la muerte, con su resurrección.

Celebramos la Misa Crismal, muy significativa del presbiterio con el obispo, para expresar la amistad  sacerdotal, en las ayudas solidarias  que se prestan y prestaron en este tiempo de pandemia, en los tristes responsos de camaradas también sacerdotes que han partido, la celebración de misas y confesiones en las parroquias, las fiestas patronales de nuestras unidades castrenses, bautismos, primeras comuniones y confirmaciones de soldados y niños, reuniones telemáticas por las restricciones de encuentros presenciales y el retiro del clero este año; espacios de encuentros, para compartir, reflexionar, discernir sobre el caminar de nuestra misión evangelizadora en las FF.AA y la PN.

Sabemos que el mundo actual necesita urgentemente la fraternidad. Sin darse cuenta, anhela encontrarse con Jesús. Pero, ¿Cómo podemos hacer que se produzca este encuentro? Necesitamos escuchar al Espíritu junto con todo el Pueblo de Dios, para renovar nuestra fe y encontrar nuevas formas y lenguajes para compartir el Evangelio con nuestros hermanos y hermanas. El proceso sinodal que nos propone el Papa Francisco tiene precisamente este objetivo: ponerse en marcha juntos, en una escucha recíproca, compartiendo ideas y proyectos, para mostrar el verdadero rostro de la Iglesia: una “casa” hospitalaria, de puertas abiertas, habitada por el Señor y animada por relaciones fraternas.

Es lo que rogamos en esta ceremonia de la Misa Crismal a Dios Padre, que disponga con la fuerza del Espíritu Santo que la dignidad ser cristianos, sea para continuar la misión de Jesucristo para anunciar y realizar en todas partes la obra de la salvación. Sanar corazones desgarrados y abatidos en tiempos de mucho dolor y sufrimiento con la pérdida de nuestros seres queridos. Que esta unción recibida sea para dignificar a Dios en el servicio al pueblo de Dios, en unidad y colaboración con tus hermanos sacerdotes y el obispo.

 

+ Mons. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción