Jueves Santo. Lavatorio de los pies

EUCARISTÍA, AMOR Y SERVICIO

Asunción, 14 de abril de 2022

Hermanas y hermanos:

Durante cuarenta días, la Iglesia nos ha ido preparando para el acontecimiento culminante de nuestra salvación: el Triduo Pascual. El Jueves Santo rebosa de contenido: la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial, el amor hecho de servicio a todos los hombres, la comunidad y comunión eclesial.

Este Jueves Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los Apóstoles. Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los suyos. Pero esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última Pascua del Señor antes de su tránsito al Padre y por los acontecimientos que en ella tendrán lugar.

Es una cena testamentaria; afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa la muerte encima, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte.[1]

Escuchamos en el Evangelio: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora…, comenzó a lavar los pies de los discípulos”. El Maestro les dijo: “Entendéis lo que he hecho con vosotros…”. Es decir, la entrega servicial y el amor a los demás no deben detenerse ante nada ni ante nadie, ni siquiera ante la muerte, porque ahí se demuestra el amor más grande.

Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin[2]. Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo en el trato asiduo con Él, en el amor a la Iglesia, en la caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada Comunión, en el hambre y sed de justicia…

En este jueves santo, Jesús instituye la eucaristía y el ministerio sacerdotal. Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía[3]. Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor venga[4], instituye el sacerdocio ministerial.

Este primer día del Triduo Pascual nos deja enseñanzas que iluminan nuestra fe y sus implicancias prácticas en los gestos, actitudes y acciones que se espera de los cristianos.

Una primera gran enseñanza es que no se puede disociar la Eucaristía del amor y del servicio al prójimo. Recordemos que los principales mandamientos de nuestra fe se resumen en amar a Dios y al prójimo.

No se puede amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos, está a nuestro lado, está a la salida del templo, está en las calles y en las plazas, indígenas, campesinos, niños, hombres y mujeres que son invisibilizados por la globalización de la indiferencia.

La homilía 50° de San Juan Crisóstomo sobre San Mateo nos puede servir de resumen de la opinión de los Santos Padres sobre los frutos eficaces de la Eucaristía y cómo debemos proceder: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (…) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (…) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (…) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (…) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro”.[5]

Toda la Tradición de la Iglesia reconoce en los pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la Eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia parecida y mística en ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz.[6]

En este día de Jueves Santo podemos preguntarnos si en los lugares donde transcurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan inadvertidas… “Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria”[7].

La segunda enseñanza es el servicio. Hoy contemplamos el lavatorio de los pies. En actitud de siervo, Jesús lava los pies de los Apóstoles, y les recomienda que lo hagan los unos con los otros (cf. Jn 13,14). Hay algo más que una lección de humildad en este gesto del Maestro. Es como una anticipación, como un símbolo de la Pasión, de la humillación total que sufrirá para salvar a todos los hombres.

Jesucristo es auténticamente humilde. Ante este Cristo humilde nuestros moldes se rompen. Jesucristo invierte los valores meramente humanos y nos invita a seguirlo para construir un mundo nuevo y diferente desde el servicio.

El seguimiento de Cristo exige humildad y servicio. No vine para ser servido, sino para servir, nos dice el Señor. Y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.

Esta lección se dirige en primer lugar a todos los que ejercemos algún tipo de responsabilidad como autoridad: eclesial, política, social.

Asumir una función de autoridad no significa “mandonear”, no significa tener poder para imponernos sobre quienes están a nuestro cuidado.

Jesús, llamándoles, les dice: saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos. (Marcos 10:42)

En el ámbito político esto debería ser todavía más claro. En lenguaje político se habla de mandantes y mandatarios. Los que ejercen el poder político son mandatarios, es decir, han sido puestos en sus cargos para servir al bienestar de sus mandantes, los ciudadanos.

Los mandatarios no están para servirse del poder, sino son investidos de poder para poder servir. El mandato es el servicio al bien común de los ciudadanos. La salud, la educación, tierra, techo, trabajo, infraestructura, un ambiente saludable, entre otros, para favorecer a los más necesitados, indígenas, campesinos, niños, jóvenes, mujeres, ancianos, por una vida digna, plena y feliz.

En este sentido, invitamos a todos los que ejercen cargos de autoridad, y que se consideran cristianos, a un examen de conciencia sobre la coherencia entre su fe y su vida, y aprovechar este tiempo de gracia para acercarse a Dios, con corazón humilde y arrepentido y vivir la Pascua desde la conversión a Cristo.

Aquel mismo jueves, Jesús nos da el mandamiento del amor: «Ámense unos a otros como yo les he amado» (Jn 13,34). Él nos ama hasta dar la vida: ésta ha de ser la medida del amor del discípulo y ésta ha de ser la señal, la característica del reconocimiento cristiano.

En la Última Cena, con el gesto del “lavatorio de los pies”, Jesús dejó muy grabado en los apóstoles el significado de su vida y lo que exigía de ellos que acababan de participar en la mesa eucarística. Toda la vida de Jesús, desde el principio hasta el final, fue un lavatorio de pies, es decir, un servir a los hombres por amor. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

El servicio brota de la caridad y es la expresión más grande del mandamiento nuevo. Lo que hagan a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacen (cfr. Mt 25,40). La Eucaristía no es solo un misterio para consagrar, recibir, contemplar y adorar, sino que es, además, un misterio que hay que imitar. Dice el Señor: ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? … También ustedes deben lavarse los pies unos a otros, porque les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo he hecho; … y dichosos ustedes si lo cumplen (cfr. Jn 13,13-17).

Iluminados por estas enseñanzas del Maestro, pidamos a nuestra Madre, María Santísima, que nos ayude a vivir en consecuencia.

Así sea.

+ Mons. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción


[1]  Pablo VI, Homilía Misa Jueves Santo 1975.

[2] Jn 13, 1.

[3] Lc 22, 19; 1 Cor, 2, 24.

[4] 1 Cor 2, 26.

[5] Obras de San Juan Crisóstomo, Madrid, BAC, 1956, II, pp. 80- 82.

[6] Pablo VI, Homilía en Bogotá, 23 VIII 1968.

[7] CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 38.