MENSAJE DE PASCUA 

Hermanas y hermanos:

En esta Noche Santa, noche de Luz y de plenitud de la Vida en Cristo Resucitado, nos reunimos para celebrar la Solemnidad de solemnidades, la Madre de todas las Vigilias, la Pascua del Señor. ¡Aleluya! Esta es la noche en que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos. (Pregón Pascual)

El primer día de la semana, de madrugada, el primer día de la nueva creación, el día en que todo fue re-creado y por eso mismo todo es «bueno», las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. El Señor Resucitado mismo es Ungido, nos unge con el nuevo aroma de Vida Nueva, con el nuevo óleo de eternidad, de la esperanza alcanzada y realizada. «Si uno vive en Cristo es una nueva creación nos dice San Pablo, porque lo viejo ha pasado, he aquí que ha nacido de nuevo» (2Cor 5,17) Ellas encontraron corrida la piedra del sepulcro.

La pesada piedra que sellaba la muerte se ha corrido para dar paso a la Vida, fuente y surgente de la vida: El Dios de la vida, la muerte no pudo resistir ante la exuberante explosión de la vida. Y, entrando las mujeres en el sepulcro, lo encontraron vacío, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Estaban desconcertadas, cuando se presentaron dos hombres con vestidos brillantes. Ellas quedaron muy asustadas y les dijeron: ¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado…regresando del sepulcro, anunciaron todo esto a los once y a todos los demás. Las santas mujeres se constituyen en las primeras privilegiadas testigos y anunciadoras de la Resurrección.

La Pascua de Resurrección es el centro y fundamento de nuestra fe. Así nos dice San Pablo: “Si Cristo no hubiese resucitado, en vano sería nuestra fe y nuestra predicación”. (1 Cor 15,14). Hoy nos dice San Pablo: “Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. (Rom 6,4).

Las mujeres y los apóstoles, primero, y luego la fe y la predicación de la Iglesia nos dicen: Él ha resucitado verdaderamente. Él es el viviente. A Él nos encomendamos en la seguridad de estar en la senda justa. Con Santo Tomás, metemos nuestra mano en el costado traspasado de Jesús y confesamos: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,28).[1] Nuestra fe está fundada en un Dios de vivos y no de muertos (cfr. Lc 20,38).

La liturgia de la Palabra nos ha llevado a recorrer hoy la historia de la salvación desde el origen de la creación, mostrándonos que todo estaba orientado a este acontecimiento central de nuestra fe: el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, en Cristo, el Señor.

La noche de la Vigilia Pascual es la noche central de la comunidad cristiana. Es la noche del cirio resplandeciente ante el tránsito del mundo viejo al nuevo, de la esclavitud a la libertad, de la desesperación a la esperanza y de la muerte a la vida en Cristo, primogénito de entre los muertos, es la primicia del reino. San Lucas nos dice que el nuevo día comienza con los “aromas”, llevados por las mujeres al alba con prontitud y esperanza. Para creer en el resucitado es necesario salir de uno mismo hacia los otros, hacia el Otro. Con los aromas del afecto, del encuentro gratuito, de la búsqueda profunda. La búsqueda de los vivientes y de Cristo vivo exige compañía compartida, camino emprendido, manos llenas de caridad y de esperanza activa.

El encuentro con el Resucitado tiene implicancias prácticas en la vida del creyente, desde una profunda transformación personal, por la conversión, que lleva necesariamente al compromiso con el prójimo.

La fe en el Resucitado nunca puede ser intimista. El Papa Francisco lo señala con gran claridad: En el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. La redención que nos trae Jesús, por medio de su muerte y resurrección, tiene un sentido social. La aceptación del primer anuncio provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás.[2]

En este sentido, celebrar la Pascua de Resurrección nos invita a salir de nosotros mismos e ir hacia las situaciones que claman por una vida nueva, por una vida plena pues, como decía Benedicto XVI en Aparecida (2007): “la vida cristiana no se expresa solamente en las virtudes personales, sino también en las virtudes sociales y políticas (…) El discípulo se siente impulsado a llevar la buena nueva de la salvación a sus hermanos”. (Discurso inaugural).

Por ello, los cristianos estamos llamados a dar testimonio de la Resurrección del Señor en nuestra vida cotidiana, siendo luz y sal en una sociedad oscurecida y enferma por la corrupción y la impunidad, que priva a los pobres, a los pequeños, a los indígenas y campesinos, a los jóvenes, adolescentes, a los niños por nacer, a los ancianos, a las mujeres, a los más frágiles y vulnerables, de lo que les corresponde en justicia por su dignidad como ciudadanos e hijos e hijas de Dios.

Cristo Resucitado nos convoca a trabajar por el bien común para favorecer una vida nueva y plena de todos en nuestra sociedad, luchando decididamente para mitigar e, incluso, erradicar la pobreza y la indigencia en que viven miles de compatriotas. Erradicar los escombros que sepultan las esperanzas de un mañana mejor.

Como testigos del Resucitado no podemos quedar indiferentes ante situaciones de nuestros hermanos sufrientes que gritan al cielo ante la falta de techo, de empleo, de salud y educación de calidad, de seguridad. La Resurrección de Cristo nos debe impulsar a trabajar por la liberación de nuestros hermanos que sufren la esclavitud de la adicción a las drogas, de los secuestros, de la violencia intrafamiliar, de la trata de personas, del abuso de menores, de homicidios y feminicidios, de la ignorancia y la falta de oportunidades; trabajar por establecer políticas que defiendan la soberanía de la familia y la vida en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural.

En el logro de este propósito, tienen un desafío y un papel principalísimo los cristianos que asumen responsabilidades políticas al servicio del pueblo. Para ello se necesitan dirigentes que vivan con pasión su vocación política como servicio al pueblo, solidarios con sus sufrimientos y sus esperanzas; políticos que antepongan el bien común a sus intereses privados, que no se dejen amedrentar por los poderes invisibles, que estén abiertos a escuchar y aprender en el diálogo democrático, que combinen la búsqueda de la justicia con la misericordia y la reconciliación (cf. Mensaje del Papa Francisco a los dirigentes políticos, Atyra, abril de 2019).

Para que los dirigentes políticos representen verdaderamente a su pueblo, a sus mandantes, deben esforzarse por practicar la virtud de la empatía, (no basta con la “simpatía”) vivir con la gente y como la gente del pueblo, sintiendo, escuchando sus necesidades y sufrimientos, sus gozos y esperanzas, sus sueños y anhelos más profundos. Solo así, con honestidad y buena voluntad, podrán comprender el clamor de los más pobres y trabajar por el desarrollo humano integral, como camino para el logro del bienestar y la felicidad de cada uno de los habitantes del suelo patrio. Al respecto, el Papa Francisco dice: “Ruego al Señor que nos regale más políticos a los que les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres”. (EG, 205).

En este año dedicado al laicado, los fieles laicos, en general, y los dirigentes políticos, en particular, están llamados a trabajar por una política al servicio del bien común, a ser artesanos de la paz, del diálogo, en situaciones de turbulencias y de conflictos, escuchando los reclamos sociales y promoviendo la justicia y la equidad. La Paz y la Justicia van de la mano para construir una sociedad libre de corrupción corporativa y personal que, como el cáncer, destruye el tejido moral de la nación. Es este es el sueño y misión, reconstruir el tejido moral y social del país, con los valores del evangelio, servicio de justicia y misericordia buscando redimir a los descartados de sus postraciones históricas.

Esta es una misión, es un programa de vida al que nos invita el Señor Resucitado, como fruto del hombre nuevo surgido de la Pascua: ser ciudadanos comprometidos con la transformación de las situaciones de opresión, de sufrimiento y de oscuridad que padece nuestro pueblo y obstaculiza una vida digna y plena para tantos compatriotas.

Renovemos nuestro compromiso de fe en Cristo, y reiniciemos nuestro camino de compromiso con Él para manifestarnos como hijos de Dios, con una vida que realmente demuestre que estamos revestidos de Cristo, amando a Dios como a nuestro Padre y amando a nuestro prójimo como a hermano nuestro. Vivamos, pues, como criaturas nuevas en Cristo Jesús.

¡Aleluya, Cristo ha resucitado! Que este anuncio de alegría desbordante inflame nuestro corazón y nos anime en nuestro compromiso misionero “para anunciar el Evangelio a los pobres, para proclamar la libertad de los cautivos y para liberar a los oprimidos”. (Lc 4,18; Is 1,1).

María Santísima, Madre del Resucitado, nos ayude a mantenernos firmes en la fe, la esperanza y la caridad.

¡Felices Pascuas!

+ Mons. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción

 


 

[1] Cfr. Benedicto XVI, op. Cit. pág. 321

[2] Francisco. Evangelii Gaudium, N° 177, 178