Hermanas y hermanos en Cristo:

En este quinto domingo de Pascua y día nacional de la familia, conmemoramos la pascua de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, la querida Chiquitunga.

Todo es providencia de Dios. Conmemoramos la vida y el testimonio de Chiquitunga a la luz de las lecturas que nos propone la liturgia en este quinto domingo de Pascua y con el día de la familia. Porque hablar de Chiquitunga, es hablar de la familia en que nació y creció arropada y nutrida por el amor, no sin inconvenientes por sus opciones y decisiones religiosas. Su vida es el ejemplo de comunión plena con Jesucristo resucitado, como el buen sarmiento unido a la vid y que fructificó en santidad.

El Señor Jesús nos invita a una vida enteramente inspirada por él. «Permanezcan»: que no nos separemos de él. Así lo entendió y lo vivió Chiquitunga y expresó: Todo cuanto hay en mí, todo te ofrezco Señor, para que sea de mí lo que te plazca, mi Dios. Toda entera y sin reserva, haz que me llegue a subir, para estar contigo siempre, aunque me cueste “morir”. Me he ofrecido a El como pequeña víctima, por los sacerdotes, por nuestra Sagrada Orden, por Nuestra Comunidad, por mis padres y familiares, en fin, por todas las almas”. Gracias Chiquitunga por ofrecerte como pequeña víctima por mi, por cada uno.

Sin mí no podéis nada, dice el Señor. Los hombres somos un deseo intenso de vida y cumplimiento. Hay dentro de nosotros algo que quiere vivir en plenitud y para siempre. Sin embargo, la vida plena se oscurece por la injusticia, el sufrimiento, la mentira y el mal nos siguen amenazando y dominando. Parece que todos los esfuerzos de los hombres por mejorar el mundo terminan tarde o temprano en el fracaso. En el vía crucis de las cañadas oscuras de la vida, optamos por permanecer en Cristo Buen Pastor. Solo así en El es posible cargar la cruz, dejarnos guiar por su vara y cayado, conformando nuestro corazón al Suyo, de las personas, de la comunidad, de la nación y del mundo entero.

Por eso nos duele que la vida sea tan poco valorada y respetada en nuestros tiempos a nivel planetario. Estamos en una tercera guerra mundial a cuotas, como dice el Papa Francisco. Decenas de miles de personas han perdido la vida en Ucrania, en Rusia, en Gaza, en Israel, en Irán; en las guerras fratricidas en varios países africanos. Nos puede producir impotencia y desesperanza que en nuestro propio país la vida de los pobres y de los más vulnerables es sometida al sufrimiento y, aún, a la muerte física por carencias estructurales de protección social. Por ellos trabajó y luchó Chiquitunga y, cuando se dio cuenta de que lo que hacía en su vida laical no era suficiente, se consagró plenamente, en cuerpo y alma, a interceder por sus hermanos más pequeños desde la oración en la vida contemplativa. Como lo hizo Santa Teresita del Niño Jesús, de quien Chiquitunga era muy devota, que, sin salir del convento, fue declarada Patrona Universal de las Misiones y de los Misioneros. Sencillamente por su consagración total a la intercesión, desde el amor y la oración, por los que sembraban el evangelio hasta los confines del mundo.

Permanezcan en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer, dice el Señor. Los frutos que Dios quiere son el derecho, la justicia, el respeto, la compasión, el servicio. Los frutos que Dios quiere son todos los del Espíritu, los frutos de la verdad y del amor. En la segunda lectura, San Juan nos explica cómo han de ser esos frutos de amor, «no de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad».

Y si Cristo es la vid, el Padre es el viñador: «Él corta todos los sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda y lo limpia para que dé más todavía.» El Padre quiere que su viña dé frutos: que viva en el cumplimiento de su proyecto.

El primero en ser podado en la cruz fue Cristo, y en los primeros siglos las permanentes persecuciones constituyeron la mejor oportunidad para afianzar la fe y discernir quiénes querían dar frutos y quiénes sólo especulaban al amparo de la vid.

La experiencia de la historia de la Iglesia demuestra claramente que cuando falló la poda, entonces creció el follaje estéril de las riquezas, de la vanidad mundana, de la superficialidad en el culto, y todo esto fue, en más de una ocasión, causa para que la vid se desgajara irremediablemente, y se produjeran frutos de discordia y división.

Cuando en una comunidad existe espíritu de renuncia y de pobreza, valentía para afrontar las persecuciones y la oposición del mundo, entonces se enriquece la vida de fe, reviven las comunidades, se afianzan las responsabilidades de los laicos y florece un culto vivencial.

Miremos nuestra comunidad eclesial: ¿Qué cosas habría que podar para que la energía del Espíritu corra con más libertad, para que suspendamos discusiones inútiles, para que prescindamos de tantas cosas que no son más que signo de lucro, corrupción y vanidad, para que cortemos ciertos esquemas de pensamiento que obstaculizan el encuentro de Cristo con los hombres de hoy?

Cuando el viñador hace la poda, siente cierta tristeza porque tantos sarmientos van a parar al fuego y la vid de pronto se transforma en un esqueleto desnudo e inútil… Y, sin embargo, si no lo hace, sólo podrá cosechar hojas en la próxima temporada… Aceptemos, pues, esta poda del Padre, sobre todo la poda del corazón, para que toda la energía del Espíritu, la savia de la vid, se transforme en frutos de amor, de santidad y de liberación.

Recordamos hoy, a la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, que hace 65 años, el 28 de abril de 1959 de madrugada, en su agónico último suspiro exclamaba: ¡Que dicha el encuentro con mi Jesús!. Con la ofrenda de su vida Chiquitunga, sumida en Su Palabra, sigue proclamándonos la majestad y el amor de Dios. Ella es testimonio elocuente de la fértil verde rama unida a la Vid verdadera. Ella, nutrida con unción y honda devoción de la Sagrada Hostia se ha dormido diciendo ¡Soy muy feliz! para despertarse en las promesas de la resurrección. Que el jazmín de santidad de nuestra Beata Chiquitunga siga perfumando y contagiándonos de la alegría del Evangelio.

Cada uno de nosotros es un sarmiento de la única vid; y todos juntos estamos llamados a llevar los frutos de esta pertenencia común a Cristo y a la Iglesia. Encomendémonos a la intercesión de la Santísima Virgen María, en su advocación del Carmelo, y de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe —coherencia de vida y pensamiento, de vida y fe—, conscientes de que todos, de acuerdo con nuestra vocación particular, participamos de la única misión salvífica de Cristo. (cfr. Francisco, Regina Caeli, 2015).

Asunción, 28 de abril de 2024.

+ Adalberto Card. Martínez Flores- Arzobispo Metropolitano de Asunción