Compartimos la homilía completa del Monseñor Edmundo Valenzuela, Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción, pronunciada hoy jueves 6 de diciembre a las 07 horas, en el noveno día del Novenario en honor a Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé.

Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo

Estamos comenzando el tercer año del trienio de la juventud, justamente a los pies de María Inmaculada Concepción, en esta serranía de Caacupé. El tercer año resonará en nuestros corazones con fuerza: produzcan mucho fruto.

El tema que nos corresponde, es “producir buenos frutos exige dejarse podar por el Padre”. Para producir mucho fruto, hace falta una intervención del Padre, del Viñador. Jesús dice “Todo sarmiento que no da fruto en mí lo corta. Y todo sarmiento que da fruto lo limpia para que dé más fruto”. Y más adelante, afirmando que dar fruto es permanecer en Cristo, afirma “sin mí no pueden hacer nada”. “Al que no permanece en mi lo tiran y se seca” (Jn 15, 2 ss). Se trata entonces de producir frutos y va unido a la dura experiencia de ser podado, limpiado, purificado. Hay una clara distinción entre el que no da ningún fruto a quien se lo corta, se lo amontona, y se lo tira al fuego. Al que da fruto, se lo limpia, se lo poda para dar más fruto.

¿Cuál es el fruto que Jesús espera de cada uno de nosotros, sus ramas, siendo él la vid en la que estamos insertos? La respuesta es siempre la misma: “como yo los he amado, ámense ustedes los unos a los otros”. El amor es el fruto esperado del discípulo de Jesús. Basta mirar y admirar el amor de Jesús por nosotros, por cada uno de nosotros. Su sangre nos purifica de nuestros pecados. El sacrificio de la cruz es el libro de la sabiduría, para comprender el amor de Cristo. Él fue probado y expuesto al sufrimiento hasta la cruz y la muerte en cruz.

Los sacramentos de la iniciación a la vida cristiana tienen esa finalidad. Educarnos en el misterio pascual. Lo afirma San Pablo en relación al bautismo: ¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte? Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva (Rom 6, 3-4). La confirmación y la eucaristía introducen al discípulo a compartir el misterio pascual, su muerte y su resurrección de Cristo.
En el encuentro con Cristo, se realiza la conversión, es decir, se comienza una mentalidad diferente del mundo, se aprende a amar y a servir, se inicia una escuela, la del discipulado, siguiendo al Maestro en su modo de vivir, de amar, de rezar, de sufrir, de morir y de resucitar. Así es el bautismo de toda la vida. Para asegurar este proceso de crecimiento espiritual, Jesús mismo llamó a sus discípulos para vivir en comunidad, que es fraternidad y cercanía los unos a los otros, para que “nadie pase necesidad”, como hicieron las primeras comunidades cristianas. Y todo lo vivido y experimentado de la misericordia de Dios y de su amor al prójimo, es una contínua llamada a la misión, a llevar a otros la Palabra de Dios, la vida litúrgica y eucarística, y la vivencia de la comunidad de hermanos.

El evangelio de san Mateo, proclamado hoy, no es menos fuerte al decirnos: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada…El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no es digno de mí. El que antepone a todo, su propia vida, la perderá, y el que sacrifique su vida por mi causa, la hallará”.

Jesús será siempre el signo de contradicción y divide la familia. Para nosotros Jesús de alguna manera declara su divinidad cuando pide que se lo prefiera a él antes que a aquellos que más se ama. Pero ese sacrificio no es para nosotros una pérdida sino muy por el contrario, una verdadera ganancia porque nos liberamos y conquistamos así nuestra propia persona.

De este modo, los textos bíblicos nos introducen en la comprensión del misterio de la vida, cuya clave se encuentra en el misterio pascual: en la muerte y resurrección de Jesucristo, celebradas en los sacramentos de la Iglesia.

Producir buenos frutos exige dejarse podar por el Padre.

Jóvenes, para fructificar en Cristo, aceptemos la poda amorosa del Padre. El vivir en Cristo, identificarnos con Él, implica una participación en su Pasión redentora. Como lo expresa san Juan, refiriéndose al misterio pascual, a la pasión y muerte de Jesús, pero también a su glorificación, afirma: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la destruye; y el que desprecia su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna (Jn 12, 24-25).

Sabemos que esto no es fácil ni grato a nuestro gusto natural. Les costó a los apóstoles aceptar el discurso de Jesús sobre la cruz (cf. Mt 16, 21-25). Pero Él fue muy claro: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Y nos indicó el sentido verdadero del sufrimiento, que, si implica una privación, es ante todo un medio de realización para más vida.
Es la poda con que el Padre labrador hace más fecunda su Viña (Jn 15, 2). Ya el Libro de los Proverbios nos pedía no rechazar la corrección con que Dios, como padre, educa a sus hijos (3, 11s). Y la Carta a los Hebreos lo expone con mayor detalle. Dios permite el sufrimiento en nuestra vida porque “nos trata como a hijos” (Heb 12, 7).
Pero la mayor motivación la tenemos en el ejemplo de Cristo que aceptó amorosamente el plan del Padre que implicaba el anonadamiento y el sufrimiento de la Cruz: Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia (Heb 12, 2).

En la Cruz vemos la gran demostración de su amor al Padre y a los hombres. Por eso todos los santos han sido grandes amigos de la Cruz, y en ella se han sentido especialmente identificados con Él. Así canta Juan de la Cruz, tras su tremenda noche oscura: ¡Oh noche que guiaste,/ Oh noche amable más que la alborada,/ oh noche que juntaste/ Amado con amada,/ amada en el Amado transformada!

La Cruz nos asocia a la obra redentora del Salvador. Pablo dice: “Me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col, 24). Y también los santos pastorcitos de Fátima, adoctrinados por la Virgen, rezaban y se sacrificaban por la conversión de los pecadores.

El secreto de la vida está en la pascua, el paso de la muerte a la vida

La historia de los discípulos misioneros de Jesús congregados en la comunidad cristiana, que es la Iglesia experimenta en su historia una continua pascua… debe morir, debe dejarse purificar, transformar para cumplir más plenamente su misión, identificándose con su Maestro.

El concilio vaticano II que terminó hace 53 años, ha sido una gran purificación de la Iglesia. Por medio del Espíritu Santo, los Padres Conciliares la renovaron en su liturgia, se ha difundido el uso de la Sagrada Escritura en las propias lenguas, la vida interna de la Iglesia se la consideró “sacramento universal de salvación” y Pueblo de Dios en camino a su plenitud al fin de los tiempos. Pero también, la Iglesia comprendió su misión en relación con el mundo contemporáneo, asumiendo sus “gozos y esperanzas, sus riquezas y angustias”. Ha sabido leer la situación del hombre en el mundo contemporáneo, destacando la dignidad de la persona humana, la fraternidad en la comunidad, y la actividad humana en el mundo. Sintió la necesidad de mejorar la pastoral de varios problemas urgentes, como la dignidad del matrimonio y la familia, el sano fomento del progreso cultural, la vida económica y social, la vida en la comunidad política, la promoción de la paz y el fomento de la comunidad de los pueblos.

En una palabra, la Iglesia se ha dejado purificar por el Espíritu de Cristo, de su evangelio, para dar mejores y más abundantes frutos. Ciertamente este proceso fue doloroso y difícil, pero, asumiendo el misterio pascual en la misma vida de la Iglesia, ella se ha renovado para ser la esposa fiel de Jesucristo.

Los Padres conciliares de América Latina, también han visto la necesidad de aplicar las orientaciones del Concilio, para reformar y hacer progresar el evangelio, en momentos históricos de dictaduras militares y de la seguridad nacional. La II Asamblea de los Obispos se realizó en Medellín (1918) recordamos hoy sus 50 años. Fue para América Latina y el Caribe un grito de esperanza y de renovación pastoral, de actualización de la doctrina del Concilio Vaticano II, para que la Iglesia ofreciera en Jesucristo un camino de liberación de tantas esclavitudes de entonces, como de ahora: injusticias, desigualdades, marginación de campesinos e indígenas, brecha enorme entre ricos y pobres, educación bancaria y alienada… y varias realidades más que necesitaron de una conversión pastoral integral, el paso de una situación de debilidad y de amenaza, a dar mejores frutos de la evangelización.

La Iglesia en América Latina, desde entonces, desde Medellín aprendió el método pastoral: ver, juzgar y actuar. El análisis de la realidad, a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio Pontificio, dio nuevo impulso de crecimiento y transformación, y las nuevas opciones pastorales dieron mejores frutos, superando formas de pastoral de mera conservación, que necesitan ser purificadas y de conversión permanentemente. Así fueron, la asamblea de Obispos en Medellín, Colombia (1968), Puebla, México, (1979), luego en Santo Domingo (1992) y finalmente en 2007 en Aparecida, San Pablo, Brasil. El misterio pascual, interpretado como la necesidad de continua conversión personal, pastoral, institucional ha llevado a la Iglesia a ser instrumento de salvación para América Latina y el Caribe y ha dado frutos mejores. Todo este proceso de purificación fue fruto de la escucha de la Palabra de Dios, con la invocación del Espíritu de Cristo resucitado. La Iglesia se dejó podar de todo aquello que no concuerda con el Evangelio…

El tema álgido de Aparecida se relaciona con la formación del discípulo misionero. He aquí sus orientaciones. Nos recuerda que el itinerario formativo del cristiano, en la tradición más antigua de la Iglesia, “tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos”. Se trata de una experiencia que introduce en una profunda y feliz celebración de los sacramentos, con toda la riqueza de sus signos. De este modo, la vida se va transformando progresivamente por los santos misterios que se celebran, capacitando al creyente para transformar el mundo. Esto es lo que se llama “catequesis mistagógica” (DA, 290), que completa lo que Aparecida llamará la catequesis catecumenal.

El Documento de Aparecida renueva la Iglesia, la purifica en su evangelización y catequesis, y relanza la iniciación a la vida cristiana mediante “un aprendizaje gradual en el conocimiento, amor y seguimiento de Jesucristo. Así, forja la identidad cristiana con las convicciones fundamentales y acompaña la búsqueda del sentido de la vida. Es necesario asumir la dinámica catequética de la iniciación cristiana. Una comunidad que asume la iniciación cristiana renueva su vida comunitaria y despierta su carácter misionero. Esto requiere nuevas actitudes pastorales de parte de obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y agentes de pastoral” (DA, 291)

Los frutos de la iniciación a la vida cristiana son mencionados como rasgos del discípulo: “que tenga como centro la persona de Jesucristo, nuestro Salvador y plenitud de nuestra humanidad, fuente de toda madurez humana y cristiana; que tenga espíritu de oración, sea amante de la Palabra, practique la confesión frecuente y participe de la Eucaristía; que se inserte cordialmente en la comunidad eclesial y social, sea solidario en el amor y fervoroso misionero”.

Por eso, démonos cuenta de que no podemos seguir con repetir fórmulas que fueron válidas en otro tiempo de la cristiandad, el sacramentalismo, es decir, contentarnos con dar los sacramentos sin la debida preparación a la fe. No se puede ser cristiano sin el alimento de la Palabra de Dios, sin la participación en la Liturgia y en la vida fraterna de la comunidad cristiana.
Los múltiples fracasos y rupturas matrimoniales, exigen una nueva pastoral de preparación al matrimonio. La ausencia de los cristianos laicos en la vida política, exige repensar la formación en la Doctrina social de la Iglesia. La escasez de vocaciones consagradas, especialmente femeninas, exige fortalecer la pastoral familiar y vocacional para que sus hijos e hijas descubran el seguimiento de Jesucristo pobre, casto y obediente. La falta o la poca incidencia del servicio integral de desarrollo humano, es decir, de la pastoral social en las parroquias y en las diócesis, exige la promoción de la solidaridad, de la misericordia en vista a satisfacer las necesidades básicas del hermano pobre y abandonado.

En esta tarea debemos trabajar juntamente con las autoridades nacionales, gubernamentales o municipales, pues ellos son quienes disponen de los medios económicos, ya que la labor de la Iglesia es subsidiaria en el campo social y económico, pero importantísima por la sinergia y colaboración de la Iglesia y con el Estado en vista al logro del bien común y el bienestar de la familia paraguaya.

La historia de nuestra Nación también comparte la clave del misterio pascual, con las dos guerras habidas. Fueron momentos históricos de sufrimiento y penurias que forjaron el temple moral de la Nación. Entonces el protagonismo de la mujer paraguaya se hizo cada vez más evidente en la reconstrucción del país después, sobre todo de la hecatombe de 1870. Ellas, nuestras madres, cultivaron la fe cristiana, el cuidado de la lengua guaraní y la cultura paraguaya, ayudando a asumir los nuevos e inmensos desafíos de la post guerra.

Hay mucho para destacar de la heroicidad de nuestro pueblo ante la adversidad y toda clase de sufrimiento. Gracias a Dios, nuestra Nación paraguaya hoy sigue en pie con los valores cristianos, defendiendo la familia, el matrimonio entre varón y mujer, la vida por nacer y el cuidado de los ancianos y enfermos, con mucho cariño de la propia familia.

Es cierto, hay mucho aún que crecer y favorecer el bien común y la dignificación de cada ciudadano. Las críticas y denuncias que mis hermanos obispos y sacerdotes, desde este púlpito han manifestado son importantes para la purificación moral y el logro de la justicia y la paz, en todos los ámbitos de la vida social y cultural. Sabemos el momento difícil en que vivimos hoy, la globalización del dinero y del consumo, de las nuevas ideologías impuestas por las Naciones Unidas, son una nueva dictadura cultural, que influyen fuertemente sobre nuestros queridos jóvenes. Algunos de ellos, los más vulnerables son víctimas de vicios que los esclavizan, con la drogadicción, la prostitución, el alcohol, el cigarrillo. Al no tener un empleo digno recurren a pandillas de violentos, exponiéndose a la muerte y al sin sentido. ¡Cuánto trabajo pastoral y educativo tenemos juntos ante esa realidad dolorosa de nuestros jóvenes!

También el actual momento de nuestro país exige purificación. Me parece necesario destacar la necesidad de dejarnos purificar de actitudes que no favorecen hoy a nuestra historia patria.

Ante la actual situación de crispación entre los políticos y que pone en peligro la convivencia democrática y la gobernanza, es indispensable una mesa de diálogo, superando rivalidades e intereses parciales, aunque parezcan importantes. La búsqueda del bien común, el amor a la Patria deberá primar para encontrar soluciones, que superen actitudes de injusticia e de impunidad, más bien se realice la verdad y el cumplimiento de las leyes nacionales. No aprovecha a la Nación paraguaya la desavenencia entre los políticos. Como repite el Papa Francisco, el diálogo es el camino para llegar a metas superiores a los propios intereses y eso exige humildad, sinceridad, búsqueda de nuevas formas de colaboración y de entendimiento en objetivos nuevos y válidos para ambos.

Les invito a rezar, desde esta Basílica Santuario de la Inmaculada Concepción, para que los corazones estén abiertos a la búsqueda de soluciones adecuadas para el actual momento difícil de la convivencia social y política. Nos damos cuenta también que la política, como la economía necesitan de purificación, para que el país dé más abundantes frutos de desarrollo integral sustentable para todas las familias y los ciudadanos.

Miremos cómo nuestra Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, la Chiquitunga ha recibido durante su vida la poda y la purificación de su vida, para llegar a ofrecerse todo por el Señor. Su fórmula química T2OS nos recuerda el proceso pascual que la llevó a la santidad. Igualmente, recordemos cómo el Siervo de Dios, Padre Julio César Duarte Ortellado se entregó a la causa de la evangelización de los más pobres, en la zona entonces marginal de Ybycuí, Mbujapey, Quyquy’ó, en esos lugares se dejó purificar por la gracia del Señor y encontró el camino de la santidad en el servicio a los más pobres.

Finalmente, quiero poner como ejemplo para los jóvenes, estos que están aquí a mi derecha, jóvenes que han fundado en Areguá la comunidad Cenáculo. Todos ellos han pasado por la experiencia terrible de la destrucción de sí, de su cuerpo, de su mente, debido al consumo de las drogas. En la desesperación de sus familias y de ellos mismos, entraron en una comunidad, fundada por la Madre Elvira, “la comunidad cenáculo”. Ella los acogió para la sanación espiritual y corporal, mediante tres fuerzas sanadoras: el trabajo, la comunidad fraterna y la vida de oración y de adoración eucarística. Una vez sanados, experimentaron la resurrección de Cristo en sus vidas, ahora se comprometen, con la misma metodología a recuperar la salud física y espiritual de otros jóvenes drogadictos. Demos gracias a Dios, porque ellos se dejaron purificar, sometiéndose a una difícil y prolongada sanación, que les permitió resucitar a vida nueva, recuperando la dignidad de ser hijos de Dios.

Queridos jóvenes. Para producir frutos más abundantes es preciso el sacrificio, la dedicación y el esfuerzo, tanto para el estudio, el trabajo como para la vida cristiana de oración y participación en la comunidad fraterna. El ejemplo es la cruz del Redentor, expresión de su amor por nosotros.

Que la Virgen Santísima, la Inmaculada Concepción, la Mujer gloriosa en el cielo, los acompañe en el duro proceso de poda, de purificación y perfeccionamiento humano y cristiano que el Padre Dios realiza en sus vidas.

Madre Santísima, bendice a tus hijos jóvenes, defiéndeles del mal y de los atractivos engañosos del mundo, para que sean discípulos misioneros y ciudadanos honestos de nuestra gran nación.