En este año 2025, la Iglesia Católica Romana celebra un año jubilar con el lema “peregrinos de la esperanza” que inspira la reflexión, la oración y, ¡ojalá!, las acciones de todas las comunidades del país.

En la vida corriente, entendemos mucho la esperanza como una actitud que mira hacia el futuro y que trata de “mejorar” la realidad.  Hablamos de la “esperanza de vida” y de los “signos de esperanza” que anuncian una existencia mejor.  Así nos encontramos midiendo y evaluando el presente para pronosticar: ¿qué podemos esperar?  ¿vale la pena tener esperanza?  Cuando vivimos la enfermedad, la pobreza, el empleo precario, las muchas faltas (en salud, educación, viviendas, seguridad, justicia, oportunidades,… y Dios sabe que son condiciones muy reales para mucha gente en nuestro país), además cuando experimentamos las desidias de sistemas ineficaces, auto-referentes y corruptos que deberían atender a esas necesidades, ¿qué podemos esperar?  Sin embargo, como los obispos de la CEP lo recogimos en la carta pastoral de noviembre pasado, “la esperanza nahavëi”, no se enmohece.  A mi me gusta decir “ijy”, es “dura”, difícil de masticar.  Nuestro pueblo es extraordinariamente resiliente y valiente, no se entrega.

Esas mismas experiencia nos convocan a una inteligencia más profunda de la esperanza.  Recién, escuché una conversación referida a un poeta estadounidense a quien se le preguntó: ¿Usted tiene esperanza en el futuro?.  Él de responder: “Sí, tengo.  Y también tengo esperanza por el pasado.”

Esta respuesta hace entrever un mundo: la carrera futurista en la que nos aferramos a la “esperanza” de progresar, acrecentar nuestro capital, acumular más, muchas veces nos hace borrar el pasado.  Pensamos que al salir lo más ante posible de sus carencias, fracasos e imperfecciones, entraremos en una vida mejor.  “No nos quedemos allí, pasemos rápido a otro mundo.”  Pero esta misma precipitación es la que nos debilita y nos hace eternamente insatisfechos.  Y esta carrera ciega, hacia un cierto tipo de progreso que nunca definimos, no solamente nos hace perder de vista el pasado sino también a los demás y a nuestra Casa Común.  “Corramos, trabajemos, produzcamos, consumamos, acumulemos,…” parecen ser nuestros lemas y alimentan un desorden que también favorece la división de la sociedad entre ganadores y perdedores, entre conocedores e ignorantes, entre los que tienen y los que no tienen.

Este tipo de “esperanza” nos agobia.

Más que nadie los cristianos tienen que representarse una “esperanza integral” que incluye todos los espacios y todos los tiempos.  Hacemos memoria de Jesús crucificado: un hombre descartado violentamente por la religión y el Estado de su tiempo, en los términos de hoy un “gran perdedor” que su posteridad proclama vencedor de la muerte y de la desesperación. 

Dice Pablo:  “La esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.”  La esperanza es un don en el presente: hemos recibido una seguridad y una confianza, un valor y una dignidad, una belleza… irreductibles, lo que hace que, como dice el mismo Pablo en otro pasaje, “los sufrimientos de hoy no son comparables a la gloria que ha de revelarse en nosotros”. 

Esta dignidad y fortaleza recibidas hoy nos permiten acoger el pasado, no negarlo, no obviarlo, no reducirlo a cuentos míticos.  El pasado no es ni el paraíso dorado de todos los valores puros e intactos, ni el lugar del progreso que faltaba, de los conocimientos que escaseaban, de la carencia absoluta que hoy estaríamos atendiendo.  Contar el pasado con esperanza nos aleja de los mensajes simplistas de glorificación y auto-justificación.  Contamos el pasado con esperanza para, como dice Isaías, “ensanchar nuestras tiendas” y extender la familia hacia las raíces, ampliarla con una mirada de compasión y de sanación.  El pasado se vuelve realidad misteriosa donde vivieron gente, igual que nosotros en dignidad y en fragilidad.  Esta actitud es particularmente importante hoy en este día de la patria.

El don que recibimos hoy nos permite ir al pasado con realismo y genuino interés.  Nos permite reconocer y sanar traumas, no sin pasar por duelos y conflictos.  Reconozca­mos que existen estos traumas y que todavía nos afectan: el colonialismo, las guerras, el esclavagismo, la dictadura,… 

La esperanza hacia el pasado nos permite ver a los héroes como personas (grandes, pero falibles, con sus dinámicas e intereses particulares) y las personas como héroes (luchando en la vida cotidiana, resistiendo a ser reducidas a cosas y meros instrumentos).  

De la misma manera vemos el presente: podemos superar las jerarquías, las divisiones y los órdenes falsos, somos hermanos y hermanas.  Somos diferentes y podemos amarnos de verdad, lo que significa, para citar a otro poeta, no mirarnos los unos a los otros, sino mirar juntos en la misma dirección.  Esto requiere un acto de fe en nosotros mismos, en los demás, en Dios.

Reconciliados con el pasado, anclados en la comunidad de hoy, podemos mirar hacia adelante con confianza.  Esta esperanza, realmente “no defrauda”.  Más bien libera, arraiga, sostiene, energiza, motiva. 

Que brote en todo nuestro pueblo en su día.

 

Monseñor Pedro Jubinville,  Obispo de San Pedro

Presidente de la CEP