Misa de la Vigilia de la Natividad del Señor
24 de diciembre de 2017
22:00 horas – Catedral Metropolitana de Asunción
Recordamos esta noche a todos los Obispos del Paraguay, en especial a los que están enfermos: Mons. Jorge Livieres, Mons. Zacarías Ortiz, Mons. Pastor Cuquejo… por quienes ofrecemos esta Misa de Navidad como gratitud por la labor de Pastores de Cristo que realizan o han realizado a favor de nuestro querido pueblo paraguayo. También recordamos a los arzobispos difuntos: Mons. Juan Sinforiano Bogarín, Mons. Mena Porta, Mons. Ismael Rolón por quienes rezamos en esta noche navideña.
“La Navidad es la fiesta de la familia por excelencia. Por ello, desde hace varias décadas, la Iglesia alienta y promueve la “Navidad en Familia” como un invalorable medio de evangelización y de preparación para la celebración comunitaria del nacimiento del Niño Dios, fortaleciendo así la buena vecindad y los lazos de reconocimiento mutuo y de solidaridad. María y José, que velan el sueño del Niño, nos inspiran para vivir esta fiesta con nuestras familias, en un ambiente de serenidad y gozo, acogiendo también en el seno de nuestro hogar a aquellos que están solos y tristes, para hacerles sentir la ternura y la misericordia de Dios”
Rezamos por las familias incompletas, fracturadas o disgregadas por las migraciones, por la violencia, por las agresiones de adentro y de afuera; les acompañamos con nuestra solidaridad y con nuestra cercanía. Recordamos de manera especial a los secuestrados y a sus familias. Imploramos por la pronta liberación de estos hermanos, para que puedan retornar a sus hogares y compartir la Navidad con sus seres queridos (CEP, Mensaje de Navidad 2017).
Los obispos del Paraguay hemos venido fortalecidos de nuestra última visita ad limina en Roma, junto a la tumba de Pedro, visitando a su Santidad, el querido Papa Francisco. Con él hemos mantenido una amena reunión y un encuentro fraterno y de diálogo examinando la realidad de nuestro país y de nuestra Iglesia. Y hemos regresado contentos por la noticia del parecer favorable de la pronta beatificación de nuestra querida Chiquitunga.
Como un viento fresco de renovación, el profeta Isaías anuncia su oráculo sobre la nueva Jerusalén: “Por amor a Sión no me callaré, por amor a Jerusalén no descansaré, hasta que irrumpa su justicia” (Is 62,1). Tres valores fundamentales sostienen el inicio del anuncio profético: amor, justicia y dedicación. Dios promete instaurar la justicia en la Jerusalén arrasada y devastada por los enemigos, con un empeño tenaz y perseverante, cuya motivación de fondo es su amor misericordioso por Sión.
La “justicia” es un valor fundamental en la paulatina edificación del “Pueblo de la Alianza”, comparada como una “luz radiante” (Is 62,1b); se trata de una “justicia” hermanada con la “salvación” que se simboliza con la “antorcha encendida” (Is 62,1c) que disipa toda oscuridad. Así, la justicia de Dios trasciende las fronteras de la justicia humana, la eleva y la perfecciona para que sea base de la convivencia pacífica y armónica del pueblo.
¿Cómo no soñar con el imperio de la justicia en nuestra sociedad paraguaya? Con una justicia pronta y eficaz, respetuosa de los derechos humanos y consuetudinarios, sea del humilde y o del grande, cuya motivación fundamental no debe ser el dinero fácil ni la ganancia inmoral ni la presión mediática, sino sea el restablecimiento de los derechos conculcados, sobre todo de aquel que no tiene cómo defenderse. Como decíamos los Obispos por el Mensaje de Navidad: “Nos duele y nos indigna la corrupción evidenciada en estos días a partir de los escandalosos hechos de tráfico de influencia que someten al Poder Judicial e impiden que se haga justicia según el Derecho”.
El profeta proyecta la suerte luminosa de una Jerusalén renovada y restablecida, dichosa y “gloriosa”, contemplada por “los reyes” (Is 62,2). Como un “artesano” de la Palabra y de los signos, Isaías formula ideas y figuras que reflejan el esplendor de la ciudad santa: “espléndida corona en la mano del Señor”, “una diadema real en las palmas de tu Dios” (Is 62,3). Los antiguos nombres, “abandonada” y “devastada” ya pasaron, cedieron ante nuevos nombres: “Mi deleite” y “desposada” (Is 62,4).
En su oráculo, el profeta presenta a Jerusalén renovada y reconstruida por obra de Dios. Ella es la alegría de Yahvéh, del mismo modo que una esposa virgen es la alegría de un joven que se une con ella en matrimonio (Is 62,5).
El salmista nos recuerda nuestra filiación, que somos hijos de Dios, que hay un “pacto”, una “alianza” (vv. 27.29) que fundamenta nuestra existencia, nuestra vida cotidiana, nuestra relación con los demás. Estamos llamados a vivir en la verdad y en la justicia porque pertenecemos a la familia de Dios.
Recordando la restauración de Jerusalén, la renovación de nuestra sociedad ha de venir también gracias a la mancomunión de todos los ciudadanos, con el funcionamiento de nuestras instituciones conforme con las leyes y la instauración de los valores cristianos: con la honestidad, la eficiencia, el profesionalismo, con una educación en valores, con una formación que nos de las herramientas para afrontar las ideologías destructivas, la solidaridad, la justicia, y sobre todo con una cultura centrada en el evangelio de Cristo.
En armonía con el profeta Isaías, el salmista canta el “amor de Yahvé” y anuncia su lealtad por toda la eternidad (Sal 89/88). Y en ese amor que atraviesa la barrera del tiempo se cimenta su lealtad. El orante recuerda la alianza pactada con David, su elegido, cuya estirpe investida de realeza perdura también de edad en edad (vv. 1-4).
¿Cómo puede corresponderle a Yahvé-Dios su pueblo? Reconociendo su gracia, su favor, aclamando su elección y viviendo con entusiasmo la justicia (vv. 16-17).
De nuevo la liturgia de la palabra nos señala la necesidad de la justicia en la convivencia humana. En el Sermón del Monte, Jesús dirá “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). Es decir, así como el comer y el beber son necesarios para la vida, de la misma manera es necesaria la justicia para la vida de la comunidad. Por eso, en esta noche de navidad rezamos por todos los administradores de la justicia para que su particular servicio a la sociedad se impregne con el valor de la verdad, la objetividad y la rectitud.
El apóstol San Pablo, por su parte, nos ayuda a mirar nuestros orígenes, nuestro pasado; nos ayuda a tener “memoria histórica”. En su predicación ante los judíos, el apóstol repasa la historia de Israel, subrayando el acontecimiento fundamental de la liberación de Egipto y la travesía por el desierto (Hch 13,16-17). Son los comienzos del pueblo santo caracterizado por grandes pruebas, prodigios, y por la potencia de Dios que interviene decididamente para formar la base de la nación elegida.
Nosotros también estamos invitados a mirar nuestros orígenes como pueblo, como nación paraguaya; de qué manera se fue articulando nuestro país con el pueblo indígena, con la presencia de los españoles, con el anuncio de la fe cristiana por los Franciscanos, Jesuitas y por tantos misioneros y evangelizadores que impregnaron el mensaje de Jesús en la naciente nación guaraní. ¡Como no recordar a tantos insignes testigos de Cristo, mártires como San Roque González de Santa Cruz y compañeros que ofrendaron sus vidas por la predicación de la Palabra de Dios!. Luego vino la independencia, el nacimiento de la república, la guerra grande, la guerra del chaco. Cuantos héroes que defendieron nuestro querido Paraguay con sus vidas y nos legaron el ejemplo de amor a la patria.
En esta noche en la que recordamos el nacimiento del “príncipe de la paz”, conviene que nos preguntemos ante el pesebre de nuestros hogares y nos examinemos sobre ese gran legado espiritual y patriótico que hemos heredado de insignes testigos de la fe, de mártires y de héroes. ¿Cómo llevar adelante ese legado? Vivimos en un tiempo en el que las instituciones se van afianzando. Las últimas elecciones internas de los partidos políticos es un ejemplo de avance positivo, de transparencia, de convivencia ciudadana, de respeto a la voluntad popular. Hay signos de progreso, de mejora que necesitamos afianzar y, al mismo tiempo, combatir los anti-signos de la codicia, de la mentira, de la deshonestidad. Necesitamos unirnos todos para labrar el progreso, el bienestar, la concordia entre todos los paraguayos. Cito nuevamente el Mensaje de los Obispos: “Sin embargo, estos hechos denunciados, entre otros, han llevado a la ciudadanía a tomar conciencia de su protagonismo y de su poder para cambiar la situación a través de su participación activa en el espacio político y cívico, sobre todo por medio del voto, libre, responsable y digno. Una nueva ciudadanía está naciendo, y augura la esperanza en un futuro mejor para nuestra Patria”.
De David, el hijo de Jesé, dice el autor sagrado, que “era un hombre (que tenía) un corazón semejante al de Dios, que realizará la voluntad del Señor” y de cuya descendencia Dios prometió suscitar el Salvador Jesucristo (Hch 13,22-23). Dios quiere que el “corazón” de nuestras autoridades sea “semejante” al de Él: Autoridades con el corazón de Dios; con un espíritu de servicio, de humildad y de sencillez; autoridades cuya consigna fundamental sea el amor a la patria, veraces, honestos, eficientes, defensores de los pobres y de los desposeídos. “Si permitimos que Dios nazca en nuestros corazones, entonces seremos instrumentos de su voluntad para encarnar su amor y misericordia en la Iglesia y en la sociedad en el Paraguay, trabajando por el bien común, para que nuestro pueblo tenga vida en Él y la tenga en abundancia (cfr. Jn 10, 10)” (CEP, Mensaje de Navidad, 2017).
El Evangelio que se ha proclamado se abre con la genealogía de Jesús. En la tradición bíblica las genealogías tienen diversas funciones: poner de resalto la personalidad de un dignatario, de un padre común (patriarca) (Gn 10; 11,10-32; 19,36-38, etc), fundar la pertenencia de una persona a una tribu legitimando su status (Ex 6,14-27), subdividir la historia en épocas (Pentateuco, Crónicas).
En la genealogía de Mateo, Jesús es el último de una larga descendencia que inicia con Abraham. Mateo abre su historia con la genealogía de Jesús para demostrar cómo él llega a ser el cumplimiento de la historia de la salvación iniciada con Abraham, y para indicar, además, su “carta” de identidad: Jesús es el hijo de David, el hijo de Abraham, el Mesías.
Jesús es aclamado como “hijo de David”, título que precede al de “hijo de Abraham”. Mateo lo presenta como aquel que cumple las promesas hechas a David cuya casa o descendencia no tendrá fin (2 Sam 7).
No menos significativo es el título “hijo de Abraham”. Jesús, de hecho, pertenece al pueblo de la alianza, descendiente del primer patriarca a quien Dios hizo su promesa. Mateo pone el punto de inicio en Abraham, destinatario de la primera revelación de Dios y padre del pueblo de Israel. La función de Abraham es universal porque es llamado a ser padre de muchos pueblos (Gn 12,3; Mt 8,11).
La situación de María está bajo el patrocinio de Dios, bajo su soberana iniciativa. Dios, fiel a las promesas, hace continuar la estirpe de David para que pueda nacer Jesús, el Mesías.
Luego de la genealogía el evangelista relata el nacimiento de Jesús (Mt 1,18-25). Mientras en Lucas el anuncio del ángel se dirige a María (1,26-38), en Mateo se dirige a José. Así, históricamente, Jesús es un descendiente de David no en virtud a María, sino de José (v.16). Es por este motivo que Mateo hace de José el destinatario del anuncio con el que se imparte la orden desposar a María y de dar el nombre a Jesús. Por tanto, José, reconociendo legalmente a Jesús como hijo, lo hace –en todas sus implicancias– descendiente de David.
María se hallaba en cinta; y el autor se apresura e informa de inmediato advirtiendo que el embarazo no es fruto de la iniciativa humana, sino corresponde a una acción de Dios que se manifiesta a través de la fuerza del Espíritu Santo. El evangelista, indicando el cambio de José respecto a su postura inicial, dado que en principio había decidido repudiarla en secreto para no someterla a un proceso vergonzoso tomando sobre sí la responsabilidad de este acto, mientras después decide desposarla. Por eso, José es presentado como un hombre “justo” (v.19) porque ha cumplido con la voluntad de Dios. De esta manera, José, en cuanto justo, podrá cumplir el proyecto de Dios, pasando de una justicia sustentada por la ley revelada por Dios a una justicia de carácter superior (cf. Mt 5,20) siempre basada en el plan de Dios, pero conocido directamente mediante la revelación del mensajero (el ángel).
El nombre que José deberá imponer al hijo es Jesús que significa “el Señor es salvación” e indica el carácter de su misión mesiánica. Él salvará al pueblo de sus pecados porque los pecados son obstáculos para la relación con Dios. Este hijo será llamado “Emmanuel”, expresión que el primer evangelista se preocupa en traducir: “Dios con nosotros”. Así, Dios interviene eficazmente en la historia mediante el nacimiento de su propio Hijo.
Jesús es el Mesías davídico nacido por intervención de Dios, a través del Espíritu Santo, es el “Dios con nosotros” en cuanto comparte la experiencia humana. Solo el primer evangelio presenta de modo explícito este dato cristológico: después de su resurrección, Jesús no abandona su comunidad sino que envía a los discípulos a la misión universal garantizando su presencia constante en medio de los suyos: “Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (28,20). De ahora en más, Dios se hace presente en medio de su pueblo a través de Jesús, el Señor resucitado (cf. Mt 18,20).
Queridos hermanos y hermanas. El niño Jesús, el niño Dios es la Navidad. Su Nacimiento de hace 2017 años, lo festejamos con fe para que Él, Jesús, nazca en nuestros corazones, en nuestros hogares, en nuestros barrios y ciudades, en nuestro querido Paraguay. A pesar de todas las dificultades, María y José han protegido la vida y al Niño que debe nacer, aunque sea en medio de pobreza y de abandono. Ese es el mensaje divino, de proteger a cada mujer embarazada, su hijo o su hija, en condiciones dignas deberán ser recibidos como regalos de Dios y como portares de una misión insustituible, que sólo esos niños o niñas podrán llevar a cabo en el futuro transformando situaciones de injusticias, de crímenes, de marginación, en nuevas situaciones de vida, gozo y paz. La Iglesia defenderá la familia y el matrimonio entre una mujer y un varón, defenderá igualmente siempre a la mujer de todo atropello y violencia rechazando las ideologías que la sometan a objeto de consumo o desnaturalicen su verdadera identidad femenina según el plan divino de la creación.
A ejemplo de la Virgen María, que acogió en su corazón y en su vientre al Hijo de Dios, bajo la tutela y el cuidado amoroso de José, recibamos con gozo, en esta Navidad, a Jesucristo, Nuestro Salvador. Que el Niño Dios suscite más santos en nuestro querido Paraguay, personas entregadas que ofrendan sus vidas por el bien del pueblo, por la paz y por el progreso de nuestra nación.
+ Edmundo Valenzuela, sdb
Arzobispo Metropolitano
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