Hermanas y hermanos en Cristo:

Celebramos el día del trabajador. También hoy conmemoramos el aniversario de la creación de la arquidiócesis de Asunción, el 1 de mayo de 1929, siendo su primer Arzobispo Mons. Juan Sinforiano Bogarín, (1930-1949) gran Obrero de la Viña del Señor, evangelizador y reconstructor moral de la Nación.

El Papa Pío XII, en 1955, quiso darle una dimensión cristiana a la celebración del día del trabajador, e instituyó la fiesta de San José Obrero, que no sólo fue trabajador, artesano humilde, sino el modelo de todo trabajador cristiano, que se afanó durante años, como servidor de la Sagrada Familia, sumergido en una gran sintonía de corazón con los designios de Dios.

Hoy celebramos su oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su familia, con el sudor de su frente, en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta laboriosa.

El evangelio no recoge ni una sola palabra suya. San José, más que con sus palabras, habla con sus actitudes y gestos. Con su silencio, su obediencia, su trabajo. Fue un obrero auténtico que trabajaba de sol a sol en su modesto taller de carpintería.

Él es un trabajador que cumple el mandato de Dios: “Tomó Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara” (Gn 2,15). Para que trabajara, a imagen de Dios trabajador, “creador del cielo y de la tierra”. “Mi Padre trabaja siempre”.

Hoy nos unimos a muchos hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, que conmemoran el Día de los Trabajadores, el Día del Trabajo, por aquellos que luchan por la justicia en el trabajo.

¿Y cuál es el significado originario del trabajo? Lo hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Al hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios le da este mandato: “Llenad la tierra y sometedla…” (Gn 1, 28). San Pablo, en su carta a los cristianos de Tesalónica, se hace eco de estas palabras: “Cuando estábamos entre ustedes, mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”, y los exhorta “a que trabajen con sosiego para comer su propio pan” (2 Ts 3, 10. 12).

Por tanto, en el proyecto de Dios el trabajo aparece como un derecho-deber. Necesario para que los bienes de la tierra sean útiles a la vida de los hombres y de la sociedad, contribuye a orientar la actividad humana hacia Dios en el cumplimiento de su mandato de “someter la tierra”. 

Dios creó el mundo, creó al hombre y la mujer y le dio una misión: administrar, trabajar, sacar adelante la creación. Y la palabra “trabajo” es la que usa la Biblia para describir esa actividad de Dios: “Llevó a cumplimiento el trabajo que había hecho y cesó el séptimo día de todo su trabajo”, y entregó esa actividad al hombre. El trabajo humano es la vocación del hombre recibida de Dios al final de la creación del universo.

Y el trabajo es lo que hace al hombre semejante a Dios, porque con el trabajo el hombre es creador, capaz de crear, de crear tantas cosas, incluso crear una familia para seguir adelante. El hombre es un creador, con el Creador y crea con el trabajo. Esa es la vocación. Y dice la Biblia que “Dios vio cuanto había hecho y que era muy bueno”. O sea, el trabajo lleva dentro una bondad y crea la armonía de las cosas –belleza, bondad– e implica a todo el hombre: su pensamiento, su obrar, todo. El hombre está implicado en trabajar. Es la primera vocación del hombre: trabajar. Y eso da dignidad a la persona.

San José obrero nos recuerda que Jesús era miembro de la capa social humilde, de la clase trabajadora, de los pobres más exactamente. Pero las preocupaciones sociales y la lucha de los trabajadores es parte esencial de la Doctrina Social de la Iglesia. Para nosotros, la dignidad de los pobres, la solidaridad con su causa, las luchas del mundo obrero por los derechos humanos y los derechos laborales tienen una entidad teológica y espiritual. No son “política” o “preocupaciones humanas”, simplemente, sino un problema espiritual, un desafío permanente de Aquel que se identificó con los pobres y nos desafió diciendo: “lo que hicieron ustedes con cualquiera de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron”.

Este pasaje del evangelio nos recuerda que el cristianismo es amor, y que el amor es solidaridad concreta, solidaridad con los pequeños, los humildes, los trabajadores (hoy tantas veces en desempleo o en empleos precarios), los obreros… Y que esta solidaridad es amor cristiano, caridad, fe.

Toda injusticia que se comete contra una persona que trabaja es un atropello a la dignidad humana. En cambio, la vocación que Dios nos da es muy hermosa: crear, re-crear, trabajar. Pero esto puede hacerse cuando las condiciones son justas y se respeta la dignidad de la persona.

En nuestro país, la tasa de desempleo abierto es baja, pero es significativamente importante la cantidad de personas en situación de subempleo o empleo precario.

Según datos oficiales (Instituto Nacional de Estadísticas, INE 2022), casi dos millones de personas ( 63%, 1.847.000 para ser más exactos)  estaban en situación de informalidad en el empleo. Jóvenes y mujeres. Eso significa que trabajan en condiciones poco dignas: no ganan el salario mínimo, no tienen vacaciones pagas ni seguridad social. Viven en el día a día y muchas veces no pueden satisfacer sus necesidades básicas. Estas cifras radiográficas de personas y familias, no son solamente números o estadísticas, pero que que reflejan  el doloroso rostro de la inequidad social.

Es momento de expresar nuestra solidaridad a todos los que sufren por falta de empleo, por salario insuficiente, por indigencia de medios materiales. Es un llamado a comprometernos todos a remediar estas situaciones, síntomas de desequilibrios sociales que agrandan brechas de los pocos que tienen mucho y de los muchos que tienen poco para una vida digna, es el patriótico compromiso con la obra de justicia y paz.

Las nuevas realidades, que se manifiestan con fuerza en el proceso productivo, como la globalización de las finanzas, de la economía, del comercio y del trabajo, jamás deben menoscabar la dignidad y la centralidad de la persona humana, ni la libertad y la democracia. La solidaridad, la participación y la posibilidad de gestionar cambios radicales constituyen, si no la solución, ciertamente la necesaria garantía ética para que las personas no se conviertan en instrumentos, sino en protagonistas de su futuro. Todo esto puede realizarse y, dado que es posible, constituye un deber.

Para realizar la justicia social, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los obreros y obreras del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores… La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad social de la persona del trabajador y de su familia. (Juan Pablo II, sobre el trabajo humano, 1981-Laborem Excercens, 8).

Pidámosle a San José que nos ayude a luchar por la dignidad del trabajo, que el trabajo que  tenemos la hagamos con honestidad, sacrificio y consciencia de servicio, ja guerekoro la trabajoko asalariado,  ña mbaapovara, ani la vai vainte ña mbaapo, ña ñemboe avei para que haya trabajo para todos y que sea un trabajo digno y dignificante. Que esta sea nuestra oración hoy.

 

Asunción, 1 de mayo de 2024.

 

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción