Queridos hermanos y hermanas,
Hoy es el octavo día después de Pascua, y el Evangelio de Juan nos cuenta las dos apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: la de la tarde de Pascua.
La primera vez, el Señor mostró a los discípulos las heridas de su cuerpo, sopló sobre ellos y dijo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Les transmite su misma misión, con la fuerza del Espíritu Santo.
Pero esa tarde no estaba Tomás, el cual no quiso creer en el testimonio de los otros. «Si no veo y no toco sus llagas —dice—, no lo creeré» (cf. Jn 20, 25). Ocho días después —precisamente como hoy— Jesús vuelve a presentarse en medio de los suyos y se dirige inmediatamente a él, invitándolo a tocar las heridas de sus manos y de su costado. Va al encuentro de su incredulidad, para que, a través de los signos de la pasión, pueda alcanzar la plenitud de la fe pascual, es decir la fe en la resurrección de Jesús.
Jesús lo espera con paciencia y se muestra disponible ante las dificultades e inseguridades del último en llegar. El Señor proclama «bienaventurados» a aquellos que creen sin ver (cf. v. 29): «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos…» (v. 27).
Con fe, “vengan a mí los que están cansados y agotados que yo los aliviaré”. (Mt 11,28). En este tiempo de llagas abiertas por las las enfermedades, de mucho sufrimiento incertidumbre, caminar en penumbras, en la noche del miedo, de mucho estrés emocional por el luto de los seres queridos, la enfermedad punzante, las resistencias físicas y emocionales que ceden, las defensas que bajan por el estrés anímico, el yugo pesado por falta de trabajo y recursos que no alcanzan para alimentar a los hijos. Ante estas aflicciones, el señor nos dice vengan a mi, entre mis llagas, que por mis llagas les curare. Y de esto podemos hacer una profunda oración donde el señor también lo dice aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón.
En ese corazón abierto y herido quisiéramos entrar hoy y latir el mismo amor que nos tiene, y pedirle la fortaleza necesaria para resistir y con el soplo de su espíritu para ser cirineos y consuelo para otros. Hay muchas personas que necesitan apoyo y contención, una mano amiga una mano solidaria una mano que te consuele en los momentos más difíciles. Manos sanadoras.
La paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús misericordioso, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos.
San Bernardo, en una bella homilía, dice: “A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cf. Dt 32, 13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor” (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares).
Es en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero “mi único mérito es la misericordia de Dios. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos (ibid, 5).
En esas llagas confía y se refugia el buen ladrón: recuérdate de mí cuando vengas en tu Reino. Hoy estarás conmigo en el paraíso. Esas llagas son la puerta de entrada a su Reino. El Corazón abierto, por misericordia, no le dice al ladrón, recuérdate de los males que has hurtado de los bienes ajenos. Hoy viendo tu corazón arrepentido, te llenaré de los bienes del cielo. La humildad en cierto modo conquista al corazón humilde, mueve de ternura el corazón misericordioso de Dios.
La valentía y la humildad de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: “Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm 5, 20)” (ibid.). Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi negación es como la de Pedro, mis miedos como las de los apóstoles, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo la valentía para volver, para pensar que Dios pueda recibirme y perdonarme y que me esté esperando justo a mí. Pero Dios te espera justamente a vos, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en nuestro ministerio pastoral, en nombre de Jesús que perdona, al arrepentido, se han movido piedras opresoras de pecados y aflicciones.
Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”.
Ya lo decía san Juan Pablo II en su histórica visita al Paraguay en 1988: “No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres…como corresponsables de la misión de Cristo y como miembros de la misma Iglesia, hagan todo lo posible por afirmar y defender la dignidad de sus hermanos los hombres, con todas las consecuencias espirituales y materiales de esa dignidad en la vida de cada persona y de toda la sociedad.” (Palacio de López, 16 de mayo de 1988).
La Iglesia en los cristianos busca de encarnar la misericordia de Dios día a día en obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales. Obras de misericordia corporales:
1) Visitar a los enfermos
2) Dar de comer al hambriento
3) Dar de beber al sediento
4) Dar posada al peregrino
5) Vestir al desnudo
6) Visitar a los presos
7) Enterrar a los difuntos
Obras de misericordia espirituales:
1) Enseñar al que no sabe: la educación es tarea de las Iglesia, las familias, comunidades, escuelas, colegios y universidades. Ofreciendo educadores, facilidades e infraestructuras invalorables para contribuir con la educación de nuestros niños, adolescentes, jóvenes y adultos .
2) Dar buen consejo al que lo necesita
3) Corregir al que se equivoca
4) Perdonar al que nos ofende
5) Consolar al triste
6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo
7) Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Oh Dios, cuya Misericordia es infinita y cuyos tesoros de compasión no tienen límites, míranos con Tu favor y aumenta Tu Misericordia dentro de nosotros, para que en nuestras grandes ansiedades no desesperemos, sino que siempre, con gran confianza, nos conformemos con Tu Santa Voluntad, la cual es idéntica con Tu Misericordia, por Nuestro Señor Jesucristo, Rey de Misericordia, quien con Vos y el Espíritu Santo manifiesta Misericordia hacia nosotros por siempre. Amén.
+Adalberto Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano
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