SEAMOS DIGNOS DE LA UNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Hermanos en Cristo:

Celebramos esta mañana la misa de la renovación de las promesas sacerdotales y bendecimos los santos óleos que servirán para la unción y así hacer presente al Espíritu Santo en los sacramentos.

¿Qué es la unción? La Unción, significa una participación de los poderes divinos, de la dignidad divina y, por eso, sólo el Espíritu de Dios puede ungir. Esta Misa en que vamos a consagrar, a bendecir aquellos aceites sagrados que son el signo de esa unción del Espíritu de Dios al mundo, a la humanidad, es el recuerdo y la realidad de tres unciones que vamos a celebrar esta mañana.

. La unción personal de Cristo.

. La unción de nosotros los ministros, los del sacerdocio ministerial.

. La unción del Espíritu de Dios a todo el pueblo de Dios.

En el Evangelio proclamado, San Lucas nos testimonia la unción espiritual de Jesús de Nazaret. En la Sinagoga, Jesús lee un pasaje del profeta Isaías (Is 61,1-9). Al proclamarlo, comienza diciendo: “El Espíritu del Señor esta sobre mí”, expresión que recuerda la imagen de su bautismo cuando el evangelista relata que “…se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y llegó una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado’” (Lc 3,21-22). Jesús explica el motivo de este descenso del Espíritu sobre él indicando que esa acción se corresponde con su unción. Dios lo unge, lo consagra con la fuerza de su Santo Espíritu con el fin de cumplir con su ministerio.

Y esa vida de Dios que Cristo recibe ya en el principio de su ser, la unción única, la plenitud de la gracia, la fuente, de allí deriva para todo hombre que quiera creer en Cristo, la unción del cristianismo. Para que esa fuente que es Cristo pueda esparcirse en todo el mundo, a todos los hombres, con sus instrumentos, y ellos son los sacerdotes.

En cada diócesis, el obispo rodeado por sus primeros colaboradores, los presbíteros, son el instrumento para que la vida de Dios se haga presente en el mundo. Los Sacerdotes son instrumentos para llevar la vida de Dios al pueblo, el perdón de Dios al pueblo que peca, el alimento de Dios en el Pan de Vida consagrado, que él y el pueblo peregrino necesita como alimento espiritual, el nacimiento a la vida espiritual en el bautismo. La fuerza del Espíritu Santo en la confirmación que da el obispo; la santificación del amor, cuando un hombre y una mujer quieren sellar su unión en Dios, allí está también un sacerdote dándole el sentido divino al amor del matrimonio cristiano. Y cuando llega la hora de volver a la Casa del Padre, allí está también es instrumento de la misericordia de Dios, el sacerdote le confiere el viático, la última absolución, la unción del enfermo, para emprender el viaje a la eternidad.

Queridos hermanos sacerdotes, ¡qué hermoso es hacer un recuerdo de aquel día inolvidable en que postrados en el suelo, y la imposición sobre nuestras cabezas las manos de un obispo y nuestras manos ungidas con ese sagrado Crisma hemos sido consagrados!

Démosle gracias al Señor por habernos escogido, desde nuestras fragilidades.

Me permito prestar las palabras dirigidas por San Óscar Arnulfo Romero a su clero: quiero aprovechar esta mañana sacerdotal para decirles, queridos sacerdotes presentes en esta ceremonia y también a los que por algún motivo no han podido venir: mil gracias queridos hermanos, que Dios les pague el haber sido fieles a su vocación. Y, sobre todo, el sentir que sólo en comunión con el obispo, que, aunque sea el más indigno de los sacerdotes, es el signo de la unidad sacerdotal y del cual depende, en gran medida, toda la vida espiritual de la diócesis. Y por eso el sacerdote necesita estar en comunión con el obispo.

Gracias queridos sacerdotes, por trabajar por la concordia en el presbiterio y ser reflejos de unidad en el rebaño a ustedes confiado, dando testimonio de comunión. Las polarizaciones pueden crear discordias, la reconciliación sana heridas y las llagas son curadas como las llagas de Cristo luminosas.

En el ejercicio de mi servicio como su Obispo, trato de tener siempre presente mi lema episcopal: “Que todos sean uno”. Si en algo he fallado para contribuir y construir esta unidad anhelada y rogada por el Señor, pido perdón. El obispo anhela la unidad con su clero; para el obispo, la desunión de sus sacerdotes es una gran aflicción. El pueblo espera de nosotros y nos reclama caminar juntos siendo testigos creíbles de comunión.

Pongamos todo nuestro empeño en favorecer la comunión; para ello, fomentemos los espacios de encuentros para la convivencia fraternal; fortalezcamos los encuentros en los decanatos, entre amigos sacerdotes, ampliando nuestros círculos de fraternidad, en las ayudas mutuas que se prestan, para la celebración de misas y confesiones en las parroquias, con motivo de las fiestas patronales, entre otros servicios mutuos. Que también nuestros Diáconos se sienta parte del presbiterio. No dejemos solo ni aislado a ningún miembro del clero, acerquémonos a los que sufren, a los enfermos, a los ancianos. Recemos y cooperemos los unos con los otros.

En el ejercicio de su ministerio, el sacerdote deberá afrontar, igual que el pueblo que apacienta, los males y los sufrimientos; no pocas veces, como consecuencia de su opción de servicio sufrirá persecuciones; no siempre será comprendido ni valorado en su justa medida. Pero cuenta con la promesa de Dios que no estará solo porque le acompañará la fuerza de lo Alto, de Aquel que lo ha preparado y lo sostiene para la misión.

Que el Señor nos dé la gracia de decir, como San Pablo: “Sabiendo que Dios en su misericordia nos ha confiado este ministerio, no nos desanimamos…Porque no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor y no somos más que servidores por amor a Jesús” (2 Co 4, 1.5). Pidamos hoy que en nuestras vidas y en nuestro servicio se mantenga siempre encendida la llama viva de su Espíritu. Qué Él guíe y fortalezca nuestra consagración.

Sabemos que nadie es ungido para sí mismo; Cristo fue ungido para los demás, con el fin de cumplir su misión en favor de la humanidad; para adquirir la gracia y la potencia de Dios, para liberar y salvar. Del mismo modo también el Señor nos unge, a cada uno según su particular vocación, con el fin de consagrar nuestras vidas a la causa del Reino de los cielos, mediante la diakonía o servicio perseverante, la resistencia al mal, la fidelidad a toda prueba y el auxilio oportuno al pobre y desamparado.

Somos los instrumentos de Jesús para seguir con la misión que aquel día, en la Sinagoga, proclamó: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.

Hoy está muy vigente esta misión y los sacerdotes llamados a liderar nuestras comunidades para ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente a la sociedad. Esto supone que seamos dóciles y que estemos atentos para escuchar el clamor de los pobres y socorrerlos. Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para que el pobre sea escuchado, nos situaría fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto (cfr. E.G, 187).

Es oportuno subrayar que la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en la triple tarea: el anuncio de la Palabra de Dios (kerygma.martyria); celebración de los sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonía). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia (cfr. Deus Caritas est, 25).

Con el canto del Magníficat, María Santísima nos inspira y nos anima para esta misión, que tiene como centro el amor preferencial de Dios por los pobres, por los pequeños, por los necesitados, por los marginados y descartados de la sociedad.

Invoquemos la luz, la guía y los dones del Espíritu Santo, que nos ungió, para que nos ayude a ser instrumentos dóciles a la voluntad del Padre y, fieles a nuestro ministerio, proclamemos a nuestro pueblo “un año de gracia del Señor”.

Así sea.

Asunción, 6 de abril de 2023.

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de la Asunción