27a semana del tiempo ordinario

Domingo 6 de Octubre de 2019

Hab 1,2-3; 2,2-4; Sal 95,1-2.6-9; 2Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10

El Evangelio de hoy nos ofrece un significativo relato sobre la fe y una breve parábola sobre nuestro papel como servidores de Dios. Estas dos enseñanzas siguen a otro precepto significativo de Jesús sobre el pecado y el perdón, y conducen al relato de la curación de Jesús de los diez leprosos cerca de un pueblo de Samaría. No hay una clara conexión lógica entre los relatos de Jesús en Lucas 17, ni entre los relatos y la historia de la curación que prosigue. Sin embargo, contemplando la tarea cristiana de la misión, escuchamos el eco de los discípulos –aquí llamados apóstoles– mientras imploran a Jesús: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).

A la petición de una mayor fe –aparentemente, una santa petición de cre- cimiento espiritual– Jesús responde haciendo una confrontación entre dos extremos, utilizando la imagen de una semilla proverbialmente pequeña, la de la mostaza, con la de un gran árbol, la higuera. Nos invita a ir más allá de la lógica ordinaria utilizando una imagen original sugiriéndonos que la fe no actúa según los normales criterios humanos, sino que, por el contra- rio, aparece incomprensible ante la mirada humana, como una higuera en medio del mar. En cambio, la fe, en su base, es la profunda confianza en Dios y en su modo de actuar. Posiblemente cada misionero con una cierta experiencia ha experimentado los frutos producidos por la acción de Dios en circunstancias que parecían completamente hostiles a cualquier resul- tado. El Evangelio de hoy nos invita a creer en Dios más allá de los límites de la lógica humana y del sentido de lo posible, formando así una unidad con la mente, la imaginación, la lógica y el corazón de Dios.

«Los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”» (Lc 17,5-6): San Lucas llama «apóstoles» a los Doce que Jesús eligió al comienzo de su minis- terio (cf Lc 6,12-16). Apóstoles quiere decir «enviados». Mientras los otros Evangelios solo utilizan este término una sola vez, para designar a este grupo particular de discípulos de Jesús, Lucas lo usa seis veces en su Evangelio y veintiocho veces en los Hechos de los Apóstoles. En la Iglesia primitiva se era consciente del privilegio no transmisible de los Doce: la autenticidad de su mandato, de su misión, se fundaba en la elección personal de Jesús. Él los había elegido y enviado. Esos apóstoles son de este modo los testigos oficiales de la buena noticia del resucitado. Y en tal sentido ellos deberán tener la suficiente fe en él. Son los testigos privilegiados de las enseñanzas y de los milagros de Jesús (cf Lc 18,31), y al mismo tiempo son hombres frágiles como todos nosotros, expuestos a las dudas y a la falta de fe (cf Lc 24,11.25.38-39). De ahí su oración dirigida a Jesús en el Evangelio de hoy: «Auméntanos la fe», en la certeza de que él es Dios.

¿Cuáles son las enseñanzas para todos nosotros como los «enviados» de hoy? Debemos reconocer con humildad que nos falta mucha fe en nuestra misión de evangelizar el mundo. Tal vez el Señor también nos dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (Lc 17,6). Por tanto, no es posible tener una fe capaz de transportar montañas si nos falta la fe esencial en el Señor Jesús, en el Jesús resucitado que vive en nosotros y en su Iglesia. ¿Qué sentido tiene querer poseer una fe que realiza milagros delante de las masas, o poderes de curación, o poderes excepcionales para mistificar paganos y cristianos de hoy? Jesús mismo hizo muchísimos milagros delante de sus contemporáneos y de sus apóstoles, y eso no aumentó su fe. Lo esencial es tener la humildad de los apóstoles y orar continuamente al Señor para que venga en nuestra ayuda. «Creo, pero ayuda mi falta de fe»: así gritaba el pa- dre del endemoniado epiléptico del Evangelio (Mc 9,24; cf Lc 9,37-43). En cada Eucaristía, encuentro con el resucitado, pidámosle también nosotros la fe necesaria para poderlo encontrar vivo en nuestras vidas y en nuestro mundo. Solo la oración incesante, el alma de la misión, hace posible la fe. A continuación (cf Lc 17,5-10), el relato evangélico de Lucas nos pone frente a un escenario propio de la vida doméstica cotidiana para ofrecernos una enseñanza sobre el apostolado: por muy maravillosos que puedan ser los resultados de nuestro trabajo, tan solo estamos cumpliendo las tareas que nos han sido asignadas por Dios. En la vida de todos los días, en tiempos de Jesús, las expectativas que los patrones y sus esclavos tenían respecto a sus tareas estaban bien establecidas. El patrón manda y el esclavo obedece. Es lógico esperar que el esclavo pase directamente del trabajo en el campo al trabajo en la casa sin ninguna tregua. El siervo no puede quejarse de cansancio, de hambre o de sed. No debe interpretarse que el punto de vista de Jesús estuviera justificando la institución económica de la esclavitud de su época: simplemente está utilizando como metáfora una realidad social milenaria, para sugerir una analogía entre dicha realidad y nuestro servicio

a Dios.
Cuando pregunta: «¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque

ha hecho lo mandado?», Jesús se dirige a un público –que nos incluye también a nosotros– del que se espera una respuesta, obviamente negativa. Jesús continúa afirmando que, cuando hayamos hecho por Dios todo lo que se nos ha ordenado, deberíamos decir: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer». La exageración de la ejemplificación quiere pedagógicamente convertir al discípulo misionero a la lógica de la fe: no es la eficacia y la utilidad del servicio, sino la fecundidad de la fe como comunión con Jesús.

Mediante nuestras mismas palabras y mediante la experiencia de la vida cotidiana, Jesús nos pone de frente al hecho de que la expectativa de la recompensa es desproporcionada respecto a la realidad. En cambio, lo que es proporcionado es la comprensión de quién es Dios y de lo que a él le debemos. Jesús aspira a que reconozcamos que Dios espera de nosotros un compromiso serio y sincero con la obra a la que nos llama, en la misión de dar a conocer a Cristo en el mundo.

Las otras dos lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre estos temas de fe y de servicio a Dios desde perspectivas diferentes. El profeta Habacuc, escribiendo poco antes de que el pueblo hebraico fuese exiliado de su tierra natal en el siglo VI a.C., invoca la ayuda de Dios en medio de la destrucción y de la violencia. Como respuesta, el Señor declara que algunas personas se sienten disgustadas, a pesar de no tener un «ánimo recto», mientras que «el justo por su fe vivirá» (Hab 2,4). Habacuc insiste en el hecho de que, en contraste con aquellos que utilizan la violencia y ocasionan conflictos, algunas personas se confían en Dios. Esta es la fe, pura y simple, esto es lo que le hace sentir en paz con Dios.

Cuando Pablo encuentra a Jesús, el Señor resucitado, la comprensión de la fe de la que habla Habacuc se transforma. Él ha venido a conocer los modos extraordinarios en los que Dios nos ha amado, los caminos que Dios ha recorrido para llevarnos a la justa relación con Él. Pablo ha visto que la confianza en el poder creativo de Dios opera también sobre nosotros, en Cristo. La libertad y la fe en nuestra relación con Dios que Pablo ha des- cubierto, son las que le empujan –a él y a cada creyente después de él– a ir por el mundo dando a conocer la buena noticia del amor regenerador de Dios, a anunciar la Pascua redentora de Jesús.

La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis que el apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio, interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado alto ni está demasiado alejado del hombre. No se debe decir: «Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá?» o «¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá?» (cf Dt 30,11-14). Pablo inter- preta esta cercanía de la Palabra de Dios como referida a la presencia de Cristo en el cristiano: «No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O “¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos» (Rom 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su Encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado el camino del hombre y habita en nuestros corazones a través del Espíritu Santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.

Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es trans- formado por el amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su amor, que es el Espíritu. Y en este amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el amor, sin la presencia del Espíritu Santo que lo infunde en nuestros corazones (cf Rom 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf 1Co 12,3)» (Lumen fidei 20-21).