28° Semana del Tiempo Ordinario
Fiesta o memoria de santa Eduvigis, religiosa
o memoria de santa Margarita María de Alacoque, virgen
Rom 2,1-11; Sal 62,2-3.6-7.9; Lc 11,42-46
En la primera lectura, dirigiéndose a los creyentes de Roma, Pablo explica que también los judíos, como los paganos, hacen el mal. Él destaca, por el contrario, la extrema facilidad con la que los judíos acusan de inmoralidad y de degradación social a los paganos, congratulándose en la convicción de ser mejores que los demás gracias a su observancia total de la ley. Para demostrar a sus compatriotas que están en el camino equivocado, el apóstol trata de desmontar algunas de sus falsas seguridades, que también habían sido suyas antes de su encuentro con el Señor resucitado. Confiando inicialmente en la carne y en la pertenencia al pueblo que había recibido la ley, Pablo se convierte después a Cristo mediante la fe, que justifica y actúa en virtud del amor, y no por la observancia ritual de los preceptos. No basta creer con la boca, con la práctica exterior de la ley: es preciso vivir en la fe. El juicio, de hecho, será sobre el amor, fruto de la adhesión de la fe a Cristo muerto y resucitado. La fe es participación en la naturaleza divina y en el amor divino de Jesús.
Pablo denuncia el pecado de la dureza de corazón y la obstinación de un pueblo que cree ser el único que merece la salvación. Ha terminado el tiempo de los privilegios y comienza un tiempo en el que cada uno debe enfrentarse a Cristo y afrontar las consecuencias de sus propias acciones. Es el comienzo de un tiempo en el que todos deben someterse a la paciencia de Dios, descubriendo que su bondad quiere expandirse también sobre los que han estado alejados de él. Solo Dios es el juez de las personas: todos estamos sometidos a su juicio, nadie está excluido. La seguridad de sentirse justo y la arrogancia de sentirse poseedores y defensores de la verdad y de la moral (la ley) pueden llevar al desprecio de Dios, considerando su misericordia como debilidad, y a la exclusión injusta del hermano de la salvación.
El texto del Evangelio de Lucas (cf Lc 11,42-46) recuerda a una filípica profética contra los fariseos y los doctores de la ley, y advierte a la comunidad cristiana de ayer y de hoy contra las tentaciones del legalismo, del formalismo y del ritualismo discriminatorio, que alimentan al gran enemigo de la obra salvífica de Cristo, que es la soberbia e impenetrable autorreferencialidad. La perversión de la ley en el formalismo exterior y la reducción de la vocación del pueblo elegido a un privilegio exclusivista contra los paganos desgastan la universalidad de la salvación y la misión de los discípulos de Jesús.
Jesús denuncia especialmente los abusos de los fariseos en el ámbito de las limosnas, que son capaces de observar normas mínimas y marginales, como el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las hierbas. Jesús no quiere eliminar estas prácticas (la ofrenda anual del diezmo al templo ya era de hecho solicitada por Dt 14,22), sino colocarlas en el justo contexto de la verdadera relación de fe con Dios y de amor con el prójimo. Ofrecer una ofrenda sin una implicación personal en un camino de conversión puede convertirse, por el contrario, en la excusa para descuidar los preceptos fundamentales, como la justicia y el amor de Dios, realidades que exigen una transformación decidida y continua del propio corazón y del mundo.
La otra denuncia está puesta por Jesús contra la tendencia a procurar honores, a recibir gratificaciones y a ambicionar las apariencias de poder, ocupando los primeros puestos. La insistente preocupación por aparentar es el resultado de una corrupción interior que hace al hombre semejante a un sepulcro, tal vez suntuoso externamente, pero lleno de podredumbre interior. Mientras internamente permanece invisible a los ojos de los de- más, cuida de su exterior con exageración para fines egoístas.
Las palabras de Jesús resuenan con fuerza y frustran no solo a los fariseos sino también a los doctores de la ley, que se sienten profundamente ofendidos por él. También para ellos Jesús tiene una dura recriminación, en particular contra su praxis de cargar sobre los hermanos el peso insoportable de observancias en las que ellos, sin embargo, no se implican personalmente, revelando así la profunda incoherencia entre sus enseñanzas y su vida. La ley existe para servir a la vida, custodiándola y promoviéndola. La fe no es nunca una realidad que deshumaniza, por el contrario, siempre estimula a cada criatura a su pleno florecimiento.
Nos encontramos en una prospectiva claramente apostólica: frente a la exigencia de la universalidad de la salvación de Dios y de la misión de Jesús y de sus discípulos, los fariseos y los doctores de la ley deben poner en cuestión el propio modo de pensar la relación con Dios, de hacer y de proponer la salvación. La ocasión para la reacción crítica de Jesús está en sentarse en la mesa sin haber hecho las abluciones antes de comer.
La primera crítica severa (cf Lc 11,39-44) denuncia la práctica que evidencia una falsa concepción de la vida y de la relación con Dios. El fariseo se sorprende (cf Lc 11,38) del comportamiento de Jesús. Él recibe una respuesta inmediata y dura por parte de Jesús (cf Lc 11,39). La importancia que Lucas atribuye a la discusión, el tono de las críticas de Jesús, la alusión a los profetas y a los apóstoles con referencia a la sabiduría de Dios (cf Lc 11,49) evidencian la seriedad. Lo que está en juego en el comportamiento equivocado de los interlocutores de Jesús es la restricción particularista de la salvación a la observancia exterior de la ley, que pone en peligro la misión universal fundada en la voluntad salvífica del Dios de la Alianza.
La cuestión se pone sobre todo en el ámbito de la discriminación entre lo puro y lo impuro, en términos de interno y externo, de normas im- puestas a los demás y no practicadas por quien las impone. Esto reclama la visión de Pedro antes del encuentro con el centurión Cornelio, con su afirmación puritana: «Nunca entró en mi boca cosa profana o impura» (He 11,8). En el relato evangélico de Lucas la respuesta de Jesús es clara: Dios ha hecho lo interior y lo exterior, todo es obra de sus manos, por lo que todo es puro (cf He 10,15; Mc 7,15). Ningún hombre puede ser declarado profano o impuro, añade Pedro (cf He 10,28). El apostolado y la misión son la manifestación de la benevolencia del Padre, Dios creador de todos, que no admite ninguna barrera de separación ritual o formal. El misionero está llamado a hacerse prójimo de todos (cf He 10,46-47), porque para Dios no hay distinción de personas (cf He 10,34).
Lucas utiliza una fórmula llena de significado para expresar la apertura universal de la salvación ofrecida por Dios en Jesús y en la misión de su Iglesia: «¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Con todo, dad limosna de lo que hay dentro, y lo tendréis limpio todo» (Lc 11,40-41). Para ser puros, practicada la misericordia, hay que vivir la caridad. En el reino de Dios lo que regula las relaciones entre las personas, superando las barreras de la discriminación y la separación, se funda en el misterio de la benevolencia de Dios que en Jesús se hace prójimo de cada hombre y es misericordioso con todos. Los discípulos misioneros de Jesús están llamados a donar todo lo que poseen interiormente. No solo dar los bienes materiales como donativo, sino ofrecerse sobre todo a sí mismos: la propia vida y el propio corazón. No se piden simples actos exteriores ni la realización de preceptos rituales: al discípulo misionero se le pide darse totalmente a Jesús, ofrecerse íntegramente, en alma y cuerpo, dentro y fuera, corazón y afectos, relaciones y normas, todo por la causa de la salvación de todos en la misión.
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