28a semana del tiempo ordinario
Memoria de san Ignacio de Antioquía, obispo y mártir
Rom 3,21-30; Sal 130,1b-6ab; Lc 11,47-54
Al final de su presentación (Rom 1,18-3,20), Pablo hace una afirmación dramática: «Tanto judíos como griegos, todos están bajo el pecado» (Rom 3,9). Siendo así las cosas, cuando solo se confía en las propias capacidades humanas, parece que no exista ninguna posibilidad de salvación para nadie. Pero Pablo cree que la intervención del Dios de Jesucristo es capaz de cambiar totalmente la desesperada situación del hombre: «Pero ahora […] se ha manifestado la justicia de Dios» (Rom 3,21). Así Pablo contrapone el poder salvífico de Dios a la esclavitud del pecado. El poderoso gesto liberador del Padre se realiza en el tiempo presente, porque su libre iniciativa toma forma histórica en Cristo muerto y resucitado (cf Rom 3,24-25; 4,25). Una vez que el hombre recibe la fe (cf Rom 3,22-28.30), su existencia cambia completamente: es liberado de la subordinación al poder del mal y de la muerte (cf Rom 3,24) y vive como un amigo fiel de Dios y del prójimo, de acuerdo con la lógica de la solidaridad propia de la alianza, es decir, como «justo» (Rom 3,26).
Pablo presenta aquí una teología totalmente opuesta a la de la mentalidad de su tiempo. El judaísmo tardío había reducido la ley divina a dominio absoluto, desligándola de su relación constitutiva y originaria con la historia y con la alianza divina, asumiéndola como válida de por sí. De este modo había sustituido la obediencia a Yahvé con la meticulosa y escrupulosa observancia de las prescripciones y con las prohibiciones. Con este modo de pensar se había propiciado una gran autosuficiencia del hombre frente al destino de su vida. La redención basada en las «obras de la ley», típicas del judaísmo rabínico, ensalza de hecho al hombre hasta el pedestal de los autócratas religiosos, desconocedor de la gracia divina y autorreferencial. De ahí derivaba una orientación sectaria y discriminatoria que hacía una neta distinción entre los hebreos, conocedores de la ley y observantes, y los paganos, constitucionalmente sin ley y, por tanto, destinados a la perdición.
El apóstol nos presenta una idea teológica de la justificación como alternativa a la doctrina judaica. Apela a la justicia salvífica de Dios e indica la fe como la única posibilidad de redención del pecado y alternativa a la muerte eterna. En la práctica, Pablo excluye la imagen severa de un Dios inmisericorde, revelando su verdadero rostro de Padre que, por amor, actúa e interviene en favor de la humanidad pecadora. Ante la extraordinaria iniciativa de Dios, los hebreos y los paganos son iguales: tanto unos como otros tienen necesidad de la salvación ofrecida como don y son llamados constantemente a la fe, porque todos se encuentran bajo la ley del pecado. En este proceso universal de conversión, Israel es salvado y consigue el puesto que le espera en la elección divina (cf Rom 9-11). Será salvado junto a todos los pueblos de la tierra. La elección del pueblo se convierte en un signo eficaz del comienzo histórico de la salvación para todos los israelitas y para todos los paganos.
A partir de esta participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una criatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser filial que se hace hijo en el Hijo. «Abbá, Padre», es la palabra más característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el núcleo de la experiencia cristiana (cf Rom 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y radical, que está a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1Cor 4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus propias obras. Este, aunque obedezca a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. San Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y eficaz: “Ab eo qui fecit te noli deficere nec ad te” (“de aquel que te ha hecho, no te alejes ni siquiera para ir a ti”)». Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa (cf Lc 15,11-24). La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Solo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios” (Ef 2,8s)» (Lumen fidei, 19).
Pablo propone a los romanos los horizontes universales de la gracia de Dios, que están en la base de la misión a él confiada y comunicada a la Iglesia, nacida de la Pascua de Jesús y enviada al mundo por el Espíritu del resucitado.
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